Ni rancios ni puritanos
«Les ruego que no me hagan elegir entre pantojismo y wokismo. Porque entre rancios y puritanos casi prefiero el infierno»
Por primera vez, y para disgusto del editor, he elegido personalmente la imagen que acompaña a esta columna. En ella vemos a un piquete puritano en activa protesta contra un grupo de jóvenes que viste trajes de baño demasiado reveladores. El mensaje de la pancarta no es ambiguo: «Vais directos al infierno». No es una fotografía tomada en el Irán de los años veinte, sino en la Florida de los años ochenta. Entonces se creía que los puritanos eran, como los linces o los bolcheviques, una especie en vías de extinción, pero los años han dejado solos a los linces. El puritanismo cambió de bando para sobrevivir y hoy goza de enorme predicamento entre la progresía oficialista.
La relación entre el puritanismo y la cultura woke no es un hallazgo mío. Hace unos meses, en un artículo en The Atlantic, Anne Applebaum recordaba que el señalamiento por violar los códigos sociales sigue existiendo al margen de las instituciones. Ya no se borda una letra escarlata en la pechera del acusado, pero se incita el linchamiento virtual, la humillación pública y la disculpa forzosa. Ya no se hace en nombre de Dios, sino de los oprimidos, y la amenaza no es el infierno, sino el ostracismo.
No hay duda de que buena parte de los cambios sociales sucedidos en las últimas décadas son positivos, pero es lógico ser suspicaz cuando en la atmósfera resultante predomina el temor: el porcentaje de personas que teme hablar de política en público se ha duplicado en los últimos años. Y en lo referente a la libertad de publicación, tan evidente es que hay pocas cosas ilegales como que hay muchas impublicables; no hay censura estatal, aunque todos sabemos lo que no hay que decir para progresar en ciertos sectores. Las restricciones no son legales, pero existen.
Sospecho que el neopuritanismo puede ser sacudido por un paradigma cultural alternativo que pretenden desactivar tachándolo de «neorrancio». Los llamados neorrancios son quienes enmiendan los mantras culturales de las últimas dos décadas y buscan respuesta en pasados más sencillos; lo que da sentido a la vida no es perpetuar la adolescencia, sino tener una familia, preferiblemente lejos de la céntrica buhardilla donde malvives; el opio del pueblo no es la religión, sino Netflix. Y antes de comprarse un gato debería usted invertir en una Themormix.
Algunas propuestas de los llamados neorrancios son atendibles, sobre todo aquellas que tienen un valor emancipador respecto a la doctrina oficialista. Pero la disrupción también puede ser frívola, y por tanto peligrosa; les guste o no, los toros sienten, el bullying existe y el diésel y las vacas contaminan. De la crítica del mojigatismo a la negación de la evidencia y la reivindicación del tradicionalismo hay un recorrido peligroso. No sustituyamos la leyenda negra por la leyenda rosa. ¡Les ruego que no me hagan elegir entre pantojismo y wokismo! Porque entre rancios y puritanos casi prefiero el infierno.