THE OBJECTIVE
David Álvarez de la Morena

El día en que Jardiel Poncela se dejó morir contra su voluntad

«Eligió el camino más penoso y difícil: dejarse morir. ¡Años le costó a Jardiel Poncela consumar su deseo!»

Opinión
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El día en que Jardiel Poncela se dejó morir contra su voluntad

Enrique Jardiel Poncela.

Los servicios funerarios se hacían esperar aquella mañana de lunes en el ático de Infantas, 40, donde acababa de fallecer el genio. El motivo de la tardanza era idéntico al que le perseguía desde hacía años, y no era otro que «aquel cuerpecillo inánime de Jardiel era tan insolvente como en la última etapa de su vida», relata Miguel Martín en El hombre que mató a Jardiel Poncela. Cuando al fin llegaron, los empleados de pompas fúnebres prepararon allí mismo el duelo, dejando la mesa de luto y los pliegos de rigor para las firmas, cruzaron la salita en cuyas paredes Jardiel había caligrafiado la frase «los primeros días del infierno son terribles», y se encaminaron al lecho mortuorio, donde descansaba el escritor, tan delgado «que parecía levitar sobre la cama desnuda, como si le faltara peso para yacer», cubierto por una bandera española a modo de sudario. A los pies aguardaba Boby, su leal alsaciano, que desde entonces dejó de comer y que se reuniría con su amo antes de que acabara el mes.

Enrique Jardiel Poncela guardaba aquella bandera desde hacía un año para que le acompañase «en el último momento de vida», aunque la compra supuso un dispendio para su maltrecha economía. Cuando le preguntaban qué le había dado España para gastar en banderas lo poco que tenía, espetaba: «La oportunidad de no ser inglés o francés, ¿te parece poco?».

La víspera de aquel fatídico 18 de febrero de 1952 se le había diagnosticado una neumonía «contra la que carecía por completo de resistencia física», relataría el ABC del día siguiente. Pasó casi todo el domingo en letargo gracias a la penicilina, aunque ya el día anterior había dejado de comer, obsesionado solo por sacar un billete de tren a Zaragoza para visitar a su venerada Virgen del Pilar. «Su estado era tal que sin la intervención de tan Divina Señora no hubiera podido ni llegar a la puerta de su casa», contaría César González Ruano, que lo vio dos veces aquel sábado, las últimas visitas a una celebridad que hacía tiempo que había dejado de recibirlas. 

Ni siquiera Ramón Gómez de la Serna, su amigo y maestro –«Ramón fue quien trajo las gallinas», contaba–, acudió a verle cuando llegó a Madrid, aquejado de una «flebitis súbita» que le impedía subir las escaleras hasta el ático de Infantas, aunque también influyó su hipocondría y su temor «al contagio y a la muerte», como entendió el propio Jardiel, que le disculpó en una última carta.

En el mismo lecho se despidió de sus hijas Evangelina y Mariluz, y de Carmencita, madre de la segunda y «su mujer» tras 18 años de convivencia soportando con abnegación las crisis y ligerezas del literato, que no quiso casarse con ella ni siquiera en articulo mortis por no postergar a su primogénita.  

Escribe Miguel Martín que el autor de Morirse es un error –como tituló originalmente Cuatro corazones con freno y marcha atrás, estrenada en 1936 y que tuvo que rebautizar porque en aquella época dejó de haber muertes ‘erróneas’– «pudo haber terminado con su vida, porque valor no le faltaba, y además era tan romántico como Larra o Espronceda. Sin embargo, eligió el camino más penoso y difícil: dejarse morir. ¡Años le costó a Jardiel Poncela consumar su deseo!», relata Martín. El cáncer de laringe que le fue royendo los últimos siete años se alió con los sucesivos fracasos económicos y sentimentales hasta extinguir a quien fue el mayor renovador del teatro humorístico del siglo pasado.

La ruinosa gira americana

Su descenso a los infiernos había comenzado antes. Concretamente en marzo de 1944, en Buenos Aires, donde el empresario Enrique Jardiel Poncela arrancó con su propia compañía teatral una prometedora gira por América «donde se jugaba más que la vida: se jugaba el oro», según publicó Jacinto Miquelarena. El autor llegaba convencido del éxito de su teatro, pero ignoraba que aterrizaba en unas coordenadas espacio temporales nefastas: el continente era entonces un avispero donde la influyente emigración republicana en el exilio convertía cualquier misión artística en «una misión al servicio de Franco», aunque sus obras ni rozaran lo político.

La compañía representó siete obras en los siguientes meses, pero apenas hubo días tranquilos: en los teatros se sucedían los boicots, las pintadas y las amenazas de bomba, y en alguna función llegaron a disparar perdigones a los actores. En Montevideo solo pudieron actuar cinco días de los 40 firmados, y regresaron a Argentina, donde esperaron un mes para tomar el barco de vuelta. Todos los sueldos, la estancia y la manutención corrió a cargo de Jardiel, que tuvo que pedir un crédito a la Sociedad General de Autores. Doce años después de la muerte del escritor, Alejandro Casona, exiliado en Argentina, reconoció «aquella injusticia», que justificó porque «las pasiones estaban vivas; la guerra civil era un hecho demasiado reciente», cuenta Rafael Flórez en su Mío Jardiel, la primera biografía del autor. 

