THE OBJECTIVE
José García Domínguez

Adanero, Sayas y el pequeño tirano invisible

«Seres acostumbrados a trajinar con la presión de todo tipo de poderes fácticos se vienen abajo ante el acoso de sus propios seguidores en las redes sociales»

Opinión
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Adanero, Sayas y el pequeño tirano invisible

Adanero y Sayas, en el Congreso.

Desde el 14 de mayo de 1994, cuando Djukic falló aquel penalti ante el portero del Valencia, en España no se había vuelto a vivir nada igual. Pero lo del desolado tribuno Casero, gafada rémora del viejo universo analógico en el nuevo mundo digital, solo cabe catalogarlo en el apartado de los cisnes negros. El pobre Casero es un cisne negro cacereño. De ahí que, más allá de levantar acta de la chanza ubicua, ensañamiento general en el que un físico poco agraciado siempre ayuda a exacerbar la crueldad de la masa en ese ámbito -el de la nueva política espectáculo- donde el atractivo erótico y la belleza corporal cada día pesan más, no cabe darle ulteriores vueltas analíticas al asunto. A fin de cuentas, lo de Casero solo ha sido fruto de un negro azar. Apenas eso. Lo digno de reflexión, por el contrario, conduce a los navarros. Dos profesionales de la política a tiempo completo, único oficio que han ejercido ambos a lo largo de su trayectoria laboral toda, joven y próximo a la cumbre de su carrera el uno, ya otoñal y en extremo curtido en los arcanos de su ocupación cotidiana el otro, se arriesgan de modo temerario a lanzar por la borda su propio futuro personal en una maniobra kamikaze acordada de consuno en pocas horas. Difícil entenderlo.

Al cabo, la diferencia entre un liberado de la política y los simples aficionados que gritan desde las gradas reside en que, a diferencia de lo que ocurre con los diletantes, siempre poseídos por impulsos emocionales básicos, entre los peritos versados impera el cálculo racional y desapasionado a la hora de tomar decisiones. Si bien se podría argumentar que esa norma general pierde vigencia cuando se trata de una cuestión que afecte a los grandes principios. Pero, no nos engañemos, lo que se votaba el otro día en el Hemiciclo no era la proclamación de la Tercera República o la final absorción de la Comunidad Foral de Navarra por Euskadi, sino una simple modificación cosmética de la legislación laboral, inocuo parche acordado sin fricción mayor entre patronos y asalariados. La fantasía de hacer caer el Gobierno y convertirse de repente en los Daoiz y Velarde de la derecha capitalina tenía que ser, claro, muy tentadora. Pero en un somero análisis coste-beneficio, que es lo que se espera de todo profesional bregado, debería haber primado la incertidumbre sobre el riesgo de esa jugada.

El riesgo se puede medir y gestionar políticamente; la incertidumbre, no. Y, antes de lanzarse de cabeza al vacío, los suicidas navarros tendrían que haber previsto la conducta racional de otros, los de Esquerra, que igual acabarían conduciéndose de un modo tan o más irracional incluso que ellos mismos. Porque lo racional hubiera pasado por una abstención de ERC explicitada en el último segundo. Pero no. Resulta que Esquerra, y por motivos muy parecidos a los de los tránsfugas de UPN, también andaba dispuesta a suicidarse. Así, la casi segura disolución de la Cámara tras una derrota del Ejecutivo hubiera colocado a la Generalitat ante el horizonte de lidiar con una entente de PP y Vox en la Moncloa. Y dentro de nada. Las gotas de sudor frío todavía deben resbalar, lentas y cansinas, por la frente de Junqueras. Por lo demás, llueve sobre muy mojado. El propio Junqueras acabó en la cárcel e inhabilitado de por vida tras otro alarde mancomunado de irracionalidad extrema no mucho menos incomprensible.

Ni la efímera declaración de independencia de Cataluña ni bullangas mucho menores, como lo del otro día en el Congreso, habrían acontecido en un mundo, el de ayer, sin redes y sin internet

Descartadas tanto la eventual corrupción personal como la necia impericia en el quehacer, dos hipótesis fuera de lugar en el caso que nos ocupa, la pregunta pertinente es por qué los axiomas formales de la teoría de juegos semeja que han dejado de resultar válidos para prever tantas conductas políticas. Y la respuesta a ese misterio aparente pasa por las redes sociales. Porque, y ahí va la tesis de este artículo, ni la efímera declaración de independencia de Cataluña ni bullangas mucho menores, como lo del otro día en el Congreso, habrían acontecido en un mundo, el de ayer, sin redes y sin internet. Aquí y allá, en todas partes, dirigentes políticos hechos y derechos, seres acostumbrados a trajinar con la presión de todo tipo de poderes fácticos en los despachos, ceden y se vienen abajo ante el acoso irritado y vociferante de sus propios seguidores en las redes sociales.

Una presión constante, la de esos pequeños tiranos anónimos que habitan en los patios de vecindad virtuales, verbigracia Twitter, que igual sufre la prensa, cada vez más obligada a subir el diapasón del radicalismo partidista a fin de no verse orillada por un público consumidor instalado en burbujas autorreferenciales, mónadas donde solo se escucha y se interactúa con otros que piensan exactamente lo mismo. Otro catalizador de la polaridad. No es ninguna exageración, ya no. Las redes, con su permanente histrionismo fanático y maximalista, están logrando distorsionar la percepción de la realidad – y la consiguiente toma de decisiones- de los propios actores políticos. Escribió Walter Lippmann en sus memorias: «No hay poder financiero que resulte la décima parte de corruptor, de insidioso y de hostil para la originalidad y las declaraciones hechas con franqueza que el temor a la opinión de los lectores de una revista. Por cada dato que se suprime para no perjudicar a una compañía ferroviaria o un banco, se suprimen nueve para no ofender a los prejuicios de los lectores». Pobre Lippmann, murió en 1974 sin sospechar siquiera que la suya iba a ser la última época gloriosa de la libertad de pensamiento, expresión y acción política en el mundo.

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