Calaveras y genios
«El calavera siempre ha formado parte de nuestro paisaje político, ya que nuestra historia está llena de arribistas»
La política puede observarse como un cuadro de costumbres privadas, y solo bajo esta óptica se entienden muchos de los tejemanejes que se producen dentro de los partidos, e incluso dentro de nuestras instituciones. Es más, si analizamos la política y la historia bajo un costumbrista vemos que, como dijo Larra, «muchos de los importantes trastornos que han cambiado la faz del mundo, a los cuales han solido achacar grandes causas los políticos, encuentran una clave de muy verosímil y sencilla explicación en las calaveradas».
Los prototipos más característicos de los calaveras dentro nuestra antropología cultural se dividen y subdividen en dos artículos que yo encontré por casualidad en el Museo del Romanticismo, en Madrid, hace algunos años. El calavera es esencialmente español, como nuestro Larra. Podríamos hoy recuperar este curioso personaje para hablar de nuestros políticos y de algunos personajes públicos, ya que muchos de ellos comparten aquellos dos rasgos que son comunes a todos los subtipos del género: el «talento natural», es, decir, no cultivado, y la «poca aprensión», entendida como una indiferencia filosófica hacia el qué dirán.
El calavera, como prototipo español, siempre ha formado parte de nuestro paisaje político, ya que nuestra historia está llena de oportunistas, de arribistas que solo logran concebir la política como un ejercicio de personalismo. Esta semana el despiste del señor Casero se ha ventilado con una calaverada política. Siguiendo el principio utilitarista que supuestamente justifica la existencia del voto telemático, un error humano o informático no debería impedir que el voto sea el resultado exacto de la voluntad de la Cámara. Esta semana hemos aprendido que la interpretación de las normas no debe ser favorable al sentido del voto de los diputados, sino a la voluntad de la presidenta de la Cámara.
Por estas cosas la política puede acabar pareciendo una cosa como muy chulesca, donde gana el tramposillo, el calavera. El calavera de Congreso es como el calavera langosta, es jugador, español nato, y gran billarista además. Calavera es, para Larra, el tramposo, o trapalón, el parásito, el que comete picardías, el que sabe aprovechar un despiste ajeno. Y qué despiste, señores. La oposición aún no se ha enterado de que las reglas del juego están para saltárselas, podrían empezar por leer a Larra.
Los tejemanejes pueden ocasionar importantes trastornos en nuestra democracia. Cuando no rige el reglamento, rigen las calaveradas. ¡Tonto el que tropiece en la siguiente! Hay un asunto curioso y fascinante que se repite en la historia de nuestra política. Si la señora Batet gana la batalla jurídica, toda esto pasara de ser una tremenda calaverada a ser una genialidad que estudiarán en los libros de historia política. Esto es así porque las calaveradas se juzgan siempre por los resultados y «por consiguiente a veces una línea imperceptible divide únicamente al calavera del genio, y la suerte caprichosa los separa o los confunde en una para siempre».
Si hoy en el Congreso triunfan el linchamiento y reina el tejemaneje y la trampa por encima de las leyes es porque los políticos saben que sus calaveradas se juzgan por sus resultados y tendrán éxito. La semana que viene todos nos habremos olvidado del asunto y ellos tendrán su reforma laboral, que ya celebraban con abrazos efusivos. Los calaveras que triunfan están sentados en el gran libro de nuestra historia como grandes hombres, desde Colón hasta Bonaparte. El éxito convierte a la calaverada en una genialidad política, y el ciudadano castigará al patoso señor Casero, o a su partido, mientras que el calavera ganador será recordado como un genio.