Pero no las desgracias no eran solo materiales. A la ruina económica se le sumó la sentimental cuando Carmen, otra actriz de la compañía –la «Carmen mala», como la citan todos los biógrafos– con la que mantenía un idilio, le abandonó durante la gira. Sobre aquel regreso, escribe Jardiel: «Llegué a Bilbao deshecho. Ignoro cómo viví, qué dije, que hice ni qué pensé durante todo el mes de diciembre (…) En enero cogí unas cuartillas y escribí una comedia: Tú y yo somos tres. ¿Se comprende que se pueda escribir una comedia cuando se está muerto por dentro? No se comprende, pero se puede hacer: yo lo he hecho».

El éxito de la obra le sirvió para recuperar cierta estabilidad económica, pero siguió en una profunda depresión y ese mismo año (1945) comenzó a sentirse enfermo. Su hija Evangelina recordaría que lo que antes escribía en dos semanas ahora le costaba meses, pero todavía tendría fuerzas para montar varias obras más. No obstante, sus enemigos –críticos y autores por debajo en el escalafón, principalmente– habían olido la sangre y afilaban ya sus colmillos para saltar a por la ansiada presa.

La batalla de los estrenos y la salud

En 1946 sube a escena Agua, aceite y gasolina, donde el primer día los reventadores provocan una batalla campal que deja heridos en el patio de butacas; también estrena El sexo débil ha hecho gimnasia, con la que obtendría el Premio Nacional de Teatro; y apenas un año después sube el telón en el Teatro Cómico de Como mejor están las rubias es con patatas, que se lleva un pateo escandaloso que Jardiel encaja estoicamente: «Se van perfeccionando: ha sido un ‘meneo’ de no te menees», le dice a Miguel Martín, báculo del escritor los últimos años. 

Para entonces, los reventadores y el morbo creado en cada estreno habían intoxicado toda crítica, pero en esta ocasión el desastre fue mayor porque Poncela había vuelto a cometer el error de ser el empresario de la obra. Como mejor están las rubias fue «el mayor escándalo teatral de todos los tiempos y, en consecuencia, el cataclismo económico», lo que terminó por abocarle a la desesperación. Abandonado por casi todos –«disminuido por un bosque de espaldas», escribiría Ruano–, con su salud empeorando y una capacidad de trabajo mermada, trató de combatir la depresión a base de un compuesto anfetamínico llamado centramina y agarrándose a amuletos como una emotiva carta de Jacinto Benavente, «un salvoconducto que le permitió transitar cuatro años más de vida».

El ‘felón’ doctor Fleming

Su nieto Enrique Gallud niega que Jardiel se dejara visitar por médicos o que no tomara medicamentos –sufrió durante siete años «una enfermedad grave que acabaría con él y ningún doctor pudo hacer gran cosa por ayudarle»– si bien varios testimonios señalan su resistencia a dejarse reconocer por un galeno. Ni siquiera por el doctor Marañón, al que una y otra vez le recomendaba el propio Ruano, con idéntica respuesta: «César, yo nunca haría contigo una cosa así…». 

El escritor siempre recordaría que los médicos no habían impedido la muerte de su madre cuando él era aún joven. Estaba convencido de que la naturaleza primaba a la hora de curarse, elogiaba al inventor de la homeopatía –al menos hasta que acudió a la consulta de un homeópata– y a los actores aprensivos les recomendaba una receta simple para aliviar todo mal: «Jamón y jabón». Tampoco creía en la eficacia de los fármacos, aunque era adicto a las anfetaminas y la cafiaspirina, una combinación de aspirina y cafeína con la que podía producir sin descanso: «En muchos de mis estrenos debería salir a saludar el representante de la Casa Bayer», decía.

En la nochebuena de 1949, apenas dos años antes de su muerte, comenzó a sentirse especialmente mal y, aprovechando su estado febril, su amigo y admirador, el doctor Suils, le reconoció –le diagnosticó una pleuresía– y le inyectó penicilina. Cuando Jardiel despertó y vio en la mesilla aquel frasco con el invento del «felón» doctor Fleming, montó en cólera: «He mejorado a pesar de la penicilina. Fleming, como buen británico, habrá atacado a traición a los microbios».

Y es que su inquina hacia los médicos, más literaria que personal, solo era comparable con la que tenía hacia los británicos, inducida por cómo estos se habían portado con su idolatrado Oscar Wilde pero, sobre todo, por el plagio que Noel Coward perpetrara de su obra Un marido de ida y vuelta, estrenada en 1939 y fusilada de manera inmisericorde en su versión inglesa Un espíritu burlón.

