En defensa del bipartidismo
«La fragmentación de partidos es la traducción política de las cámaras de eco»
Cada día que pasa el tiempo es más traidor. Uno recuerda los días de Mariano Rajoy y lo intuye más cerca del siglo XIX que del siglo XXI. No es una exageración. Si revisamos la tradición política española no costará reconocer que hay una semejanza más íntima entre Cánovas y Rajoy que la que pudiera establecerse entre el propio Mariano (o un Felipe) y una diputada de la CUP. O de Teruel Existe, o si quieren hasta de Ciudadanos.
En un contexto de identidades atomizadas también en política, hemos sentido la necesidad de acomodar nuestras señas e intereses a una imagen que no violente al idiota que vemos delante del espejo. Queremos partidos iguales a nosotros. La ansiedad nos vuelve inseguros y la inseguridad es la antesala del narcisismo, que en política siempre nos obliga en ponernos a refugio con quienes más se nos parecen. La mirada cómplice de los semejantes y la movilización de las causas privadísimas ha hecho que seamos incapaces de reconocernos en proyectos de amplio espectro.
Ahora que muchos lamentan la desaparición de partidos, o que celebran la creación de algunos nuevos, dan ganas de pensar fuera de tiempo en la conveniencia que tenía aquel bipartidismo. No entro a valorar sus excesos, que los hubo, ni su traducción concreta en políticas más o menos pendulares o continuistas. Pienso en la capacidad que nos dieron de generar comunidades de intereses tan amplias como contingentes en las que fuimos capaces, y todavía lo seremos, de convivir con diferentes.
Siempre me gustaron los restaurantes de cartas cortas, porque te dan el trabajo hecho y porque presuponen en los clientes una cierta condición adulta. Y hasta sufrida. La fragmentación de partidos es la traducción política de las cámaras de eco y todas las nuevas alternativas, platajuntas o agregaciones de intereses hiperconcretos me siguen pareciendo más propias de un menú infantil que de un ejercicio responsable de decisión. Y, sobre todo, me parece que anuncian peligrosamente la antítesis de lo que es una comunidad política.
El mercado de los partidos cada vez se parece más al de las lavadoras, donde la única pulsión del fabricante es multiplicar la oferta hasta aturdirnos. Que nuestros intereses pudieran ordenarse en torno a dos grandes partidos, uno conservador y otro progresista, exigía y aún exige que en el seno de esos colectivos pudiera discutirse. Eran amplios porque cabía casi todo y en su generalidad se admitía una saludable divergencia. Un partido es grande cuando se hace capaz de establecer recursos de conversación y disenso donde alojar las diferencias legítimas.
Es probable que nuestro mal endémico no sea ya la polarización binaria, sino la neurótica fragmentación de identidades políticas que además de prolongar los extremos multiplican las causas. Creamos comunidades cada vez más pequeñas no porque se haya gourmetizado nuestra sensibilidad, ni tan siquiera porque hayamos refinado nuestra inconformista exigencia. Sospecho que formamos partidos nuevos porque nos soportamos cada día menos. Y es una pena. Ahora pienso que fue un bendito aquel que inventó lo de un hombre, un voto. En no mucho tiempo acabaremos teniendo un partido un por cabeza. O incluso dos, que para eso estamos todos al borde de la esquizofrenia.