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Argemino Barro

Putin y Ucrania: el significado de la fuerza

«La guerra siempre ha sido un instrumento de prestigio y de obtención de poder, y Putin, que empezó su mandato allanando Chechenia, es un jefe guerrero»

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Putin y Ucrania: el significado de la fuerza

Vladimir Putin | AFP

Visto de reojo, es comprensible que Vladímir Putin genere fascinación. Ahora mismo tiene al mundo temblequeando. Hace tres semanas que los países miembros de la OTAN se levantan y se van a la cama pensando en él, en Putin. Es como si los rondara un tiburón. ¿Qué tendrá previsto? ¿Qué pretende? ¿Qué hay detrás de esa máscara totémica, cristalizada por más de 20 años de ejercicio del poder? 

Ernest Hemingway dijo que la elegancia es gracia bajo presión. La palabra cool, «frío», significa exactamente eso: una persona cool, una persona que mola, es aquella que puede hacer cosas difíciles o arriesgadas sin calentarse, manteniéndose fría. En calma. Ese es Putin: 120.000 efectivos desplegados en torno a Ucrania. Una cuerda que se tensa y se tensa, y que solo él sabe cuándo se va a romper.

Los autócratas viven del lenguaje de la acción y de la fuerza. La guerra siempre ha sido un instrumento de prestigio y de obtención de poder, y Putin, que empezó su mandato allanando Chechenia, es un jefe guerrero. Un líder fuerte. 

Pero, ¿qué es, en realidad, un líder fuerte? El historiador Stephen Kotkin, durante una charla sobre Stalin, puso un ejemplo. Imaginemos que el presidente de EEUU, mientras se está duchando, se resbala y se rompe la crisma. ¿Qué sucedería? Muy fácil. El vicepresidente o vicepresidenta ocuparía su lugar, y, al cabo de un tiempo, habría elecciones y la democracia se renovaría en las urnas. El sistema seguiría funcionando, sostenido por unas reglas estructurales claras y precisas.

¿Qué sucedería, en cambio, si algo así le pasara a Vladímir Putin? ¿Quién ocuparía el vacío? ¿Hacia dónde iría Rusia? ¿Qué pasaría, digamos, con Chechenia? ¿O con los disidentes que están en la cárcel? ¿Cómo lo aprovecharían las potencias extranjeras?

Toda esa fortaleza se haría añicos. Daría paso, probablemente, al caos. O no. El problema es que no hay manera de intuirlo.

Volviendo a suelo firme: toda esa actitud alfa, asertiva, inesperada. Los viajes por Rusia para abroncar a los gobernadores delante de las cámaras de televisión, el amago de darle un puñetazo a un sacerdote, el hablar corto y pragmático, Crimea, el Donbás y ahora esos 120.000 soldados. La fuerza. ¿Qué resultados deja en Ucrania? 

Este país solía tener dos balcones: uno que miraba a Europa y otro que miraba a Rusia. El electorado de Ucrania estaba repartido más o menos equitativamente entre ambos, como demostraba, por ejemplo, la popularidad del Partido de las Regiones en las provincias del este y el sur.

Lo que ha hecho el líder fuerte, ocupando Crimea y encendiendo una guerra en el Donbás, es quitar a Ucrania los millones de votantes prorrusos que viven en estos territorios. Como consecuencia, el balcón que mira a Europa es ahora mucho más amplio que antes. En él cabe más gente. El balcón que se asoma a Rusia, en cambio, ha menguado. Le han restado millones de electores.

No solo eso. Aquellos votantes del resto de Ucrania que podían albergar simpatías mixtas, que se decían rusos o que habían nacido en Rusia, o que simplemente sentían un apego personal y cultural hacia aquel país, han ido siendo invitados, por el propio Putin, a darle la espalda. Las regiones fronterizas del Donbás ven lo que sucede en esas dos repúblicas zombis de Donétsk y Luhánsk: la pobreza, los cortes de agua y luz, el limbo en el que viven sus habitantes.

