THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Feliz 1922

«1922 fue un año milagroso para la literatura. Volver a esas obras que hace un siglo desafiaron todos los dogmas será una forma de mantener la alerta con vida»

Opinión
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Feliz 1922

El poeta y dramaturgo T. S. Eliot en 1934. | Wikimedia Commons

Empieza un año nuevo y las puertas de Jano siguen abiertas en señal de guerra. No hemos alcanzado aún la ansiada paz pandémica pero el doble perfil del dios de los principios y de los finales, padre de las fuentes, nos invita a pensar en todo lo que este 2022 convoca en ambas direcciones. Como suele decir Agamben, la única forma de acceso al presente es la arqueología. Y según Benjamin, el «ahora» no es un punto en la secuencia cronológica sino un astro que refleja la luz del pasado. Hace un siglo, Occidente despertaba de una larga pesadilla que había empezado en 1914 con una guerra ininteligible que nadie creyó que fuera a durar cuatro años y que terminó justo cuando empezaba la gripe española. Toda una generación de jóvenes fue sacrificada en el infierno de las trincheras al son de cantos patrióticos y églogas campestres. Fue lo que Wilfred Owen llamó «la gran mentira», el espanto de cadáveres y moscas contenido en el verso de Horacio «dulce et decorum est pro patria mori». La familia europea de reyes y emperadores había jugado, con una puerilidad devastadora y ridícula, a la carrera armamentística como quien juega a soldaditos. El motivo era lo de menos. Lo importante, como ya advertía Homero, era la atracción humana por el hierro.

En 1922, Europa, tras varios años de matanzas y enfermedades, intentaba reorganizarse y sobrevivir políticamente en un clima de constante inestabilidad e incertidumbre. Los años veinte no fueron tan felices como los pintan. En España, los gobiernos de Alfonso XIII vivían en una permanente crisis, agravada por el reciente asesinato del primer ministro Eduardo Dato a manos de un grupo de anarquistas, uno de los cuales, Lluís Nicolau, sería extraditado desde Alemania aquel año después de una fuerte controversia sobre la legitimidad del proceso. Los totalitarismos emergían en todos los países a costa de la debilidad de los gobiernos constitucionales, desbordados por las consecuencias de la guerra y la pandemia. En Madrid, el recién fundado PCE celebró en marzo su primer congreso nacional. El 7 de diciembre, bajo la presidencia del liberal Manuel García Prieto, se formó el último gobierno constitucional monárquico que intentó la transición de la oligarquía a la democracia, un conato que sería abortado por el golpe de Estado de Primo de Rivera. En Alemania, el 24 de junio una banda terrorista protonazi asesinó a Walter Rathenau, el ministro de Exteriores de la República de Weimar. Hitler fracasaría al año siguiente en un golpe que sin embargo supondría el inicio de su relación diabólica con las masas. El 16 de diciembre, cinco días después de tomar posesión del cargo como primer presidente de Polonia tras la recuperación de la soberanía, Gabriel Narutowicz fue asesinado a tiros por un nacionalista. En Rusia proseguía el exterminio masivo del terror rojo contra la disidencia mientras Stalin ascendía a la dignidad de Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética. En Berlín, la noche del 28 de marzo, Vladímir Nabókov, padre del escritor, fue asesinado por un zarista ultra durante una conferencia. Nabókov sénior, que se enfrentó cuerpo a cuerpo con su asesino como antes se había enfrentado a los radicales de uno y otro régimen en su país, había sido ministro de Justicia durante el breve periodo liberal que antecedió al terror leninista. Por aquellos años, Hans Kelsen, entonces un desconocido jurista austríaco, desarrollaba los fundamentos del derecho constitucional moderno, una obra a la que Europa acudiría en auxilio tras la Segunda Guerra Mundial y de cuya magnitud nos seguimos beneficiando, a pesar de todos los insensatos que siguen despreciando cuanto ignoran, de nuevo atraídos por los cantos de sirena del comunismo y del fascismo o de los nacionalismos de toda laya.

