THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Canción triste de San Jerónimo

«Es inevitable preguntarse si la degeneración de las prácticas democráticas en nuestro país no terminará por acarrear consecuencias tangibles»

Opinión
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Canción triste de San Jerónimo

Diputado Alberto Casero. | Europa Press

Aburrirse en España es imposible, aunque en el fondo todo sea aburridísimo: la semana pasada pudimos solazarnos con el contraste entre los escrúpulos democráticos que expresaba un sector de la opinión pública cuando se trataba de dilucidar la candidatura ganadora en el Benidorm Fest y la rapidez con que se despachó la queja del diputado popular que afirmaba haber visto conculcado su derecho al voto durante la sesión en que se dirimía la aprobación definitiva de la reforma laboral. En un caso, el juicio de los expertos se ha considerado una afrenta intolerable contra la voluntad popular; a la amarga queja del torpe señor Casero se ha respondido en el otro con la lógica de los juegos infantiles: lo que se da, no se quita. Para terminar de enredar las cosas, los diputados de UPN desoyeron las instrucciones de su partido y votaron a su aire; hay quien los llama «tránsfugas». Por suerte o por desgracia, se nos ha entrenado para el cinismo: sabemos que lo que dicen los partidos y sus acólitos no posee ánimo alguno de coherencia; solo se trata de ir tirando hasta las siguientes elecciones. De los modales de sus señorías, con el inefable Teodoro García Egea a la cabeza, mejor ni hablamos: el parlamento lleva un tiempo pareciéndose a la barra de un bar.

Si uno pudiera dedicarse a sus asuntos privados y mantener una distancia prudencial con la vida pública, todo esto daría un poco igual: hay muchas cosas que hacer. Sin embargo, es inevitable preguntarse si la degeneración de las prácticas democráticas en nuestro país no terminará por acarrear consecuencias tangibles. No hablo ya del pobre nivel argumental de nuestros diputados, sino de los efectos que su incapacidad colectiva para tomar buenas decisiones puede acabar teniendo en el bienestar de los españoles. La tutela de Bruselas protege —hasta cierto punto— de los grandes desastres, pero poco puede hacer ante los declives sostenidos que uno se empeña en cultivar. Degradar la institución parlamentaria, seguir cediendo competencias a las comunidades gobernadas por las formaciones nacionalistas o eludir de manera irresponsable el drama matemático de las pensiones son buenas muestras de una pulsión suicida de la que el suicida no es siquiera consciente: vamos tomando tranquilizantes sin llevar la cuenta.

Podría pensarse que estamos ante la consecuencia inevitable de la fragmentación parlamentaria: la consabida fábula de quien soñó con ser Dinamarca y se conforma con parecerse a Italia. Estamos constatando que la cultura importa tanto como las instituciones: el cumplimiento de las reglas informales no puede garantizarse mediante reglas formales, ni el respeto a los procedimientos asegurarse con nuevos procedimientos. Pero es que la nuestra no es una fragmentación cualquiera, sino una que fortalece a los extremismos ideológicos y los particularismos territoriales: de unos años a esta parte, crisis económica y procés mediante, el protagonismo de los partidos destituyentes —como los describe Ignacio Varela— no ha hecho sino acrecentarse. No les han faltado votantes y los partidos grandes han preferido entenderse con ellos en vez de forjar una alianza en el centro: esas extravagancias se las dejamos a los alemanes.

Como no podía ser de otro modo, la relevancia otorgada a esas fuerzas políticas ha causado una distorsión de la conversación pública, que por momentos se ocupa menos de debatir el modo en que hayan de abordarse racionalmente los problemas que nos afligen que de cuestionar la legitimidad del sistema constitucional. Súmese a eso la campaña electoral permanente montada por los asesores de comunicación de todos los partidos y se comprobará que nuestra democracia carece de la serenidad decisoria indispensable para afrontar los desafíos que tiene por delante. El fracaso del espíritu reformista nacido de la crisis financiera no contribuye precisamente al optimismo y tampoco es que las jeremiadas de los opinadores —servidor incluido— sirvan de mucho. Pero, ¿exageramos, quizá? Tal vez las cosas podrían cambiar, aunque ahora mismo no se vea cómo: ahí reside la incierta belleza del futuro. Y mientras no sea para mal, habrá que conformarse.

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