THE OBJECTIVE
Ernesto Hernández Busto

Palacios de paciencia

«La poesía tiene la capacidad de nombrar sensaciones familiares que, sin embargo, no alcanzamos a definir»

Zibaldone
Comentarios
Palacios de paciencia

Ales Krivec (Unsplash)

Suelo pasar el primer mes del año entre poemas. Traduciendo, que es, como se sabe, la forma más atenta de leer (aunque no siempre la más placentera). Descubrí, por ejemplo, un largo poema de Richard Wilbur (1921-2017), «Year’s End», y el deslumbramiento me llevó a intentar una versión que conservara el esquema de rimas.

«Year’s End» tiene cinco estrofas de seis versos, con rimas A-B-B-A-C-C. El metro original es el pentámetro yámbico, con un ritmo discreto, fluido, que yo he convertido en alejandrino. En las primeras estrofas, Wilbur dibuja un típico paisaje invernal que se convierte en reflexión sobre la caducidad y el tiempo perdido:

«Hoy el invierno entierra al año moribundo,

la noche ha acumulado fundamentos de nieve;

desde las calles blandas, vemos un cuarto breve,

las luces congregadas de un ambiente fecundo,

como algún lago helado que bajo el fino hielo

permite todavía un poco de revuelo.

He sabido del viento por el gastado rizo

de orillas vapuleadas, y las hojas tardías

que caen revoloteando, heladas agonías,

como los bailarines después de algún hechizo;

quedó grabado en sombra el gesto de descenso,

monumento perfecto a su propio suspenso».

Richard Wilbur. | Foto: Dominio público

Tras esas evocadoras visiones del mundo hogareño y el paisaje inclemente, el poeta da un gigantesco salto de perspectiva histórica: un millón de años, hacia una glaciación donde coinciden lo íntimo y lo histórico.

«Rozó la perfección la muerte del helecho,

sus frágiles mejillas contra la piedra fría.

Mil milenios. Depuestos, a una larga estadía

quedaron condenados los mamuts en barbecho:

grises y silenciosos palacios de paciencia

que a las tierras del hielo no dieron resistencia».

De ahí, caemos en otro paisaje, aparentemente opuesto: las ruinas cenicientas de Pompeya, al pie del Vesubio:

«En Pompeya, el cachorro que estaba acurrucado

ya no se levantó: durmió profundamente

envuelto entre cenizas, en medio de la gente

incompleta, con manos y con ojos helados:

los hombres que esperaban por el amanecer

para hacer bien aquello que debieron hacer».

Wilbur, que en su momento fue uno de los más famosos poetas norteamericanos (Poeta Laureado, dos premios Pulitzer) y hoy está medio olvidado, quiere que el lector establezca un paralelo entre esta ceniza y la nieve de las primeras estrofas. Al comparar estos «repentinos finales para hacernos pensar», el poeta también entona la agridulce elegía de nuestra era moderna. Corremos hacia el futuro convencidos de que siempre habrá más tiempo («More time, more time») y postergamos nuestros mejores planes por culpa de esa noria. Pero el final nos toma siempre por sorpresa, con todo a medio hacer.

La última estrofa da forma a una contenida melancolía. No hay alegría, pero tampoco desesperación. Uno puede leer el poema como un lamento por la imparable marcha del tiempo, y el hecho de que solo lo muerto ha sido preservado. Sin embargo, «Year’s End» también puede interpretarse como una celebración de nuestra perpetua voluntad de recomenzar. El tiempo, fugaz, sigue su marcha. La nieve se derretirá, la estación pasará, y la gente que aprovecha el Año Nuevo para hacer una lista de propósitos morirá con sus tareas incumplidas. Aun así, cada fin de año somos capaces de celebrar un nuevo nacimiento.

«Repentinos finales para hacernos pensar.

Corremos al futuro, raras veces forjados

salvo en las entretelas de reparos tardíos.

Más tiempo, siempre más. Aplausos a rabiar

llegan amortiguados de una radio enterrada.

Campanas de año nuevo luchando con la nieve».

Corremos hacia el futuro convencidos de que siempre habrá más tiempo y postergamos nuestros mejores planes por culpa de esa noria

Curiosamente, Wilbur abandona sus rimas en los dos últimos versos del poema. Como si la imagen final de esa radio medio enterrada en la nieve, desde donde nos llegan las campanadas amortiguadas, fuera lo más importante. O como si esa liberación de los rigores de la rima evocara también nuestra fuga posible del tiempo cíclico.

En ese punto, la poesía es también lección de vida. Los grandes poetas son como esos mamuts congelados del poema de Wilbur: derrocados palacios de paciencia. En sus versos está la clave del tiempo que nos erosiona mientras, al mismo tiempo, esculpe el lenguaje. (Tal vez no haya una cosa sin la otra).

La poesía, decía Andrei Tarkovski, es una cierta atención al mundo, una manera particular de relacionarse con la realidad. Tiene la capacidad de nombrar sensaciones familiares que, sin embargo, no alcanzamos a definir. Incluso aquellas que para la mayoría permanecen en una especie de limbo inconsciente. Otro gran poeta, Czesław Miłosz, decía que en la esencia de lo poético hay «algo indecente»: del hombre saltan, «como un tigre iluminado / golpeándose los flancos con la cola», cosas que no sospechábamos tener dentro. Muchas de esas intuiciones «indecentes» se deben a la perseverancia melancólica del poeta, al oficio de alguien que fabrica perfectos cristales de hielo y de ceniza.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D