Un rollito de primavera envenenado
«Putin ‘sabe que puede confiar’ en Pekín, según los expertos; pero ¿cuánto?»
El miércoles, cuando Moscú decretó la invasión de Ucrania, la presidente de Taiwan, Tsai Ing-wen, puso en alerta sus sistemas de defensa y vigilancia. «Empatizamos con la situación de Ucrania», había declarado antes la jefa del Estado de la isla enfrente de China y a 8.000 kilómetros de Kiev.
El presidente ruso, Vladimir Putin, acababa precisamente de visitar a su homólogo chino, Xi Jinping, y éste declaró ostensiblemente a la televisión rusa sobre su amigo: «Tenemos una visión similar de la situación en el mundo, tenemos la misma filosofía sobre el gobierno de una nación (…) pero más importante, tenemos una comprensión muy coherente del significado de las relaciones sino-rusas».
Ése «más importante» parece la clave, fundamental, en el comunicado común publicado por Moscú y Pekín, en el que China respalda a Rusia en su «objeción a una expansión de la OTAN». Leído en el contexto del «significado de nuestras relaciones» supone un gran giro chino. Y es lo que hizo a la presidente Tsai ponerse en alerta esta semana: el giro chino alimenta la preocupación sobre si Ucrania puede ser vista por Pekín como la prueba de una nueva geopolítica; y de la largamente ansiada invasión final de la isla de Taiwan.
Si conocidos son los vínculos de interés y camaradería entre los dos mayores autócratas del mundo, los presidentes Xi Jinping, de China, y Vladimir Putin, de Rusia, menos divulgado es el arrobo con que el chino admira las suaves maneras de acero del ruso.
Aunque exactamente coetáneos, Putin es como el hermano mayor y Xi toma nota diligente, lo que obviamente pone la lupa sobre el futuro de Taiwan. Esa vicariedad en el idilio hace que Xi no lo adore, pero sí lo emule con fascinación.
Los chinos, que como se sabe copian, y copian razonablemente bien, no sólo tomaron de Moscú el régimen y la ideología que los une -y que sacó a dos grandes pueblos de la miseria a costa de las mayores masacres de la historia- sino que los orientales han sabido ir depurando las técnicas represivas rusas y su visión imperial del mundo.
El viejo conflicto de «el socialismo en un solo país» o en el mundo empieza a superarlo Pekín tras la caída de la URSS y se podría decir que, después de miles de años dentro de la muralla, en las últimas décadas los chinos están en todas las latitudes, extensivamente, gracias al capitalismo.
El definitivo colapso de Occidente y la alergia al ‘decadente’ pluralismo democrático son, junto a una personal noción viril del ejercicio del poder, las coincidencias que han hecho a estos dos septuagenarios celebrar cumpleaños juntos, jugar a hockey y combinar estrategias.
Xi ha encontrado especialmente ilustrativo y digno de serio estudio el modo en que Putin ha ido liquidando en dos décadas a todo oligarca, político o periodista que se le cruzase en el camino hasta cohesionar un poder omnímodo en torno suyo, del petróleo y la banca a la Iglesia, pasando por unas cuotas bananeras de apoyo ciudadano.
Y todo ello rompiendo amarras con el pasado inmediato -marginalizando a sus predecesores- pero reclamándose en cambo heredero de un pasado muy lejano.
A Xi le gusta eso. Todo eso.
Ana Politkovskaia explicó muy bien la mente de Putin antes de que éste la hiciera matar. Masha Gessen también. Angela Stent, autora de Putin’s World no cree que Moscú haya atacado Ucrania sin el conocimiento de Pekín. En una esfera del mundo tan neo-viril, curiosamente son varias las mujeres que han destacado de modo experto en el análisis de esta nueva política.
Putin «sabe que puede confiar» en Pekín, según los expertos; pero ¿cuánto? Cuando Moscú se anexionó Crimea, Xi confesó la maestría de la jugada: «Ha logrado hacerse con un buen territorio y sus recursos»; Pekín, que hizo un gran negocio a cambio con una millonaria factura de gas ruso, nunca ha querido sin embargo reconocer esa anexión.
Pese a la sintonía e intereses expuestos, China y Rusia son imposibles aliados naturales y, más allá de los líderes, entre las administraciones la desconfianza es vieja y acendrada, por numerosos desencuentros ideológicos, territoriales y económicos. Y, pese a la fascinación personal por las artes represivas y el mundo de Putin, hoy China no es ya el hermano pequeño sino la segunda economía por PIB del mundo, mientras Rusia apenas puede equipararse a la economía del estado de Nueva York y su otrora grandeza ha ido siendo relegada al nivel «gasolinera» del golfo.
La ‘Realpolitik’ ha hecho a Washington y a Berlín graves cómplices del temerario ruso, tanto por negligencia, como por intereses, errores de cálculo y atolondramientos como el cierre nuclear. Hace un par de días, el presidente Biden se jactaba de saber lo que iba a pasar y la pregunta es ¿y… qué hizo entonces? La dependencia de la energía rusa convierte a la primera potencia de la UE y tercera del mundo en una inocente víctima de inocentes presunciones ecologistas, extrañas en una científica de formación como Merkel, si gran oportunista política.
Si Berlín y Washington no lo sabían, eran torpes; y si lo sabían, inconscientes palmeros. Esa falta de criterio y principios -que nunca faltó en lo peor de la guerra fría- es lo que Xi y Putin entienden como el declive imparable de Occidente.
Si el partido Comunista Chino fue siempre anti-intervenciones territoriales, por la cuenta que le traía, el nuevo Xi es cada vez más descarado, al estilo de Putin y Lavrov, y comprensivo con el confrontacionismo coercitivo como nueva geopolítica. Una nueva estrategia que incluye tácticas de agresión y desestabilización como la nueva «guerra mental» o cognitiva, mezclando intrusismo político, desinformación y provocación, a fin de dividir y doblegar psicológicamente al oponente haciéndolo sentir vulnerable.
La posible normalización de esa política de la coerción violenta y psicológica es lo que está en juego en Ucrania y en Taiwan. El nuevo orden va a dependerá de cómo resulte el asalto sobre Kiev. Si cae, como alerta Jude Blanchette, experta sinóloga del Center for Strategic and International Studies, habrá que mirar de inmediato a Pekín. Xi siempre toma nota.