Al mismo tiempo, 1922 fue el annus mirabilis de la literatura occidental. El año empezó con la publicación del Ulises de James Joyce y se cerró con la aparición de La tierra baldía de T. S. Eliot. El 18 de noviembre, Marcel Proust murió en el 44 de la rue Hamelin, pocos días después de haberle confiado feliz a Céleste Albaret, su criada, que ya podía irse tranquilo porque al fin había terminado su novela. En octubre, la revista berlinesa Die neue Rundschau (Fisher Verlag), publicó un relato del entonces desconocido Franz Kafka titulado «Un artista del hambre», una de las pocas piezas que el escritor checo daría a conocer en vida. Por esas mismas fechas, en Lima, César Vallejo tuvo que pagarse la edición –el tiraje fue de doscientos ejemplares– de Trilce. Y entre el 7 y el 26 de febrero, en el castillo suizo de Muzot, Rilke culminó en un rapto las Elegías de Duino, que se publicarían al año siguiente, al igual que Los sonetos a Orfeo. En Inglaterra, Virginia Woolf empezaba a arriesgarse seriamente con El cuarto de Jacob.

Las convulsiones literarias tenían por supuesto sus equivalentes en el mundo de las artes. En 1922 Arnold Schoenberg trabajaba en sus Fünf Klavierstücke (Op. 23), que sentarían las bases del dodecafonismo y abrirían el camino al serialismo. Aquel año, Alban Berg, el compositor que mejor supo aprovechar ese nuevo lenguaje musical, terminó Wozzeck, su ópera basada en el drama de Büchner. Paul Hindemith escribió su extraordinario tercer cuarteto de cuerda. Stravinsky estrenó su ópera cómica Mavra, favorita de su autor. En Rusia, un jovencísimo Schostakovich daba sus primeros pasos como compositor con la Suite en fa sostenido para dos pianos. Y en Alemania Wilhelm Furtwängler se hizo con la titularidad de la orquesta Gewandhaus de Leipzig y también de la Filarmónica de Berlín, inaugurando uno de los periodos más fascinantes y controvertidos de la interpretación musical. En pintura, realizaron obras notables Max Beckmann (cada día más necesario), Paul Klee, Salvador Dalí o de Chirico. Picasso parecía volver a formas de representación previas al cubismo con Dos mujeres corriendo por la playa.

Cien años después, la civilización occidental se ha transformado radicalmente. Por una parte, obras políticas como la Unión Europea o en España la Constitución de 1978 han impedido que volvamos a caer en la barbarie, a pesar de calamidades como el Brexit, el insoportable procés catalán o la presidencia de Trump en Estados Unidos, un país que aún se aguanta políticamente gracias a lo que diseñaron los padres fundadores bajo el influjo de la Ilustración. A pesar de ello, se echa en falta en todas partes pensamiento político arriesgado que sea capaz de dar una respuesta afirmativa y ponderada a las emergencias que sufren las sociedades de este nuevo siglo. Los revolucionarios y salvapatrias de turno no son más que burdas caricaturas de lo peor del siglo XX. Está claro que las democracias representativas no podrán sobrevivir sin una profunda toma de conciencia acerca de sus desafíos y sus amenazas.

Por otra parte, la ciencia y la tecnología están conociendo un periodo de asombrosa fertilidad, avanzando a un ritmo muy superior a nuestra capacidad de asimilación. Muchos físicos viven hoy en día en un universo que el resto de los mortales ni siquiera podemos vislumbrar. Ese fulgurante desarrollo de la ciencia, que nos está salvando de la pandemia –a pesar de la gestión de algunos políticos y de la cicatería del primer mundo–, contrasta con la decadencia de lo que suele llamarse las humanidades. La civilización del lógos parece estar desapareciendo o transformándose en algo que no podemos sino llamar, de momento, postcultura, basada en el espectáculo de masas, en la extinción del sentido de la trascendencia y en una deprimente simplificación de todas las cuestiones. Como temía Steiner en 1971, la última puerta que Judith pide que se abra en El castillo de barba azul, la ópera de Bartók, ya ha dejado entrar la noche. Algunos seguimos comportándonos como si nada hubiera ocurrido, pero en realidad vivimos en un mundo espectral.

Pero hoy brindamos por un inicio y el hombre, como sabemos, fue creado para que hubiera un comienzo. Como decía René Char, «A cada desmoronamiento de las pruebas, el poeta responde con una salva al futuro». Y también «Nuestra herencia no está precedida por ningún testamento». Las humanidades siguen siendo imprescindibles, al menos para unos cuantos, porque, como dice mi amigo Jordi Ibáñez Fanés, «sólo ellas temen». Volver a esas obras que hace un siglo desafiaron todos los dogmas será una forma de mantener esa alerta con vida. Esa alerta y el sentido del enigma que custodian. These fragments I have shored againts my ruins. Feliz año nuevo.

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