Año 100 después del Ulises
«Esa concepción popular del arte que había llegado con el Romanticismo ha saltado por los aires, la cultura ahora está pensada para élites»
Hay un cambio de paradigma en la concepción de la cultura allá por los inicios del siglo XX. Aquello que Ortega llamó «deshumanización del arte», y que no es otra cosa que una cierta deriva hacia la incomprensión dentro de las vanguardias. Afirma Ortega con tino que las disciplinas artísticas se han vuelto crípticas para la mayoría; o, mejor dicho, inteligibles sólo para unos pocos. Esa concepción popular del arte que había llegado con el Romanticismo ha saltado por los aires, la cultura ahora está pensada para élites. Esta deriva alcanza, por supuesto, a los escritores de cualquier disciplina. En poesía, por ejemplo, Tristan Tzara propone recortar todas las palabras de un artículo de periódico, mezclarlas en una bolsa y conformar el poema extrayendo términos al azar. En teatro, por poner otro ejemplo, Pirandello mezcla a personajes con actores, diluyendo realidad y ficción. Las reglas de la vieja literatura han cambiado.
El Ulises de Joyce viene a dinamitar estas reglas a su vez en el panorama novelístico. La concepción decimonónica de la narrativa se ha quedado obsoleta, alguien tiene que romper con ella. Y será este viejo autor irlandés quien lo haga con un juego críptico en el que interviene ese mundo surrealista formado por sueños, deseos, emociones, estados de ánimo y toda clase de actores inesperados. Joyce es capar de plasmar en su narración desde anotaciones en gaélico a paralelismo bíblicos, pasando por la Odisea o una masturbación a deshoras. Tomando prestada la teoría de Ortega, ya no es que el pueblo sea incapaz de comprender el Ulises, es que en su totalidad sólo puede comprenderlo una persona: el ínclito y hasta entonces denostado novelista irlandés.
Ahora bien, he titulado esta columna Año 100 después del Ulises porque su publicación marca un antes y un después en la narrativa mundial. Precisamente por esa riqueza de matices hablamos de una novela infinita, adjetivo del que pueden presumir pocas obras -ahora mismo sólo me viene a la mente el Quijote, pero esto es harina de otro texto-. Las más altas cumbres de la literatura universal posterior en los distintos idiomas bebieron de este prodigio técnico: da igual si Borges, Nabokov, Faulkner o Sartre, ningún genio de la novela puede ya moverse por la estancia sin percibir esta presencia constante. Destruye la concepción unitaria de la narración, renueva técnicas como el monólogo interior o la superposición de planos del narrador, impone una guía de estilo constante, exige la atención del lector casi en cada grafía, le da jaque a la moral religiosa, al fluir de la historia, a la importancia de la palabra, a la idea del tiempo. Este es su mayor mérito: obliga a la literatura a revisar conceptos desde una nueva perspectiva.
Por lo demás, el propio Joyce era literatura en sí mismo. Vivía por y para ella. Cuentan que, al estallar la Primera Guerra Mundial, fue cuestionado por el asunto y sólo supo contestar: sí, he oído que hay una guerra por ahí. Es muy común ver a los genios del XX convertir su vida en literatura, véanse Valle-Inclán, Virginia Woolf, Antonin Artaud, qué sé yo. El irlandés es uno de estos tarados, como digo, cuya vida se mezcla con la obra, y he aquí, en este título, la plasmación de todo ese conocimiento deslavazado, de la ciencia histórica que pudo absorber, de sus fundamentos lingüísticos, de su percepción de los clásicos. Un libro escrito por un loco para locos. Decía Joyce, claro, que había publicado el Ulises para mantener ocupados a los expertos en literatura durante los próximos trescientos años. Al arriba firmante, al menos, le cuadra. Año arriba, año abajo.