El último que intentó que Poncela se sometiera a un reconocimiento fue otro prestigioso, el doctor Jiménez Quesada que, ante su negativa, le espetó: «No me diga usted que hace con su vida lo que quiere porque no es solo suya: pertenece también a todos los que le admiramos, ¡es patrimonio de todos los españoles!», a lo que Jardiel, postrado en la cama, contestó: «No me haga finales de acto, Jiménez». 

Adiós al «forito»

A partir de 1950 vivió al día, con apenas una colaboración habitual en El Alcázar por todo ingreso, y apremiado por los acreedores. «Nada preocupó tanto a Jardiel como no poder cumplir con esos pequeños compromisos», señala Martín. En aquellos tiempos solo fue ayudado por amigos como Fernando Fernán Gómez, mientras que instituciones como la SGAE le reclamaban los préstamos solicitados durante la enfermedad y llegaban a embargar los ingresos de sus comedias. Cuando fue a pedir un adelanto a su presidente y antiguo amigo, Jacinto Guerrero, este le repuso: «No te voy a prestar el dinero. Me he convencido de que estás enfermo y que lo que tienes que hacer es no escribir nada, sino cuidarte», y le despidió, tras regalarle un frasco de penicilina.

Con La Codorniz no fue mejor. El célebre semanario humorístico sí le había adelantado algo de dinero a cambio de que escribiera una veintena de artículos, pero un ya disminuido Jardiel solo pudo enviar 17 en el plazo fijado. Para cobrarse la diferencia, le embargaron su Ford V8, su «Forito», quizá el mayor tesoro material que había alcanzado y «última de las posesiones de un hombre que ya no podía casi ni caminar», describe Martín. «Para ser un semanario humorístico, no se andan con bromas», comentó Jardiel. La procesión iba por dentro. «He venido a depositar la documentación de un automóvil que me han robado legalmente», alegaría en el juzgado.

Su última opción fue visitar al alcalde para explicarle su invento de escenario móvil con el que pensaba revolucionar el teatro, acercándolo al cine. Tampoco prosperó. Pocos meses antes de morir, le cortaron la luz justo en la víspera de una conferencia que debía dar en el Ateneo, titulada Dos mil trescientos años de teatro sin gracia. Le pilló con el discurso a medio hacer, pero pudo terminarlo –«escribiré como estoy: a dos velas»–. La conferencia resultó un éxito y sobre todo sirvió para, con las 1.800 pesetas cobradas, recuperar la electricidad y el teléfono.  

Un sarcasmo póstumo

Lucía el sol pero no calentaba aquella mañana del martes 19. Una hora antes del sepelio, la calle de las Infantas aparecía llena de público, sin que apenas pudiera transitarse por ella. «Una manifestación de duelo imponente», diría el ABC. Jardiel ya lo había dejado escrito: «Los muertos, por mal que lo hayan hecho, siempre salen a hombros».

La comitiva, encabezada por veteranos amigos, transportó a hombros el cadáver envuelto en la bandera nacional, hacia la Plaza del Rey, girando por Barquillo para salir a Alcalá. Allí estaban Tono, López Rubio, Buero Vallejo, Fernán Gómez, Joaquín Calvo Sotelo o Gustavo Pérez Puig. Ni un solo ministro de la dictadura, representada esta por el director general de Cine y Teatro. Tampoco lucía el féretro ninguna condecoración póstuma, tan del gusto del régimen. Quien sí estaba en ese camino era su público, las gentes de Madrid que murmuraban ante el paso: «Dejar morir a ese hombre en la indigencia…», o «con lo que ese hombre ha hecho por el teatro español».

La escolta de vehículos que le trasladaría hasta la vieja e historiada Sacramental de Santa María –«donde no estuvimos muchos alrededor de su tumba», recuerda Fernán Gómez– estaba instalada antes de llegar a Cibeles, donde se rezó un responso. Fue un último y tremendo sarcasmo: el duelo del escritor muerto en la más absoluta pobreza se despedía en la mismísima puerta del Banco de España. Los actos fueron organizados y costeados por la SGAE, que saldaría sus deudas con la reposición de sus obras.

«El humorista más completo del siglo»

Jardiel Poncela había muerto justo en la floración de los almendros, como aquel que guardaba el descanso de su Eloísa, y su fallecimiento dejó sin lucidez literaria al indiscutido mejor necrólogo español. César González Ruano, al que los muertos se le daban como nadie, escribió que «otros sabrán decir lo que la congoja no permite en mí sino balbuceos» y, recordando sus más de 30 años «de apretada amistad», auguró que la muerte daría al genio «todo lo que tozuda y cicateramente le negó al final de esta áspera vida de nuestras letras», para rematar: «Enrique entra hoy por derecho propio en la Plaza Mayor del Recuerdo, ocupando, con su mínimo volumen, el caballo ecuestre de la estatua que le corresponde en la historia de nuestra literatura española como el humorista más completo que nuestro siglo ha dado». Unas alabanzas que el propio Jardiel habría podido firmar sin la mayor jactancia, pero que sabía que, una vez ido, le igualaban al resto de los mortales. «Si queréis los mayores elogios, moríos», dejó escrito en su epitafio.

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