La Cataluña silenciada
«Cataluña se está convirtiendo en un lugar agotador, donde la mitad de la población se refugia en el silencio políticamente correcto y las empresas se marchan sigilosamente»
Es como si no existiéramos. El actual Gobierno de la Generalitat, al igual que los que han gobernado Cataluña en la última década, solo hablan para sus votantes, para el independentismo. Los constitucionalistas han sido borrados del país. Antes y después de la aplicación del artículo 155, se siguen incumpliendo leyes, desobedeciendo sentencias firmes, impidiendo que se estudie una segunda asignatura en castellano o se coloque la bandera española en ayuntamientos; incluso se prohíben las reuniones de quienes opinan diferente. En Vic, un precioso y clerical pueblo de la Cataluña interior, recoger firmas a favor de la educación en castellano ha sido considerado contrario «a la moral y a las buenas costumbres». La calle es suya, de los independentistas.
Cataluña se está convirtiendo en un lugar agotador, donde la mitad de la población se refugia en el silencio políticamente correcto y las empresas se marchan sigilosamente a otros territorios. Un silencio injustificable con datos. Según las últimas encuestas, el 52% de la sociedad catalana quiere permanecer en España y solo el 39% apuesta por la secesión. Pero el constitucionalismo no consigue plantar cara a aquellos desvaríos.
Son muchos quienes aseguran que el procés se ha acabado. Es cierto que los partidos que gobiernan (ERC y JxCat) están más divididos que nunca, pero siguen prisioneros de los patriotas, los que inventan campañas para boicotear a empresas «españolistas» o promueven el acoso a familias que quieren una educación bilingüe. El único objetivo de los «buenos catalanes» es la autodeterminación. Y como hace falta animar a los fans, que empiezan a escasear en las protestas, Junts anuncia la próxima (es un decir) llegada de Carles Puigdemont. Todo y más para sabotear a sus socios republicanos de Gobierno y aguarles los pactos con Pedro Sánchez.
Ante la reunión sin fecha de la famosa mesa de diálogo, ha vuelto la insufrible cantinela del «hay que votar» y «votar es democracia». Esconden que llevamos más de cuatro décadas eligiendo parlamentos en las urnas y aún no se ha visto que ningún líder independentista renuncie a su puesto o a su sueldo, ni siquiera en el Congreso o en el Senado de la «Puta España», lema utilizado sin cesar en el Principado.
El presidente Pere Aragonés estuvo hace unos días en Madrid, donde aseguró que la mesa de diálogo entre Gobiernos se producirá a principios de este año, para luego advertir que la autodeterminación es «inevitable». Toma negociación. Dirigiéndose a los suyos, aseguró que hay que atreverse a proponer «el referéndum, porque la ciudadanía está dispuesta a aceptar el resultado de las urnas». Con buen tino, Sánchez sigue aplazando la cita. Por más que empujen sus socios de Podemos, el presidente español no se sentará con el independentismo antes de las elecciones de Castilla y León. Y sabe que el diálogo no puede incluir un referéndum de autodeterminación. Para el socialismo sería quemarse a lo bonzo.
En cualquier caso, Aragonés tiene razón en un aspecto: los catalanes están dispuestos a ir a las urnas; llevan décadas yendo. Pero son muchos -cada día más- los que se niegan a iniciar un segundo procés hacia ninguna parte. No saldrán a recibir al expresidente fugado, si finalmente decide aparecer, y están hartos de que les amenacen con «volverlo a hacer», con pasarse la Constitución por el forro y violar los derechos individuales de las personas.
El nacionalismo ha sido considerado durante más de tres décadas la columna vertebral de Cataluña. Jordi Pujol inventó un patriotismo paternalista digno de estudio. Aún hoy, tras tantos casos de corrupción, Pujol es tratado de president y se pasea rodeado de admiradores por grandes teatros o salas de conferencias. El pensamiento político, el debate entre diferentes, lleva años anestesiado. Hay miedo a exigir que la escuela catalana cumpla las leyes lingüísticas; terror a confesar que no queremos votar la autodeterminación, ni por las bravas ni por componendas partidistas.
La incapacidad de hablar claro y alto de los constitucionalistas, que se autocensuran para vivir en paz, está condenando a Cataluña al estancamiento económico, a la división social y al éxodo de inversores y empresarios; hartos de conflicto, de enfrentamientos y de pagar los impuestos más altos de la península ibérica. Por ese mismo cansancio, casi la mitad de los 5,3 millones de catalanes con derecho a voto decidió desentenderse de la política en los comicios de 2021. Y solo la mitad del 53% que acudió a las urnas -un 27.5% del censo-, votó independentista. No son mayoría, aunque las leyes electorales les ayudan a ganar en diputados. Es mayoritaria la sociedad catalana que calla sin otorgar, que lleva años dejando hacer por miedo a las represalias y al aislamiento social. Son los constitucionalistas autocancelados.