La purga y los purgantes: una pesadilla de Kundera cobra vida en Vallecas
«Ojalá no consigan destruir al pobre Santiso, aunque le será difícil sobrevivir, porque cuando ruge la marabunta…»
En La broma, novela de Milan Kundera ambientada en la peor época del comunismo checoslovaco –los años de las purgas estalinistas–, el estudiante Ludvik recibe una postal de su compañera de clase Marketa, que le escribe celebrando el optimismo de la juventud, alimentado con el sano espíritu del marxismo. Ludvik replica, cáusticamente, con otra postal: «El optimismo es el opio de la Humanidad. Un espíritu sano apesta a estupidez. ¡Viva Trotsky!»
Marketa, escandalizada por el nihilismo de su amigo y por su irónico «viva» al enemigo de Stalin, y acorde con el espíritu comunista de la época, donde la vida privada de las personas es asunto político, muestra la postal a otros jóvenes del Partido, a ver qué opinan. Como es gente muy seria, excelentes y puritanos jóvenes comunistas, esa broma no les hace ninguna gracia. Y no les parece un asunto leve, sin importancia. Así que Ludvik es denunciado a la Policía, expulsado de la universidad, forzado a trabajar varios años en una mina de carbón, etc.
He recordado inmediatamente La broma al asistir al acoso mediático y político al entrenador del equipo de fútbol femenino del Rayo Vallecano, un tal Carlos Santiso, por haber pronunciado una broma de mal gusto, años atrás, en un chat privado con los colaboradores de su cuerpo técnico. Uno de los cuales está claro que ha hecho aquí el papel de Marketa en La broma. El papel delator de Judas Iscariote.
El desdichado e inocente –sí, inocente, pues no ha cometido crimen alguno, a no ser que sea un crimen hacer un chiste desgraciado con tus colegas— Santiso está siendo linchado por un montón de periodistas que, naturalmente, se relamen de gusto por poder reproducir una grabación tontorrona y presentarla como abominable; les secundan algunos políticos y una legión de ciudadanos anónimos en las redes sociales, que en tono de santa indignación y en nombre de los más altos valores –el respeto a la mujer, la lucha contra la violencia machista— exigen la muerte civil del humorista sin gracia. Exigen que el Rayo rescinda su contrato, que se quede sin empleo y se vaya a trabajar si acaso en las minas, donde nadie lo vea.
Cuando la causa es bella —y la defensa de la mujer contra los abusos desde luego que lo es—, los filisteos se permiten el lujo del fanatismo y la saña, rechazando las humildes excusas que ha presentado, a ver si así se salva, el avergonzado entrenador.
Ojalá no consigan destruir al pobre Santiso, aunque le será difícil sobrevivir, porque cuando ruge la marabunta… cuando lo que Canetti llamaba «muta de caza» tiene una excusa justiciera para lanzarse en persecución de una presa, es muy difícil hacerla desistir antes de que la despedace. Pero en realidad, en una sociedad plenamente democrática, Santiso no habría tenido que pedir perdón, sino reclamar una indemnización.
Porque aquí, en rigor, los únicos que han hecho algo insultante y degradante para la mujer, y para la sociedad española en general, son los periodistas, políticos y tuiteros que so pretexto de libertad de expresión han divulgado la broma de marras. Y el único delito punible es una violación de la correspondencia privada –ya que un mensaje en un chat con tres colegas debe ser considerado así: correspondencia privada— de un trabajador particular y tan honorable y bueno como cualquiera hasta que se demuestre lo contrario. Más honorable, desde luego, que los fariseos que piden su cabeza.
¿Qué derecho tiene esa gente tan virtuosa a meterse en la conversación privada de un ciudadano, elevarla a la inquisición pública, criticar su inconveniencia, definirla falsamente como «declaraciones», convertir lo que evidentemente es una broma en una manifestación de intenciones perversas, nada menos que una propuesta de violación o de asesinato en grupo? ¿Estamos tontos?
En una sociedad perfectamente democrática desde luego que no se les reconocería ningún derecho a huronear en lo que dice el vecino en su casa. Aunque sí son prácticas aceptadas en sociedades totalitarias de control absoluto sobre la vida del ciudadano, que debe ser transparente y visible para todos para que todos puedan juzgarla; sociedades como la que describe Kundera en La broma, o Zamiatin en Nosotros.