Rusia alimenta a los rebeldes. Les da dinero, armas, combustible y, si es necesario, tropas. También ha dado algunos pasos que podrían apuntar a una futura anexión, repartiendo pasaportes y dándoles a los habitantes el derecho de voto en Rusia, pero nada más. No hay empleo, pensiones, oportunidades o futuro. Y van casi ochos años.

Esto es lo que ven los ciudadanos de lugares como Járkiv o Mariúpol, o de las zonas de Donétsk y Luhánsk que están bajo control ucraniano. Ven cómo quienes viven en los territorios separatistas salen de allí para ir al cajero, comprar comida o cobrar el dinero de la pensión que les sigue pagando Ucrania. Ven a personas desamparadas y en medio de una guerra. 

En cambio, Ucrania, con todos sus problemas de corrupción y de gobierno, sigue adelante. Su economía está mejor que hace ocho años. Y sus presidentes cambian en las urnas. De hecho, en 30 años solo uno ha repetido mandato. El parlamento está engrasado por el dinero oligárquico, pero hay muchas voces, y muy distintas.

Una de las cosas que ha hecho el presidente, Volodímir Zelensky, es construir carreteras nuevas. El Donbás ocupado se cae a pedazos. Si sales de él, hay servicios, tiendas, elecciones libres y carreteras nuevecitas por las que circular sin destrozar la suspensión del vehículo.

Luego están los 120.000 soldados rusos en la frontera, armados con misiles Iskander, aviones de combate Su-35 y comandos Spiznatz de las fuerzas especiales. Un despliegue masivo, mucho mayor al que jamás habrían justificado unas maniobras, y de características ofensivas. Si lanzan esa invasión a gran escala, esos ucranianos que todavía creen que Rusia es el camino a seguir morirán igual que el resto, tiroteados o aplastados bajo los escombros de las ciudades bombardeadas.

Como resultado de estos cambios, el principal partido prorruso, Plataforma de Oposición – Por la vida, considerado heredero del Partido de las Regiones, solo tiene 44 escaños en el parlamento. Aproximadamente un 10% del total. 

Desde Kyiv a Mykolaiv o a Mariupol, no dejo de escuchar lo mismo: el mejor aliado de la OTAN y del nacionalismo ucraniano es Vladímir Putin. A la OTAN la obliga a aumentar su presencia militar en el este de Europa, sus miembros liman asperezas, se ponen de acuerdo e invierten más en presupuesto militar, revirtiendo la tendencia anterior a la anexión de Crimea en 2014. 

Respecto al nacionalismo, ahora en Ucrania hasta los partidos prorrusos, tal es el caso de Plataforma de Oposición, se declaran proucranianos y tienen sus páginas web en ucraniano. El Gobierno de Petro Poroshenko tomó medidas claramente nacionalistas, y el de Zelensky, pese a ser él mismo un rusohablante del este, mantiene muchas de estas medidas. Entre otras razones, porque una mayoría de la opinión pública las apoya.

El observador Alexander Baunov, del Carnegie de Moscú, dice que la asertividad de Rusia se explica por varias razones: su actual ventaja tecnológica militar sobre la mayoría de los países de Occidente, con un ejército grande, disciplinado y con armas modernas; una creciente alianza con China, que permitiría a Rusia cambiar el peso de sus relaciones comerciales hacia oriente, en caso de padecer más sanciones. Y el convencimiento de que lo último que quiere Europa es una guerra, y que, por tanto, sus líderes estarán dispuestos, al final del día, a conceder a Rusia sus demandas.

Y quizás le vaya bien a Putin. Quizás obligue a la OTAN a firmar algún compromiso secreto sobre Ucrania, o a retirar misiles, o tropas, o consiga influencia en las provincias separatistas del Donbás. Pero Ucrania, esa cuna de la civilización rusa, el granero del imperio, el «mismo pueblo»; de ella, parece, se puede ir olvidando.

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