THE OBJECTIVE
Jacobo Bergareche

La gran fiesta rusa

«Todos vemos estremecidos la invasión de Ucrania y soy absolutamente incapaz de entender los motivos que la provocan»

Opinión
1 comentario
La gran fiesta rusa

Desfile en Moscú en 1987 por el 70 aniversario de la Revolución Bolchevique. | Arnold Drapkin (Zuma Press)

En 1971, Philip Zimbardo, catedrático de psicología de Stanford, realizó uno de los experimentos más famosos e inquietantes de la historia de la Psicología Social, al que se dio en llamar el Stanford Prison Experiment. Consistía en dividir a los alumnos en dos grupos, unos serían prisioneros y otros guardias de prisiones. Para ello tendrían uniformes (unos de reos, otros de guardias), habilitaron algunas habitaciones de la universidad como celdas e incluso llamaron al Campus Police para que detuvieran en sus colegios mayores a los alumnos que harían de prisioneros y los llevaran esposados en coches patrulla.

La cosa tuvo que interrumpirse inmediatamente porque al cabo de un par de días se generaron unas conductas muy perturbadoras entre guardianes y prisioneros: los guardianes empezaron a desarrollar dejes sádicos y abusadores, y los prisioneros empezaron a desmoronarse mentalmente. A los prisioneros, el uso de uniformes los despersonalizaba frente los guardianes, y a los guardianes el uso de sus uniformes y las dinámicas de grupo les erosionaban el sentido de la responsabilidad individual. El experimento fue duramente criticado por la comunidad académica y no se pudo ejecutar hasta el fin.

En 2019, de manera involuntaria, yo hice un experimento en la estela del famoso experimento del profesor Zimbardo, conocido desde entonces como la Gran Fiesta Rusa.

Me explico: cuando no hay pandemias ni causas de fuerza mayor que lo impidan, mi mujer y yo solemos hacer una fiesta de disfraces más o menos hacia los idus de marzo, fecha cargada de fuerza histórica y literaria –Beware the Ides of March!–, efeméride del magnicidio más célebre de la historia, año nuevo para los antiguos, y casualmente, nuestro cumpleaños. Las fiestas son siempre estrictamente temáticas, fueron grandes hitos la de tenistas vintage (looks a lo Becker, Laver, McEnroe) o la de atuendos enteramente monocromos. Pero sin duda, la fiesta más memorable fue la que aconteció cuando propusimos Rusia como tema genérico. Lo cierto es que Rusia da de sí enormemente como motivo para el disfraz, pocos países han hecho célebre un imaginario tan diverso y poblado de iconos memorables. En cuanto recibieron las invitaciones, la fantasía de los invitados despegó y todo el mundo cayó en un frenesí preparatorio, cada cual vivió la fase previa a la invasión de nuestra casa como una operación secreta. Hubo más de uno que comenzó un proceso parecido al método del ruso Stanislavsky y terminaron totalmente poseídos por los personajes que encarnaban, y ya se sabe que Rusia produce personajes extremos totalmente transidos de pasiones y preparados para destinos violentos.

Más que disfrazados, los asistentes a la fiesta venían encarnados en los personajes a los que representaban, y por ahí iban llegando Rasputín, Stalin, Lenin, Trotsky, Strogoff, el Doctor Zhivago, Nureyev, Pavlova, los mujiks de Tolstoi a punto de fundar un koljós en el jardín, oligarcas, mafiosos macarras de chupa de cuero, Anastasia Romanov, la espía que le amó a James Bond, las Pussy Riot e incluso una pareja vestida de ensaladilla rusa. Una mezcla de euforia y orgullo nacional ruso se apoderó de cada uno al verse rodeado de sus más destacados compatriotas.

Había pedido que todos trajeran al menos una botella de vodka, por abundar en la temática, y esta fue prácticamente la única bebida que había, cajas y cajas de vodka barato, aquel con el que se trituran el hígado y mueren congelados en un parque los funcionarios de Yekaterinburgo. Pintaba peligrosa la velada, y todo se precipitó cuando tras unos chupitos alguien puso en la terraza la bandera de la URSS y la playlist del coro del Ejército Rojo en unos potentes altavoces que trajo un amigo que se dedica al noble oficio de organizar bodas. La Internacional y el himno de la URSS sonaron en bucle, haciendo retumbar los cristales de los vecinos. Comprobamos que el coro del Ejército Rojo a todo volumen provoca sed de vodka y que a su vez el vodka hace gozosa la escucha del coro del Ejército Rojo a todo volumen, en un efecto circular de retroalimentación del que uno es incapaz de salir. Yo contemplaba el desastre hacia el que se encaminaba la fiesta vestido con un traje blanco de oficial de la armada soviética comprado a un ucranio por internet, y a pesar de mis galones me vi incapaz de poner orden alguno en esa catástrofe que había desatado al elegir el tema de la fiesta. Los vasos y las copas no dejaban de romperse, se partieron dos sillas en la cocina y la encimera de pseudomármol, hubo episodios de fugaces adulterios en el cuarto de baño, vecinos aporreando la puerta, pérdida general de papeles y finalmente llegó la Policía a las ocho de la tarde. Mi hermano, encarnado en Rasputín, salió a atender los policías que observaban con gesto severo la bandera de la URSS que ondeaba en la puerta, querían el DNI de los organizadores. Después salió mi mujer, que en ese momento era Pavlova, y le seguí yo con mi traje de oficial. Según tratábamos de darles explicaciones les entró un ataque de risa. Estuve a punto de llamarles la atención por ello y pedirles que se tomaran en serio el orden público y entraran a detener a todos los invitados y se los llevaran al gulag.

Muchas películas de terror comienzan cuando unos jóvenes en una casa sin adultos juegan a la güija de risas y con incredulidad, e invocan tontamente a un espíritu que termina por venir para destruirles. En mi caso, yo invoqué al espíritu de lo ruso y vaya si apareció con todo su poder.

Ahora que todos vemos estremecidos la invasión de Ucrania, y soy absolutamente incapaz de entender los motivos que la provocan, no puedo dejar de acordarme de aquella fiesta prepandémica de la que van a hacer exactamente tres años, me acuerdo de la épica embriagadora de aquellos himnos soviéticos, de las banderas rojas, las hoces y martillos, de los uniformes militares, las luengas barbas de todas esos personajes gigantescos, históricos o de ficción y pienso que aquel espíritu de lo ruso que poseyó a los invitados es el que Putin ha invocado imprudentemente en su soledad del Kremlin, y que es ahora el que le posee a él y a sus jefes militares.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D