Los getas (o las caras de la historia)
«Las naciones viven para el futuro, pero la confianza en sí mismas la obtienen de la generosidad de su lectura de su propio pasado»
No voy a hablar de Putin y de su empeño en demostrarnos que la historia siempre ha sido lo que era. Voy a hablar de la exposición que el Museo Arqueológico Nacional ha dedicado a los «Tesoros arqueológicos de Rumanía». El más admirable de estos tesoros es el casco de Cotofenesti, una obra de arte del pueblo tracio de los getas, hegemónico en las tierras de lo que hoy es Rumanía entre los siglos VIII-VI a.C.
Lo que les voy a pedir en este artículo es que vean de otra manera a los getas. Es decir, que los vean con los ojos de Isidoro de Sevilla, Rodrigo Jiménez de Rada, Alfonso X, Alfonso de Villa Diego o Diego Saavedra Fajardo. Lo que les propongo es que dirijan una mirada hispana a la cultura geta.
Ya saben ustedes que los godos, tras vencer a los hispano-romanos, impusieron en la península ibérica con la fuerza de su victoria los argumentos de un nuevo régimen político. Pero como vencer y convencer no es necesariamente lo mismo, especialmente cuando los derrotados, de alma y lengua latina, estaban muy lejos de ser unos bárbaros iletrados a quienes se pudiera despreciar, los vencedores se propusieron legitimar su dominio con los argumentos retóricos necesarios para pasar de temidos a respetados. Para ello necesitaban argumentos y, como bien es sabido, en estas circunstancias los mitos son de gran ayuda. El gobernante capaz de controlar las canciones de una nación no tiene apenas necesidad de leyes.
Lo hemos visto muchas veces en la historia: la espada para ganar dignidad necesita el amparo de la débil pluma del poeta. Las canciones que acompañaron ayer a la Rusia de Lenin son las que le faltan clamorosamente hoy a Putin.
El 22 de agosto de 1941, en la embajada de España en Berlín, Dionisio Ridruejo se lo dijo en la cara a Muñoz Grandes, que, con uniforme de general alemán con pantalón de raya roja, estaba a punto de salir con la División Azul para Rusia: «Mi general, ustedes los héroes serán en la historia lo que digamos los poetas». A Muñoz Grandes aquello no le gustó nada y el embajador tuvo que resolver la situación con un brindis: «¡Por la entrada en Moscú!». La División tuvo que hacer andando el viaje de Polonia al frente ruso, porque Hitler se negó en redondo a llevarlos en tren. Así que marcharon cantando: «Tenemos que recorrer / mil kilómetros andando / para luego demostrar / lo que llevamos colgando». Pero esta, aunque también tenga que ver con canciones, es otra historia. Y aquí estábamos hablando de los getas y los godos.
Los godos, vamos al grano, se consideraban descendientes de los getas. La génesis de este mito se encuentra en un humilde lapsus calami de Juliano el Apóstata, que, según los indicios, transcribió el nombre de los godos (Gothi) como getas (Getae). Este equívoco fue compartido por los historiadores romanos tardíos y acabó imponiéndose como verdad cuando el godo Jordanes escribe en Constantinopla a mediados del siglo sexto de nuestra era, su Origen y hazañas de los getas que es, de hecho, una historia general de los godos. Jordanes, que tenía a los getas por un pueblo invicto y noble, más sabio que todos los restantes bárbaros y culturalmente casi semejantes a los griegos, no lo dudó: los godos eran getas. Esta tesis entusiasmó a los godos de Hispania. Si los getas habían sido casi griegos, los godos poseían una ascendencia cultural superior a la de los vencidos hispanorromanos.
La confusión entre «godos» y «getas» o, si se prefiere, «el goticismo», fue recogida por Isidoro de Sevilla, que funda sobre ella la historiografía ibérica. Para Isidoro, en España «floreció la gloriosa fecundidad del pueblo geta». En su Historia de los godos añade que incluso Roma, vencedora de todos los pueblos, tuvo que sufrir «el yugo de la cautividad» de los getas. Este fervor por los orígenes contagiará, entre otros, a Rodrigo Jiménez de Rada que lo plasma en su Historia góthica, basada en Jordanes, y a Alfonso X el Sabio, que habla con fervor en su Crónica general del tracio Zalmoxis, «del que cuentan las historias que era maravillosamente sabio en filosofía». Varios romances (¡de nuevo, las canciones!) centrados en Teodorico explotan también este mito. Con Alfonso X se cierra el círculo mítico: la monarquía hispana, por gótica, es heredera de un pueblo tan invicto como ilustrado, similar a los griegos en cultura y superior a los romanos en fuerza.
Este imaginario mítico conocerá una revitalización diplomática a principios del siglo XVII para fundamentar las reivindicaciones territoriales de la monarquía hispánica en Europa.
Alfonso de Villa Diego escribe una nueva crónica del reino de los godos en la que sostiene que «Gothia está en Scandia», es decir, en Escandinavia, donde sitúa la cuna de los godos que, al llegar a los Balcanes, se harían llamar getas. Poco después, en 1646, Diego Saavedra Fajardo, considerado el primer escritor político de España, escribe su Corona gótica, castellana y austriaca para sustentar una teoría de la continuidad entre los getas, los monarcas godos y los Austrias del siglo XVII. El origen de los godos, el pueblo más fuerte de la historia y el políticamente mejor organizado, se encuentra en el norte de Europa, en las mismas tierras reclamadas por los monarcas hispanos que, en consecuencia, no querían nada ajeno. Solo reclamaban la legítima herencia de su casa ancestral.
Carl Lund publicó en Upsala, en 1687, una obra titulada Zalmoxis, el primer legislador de los getae, que debe no poco a las obras de Alfonso de Villa Diego y de Saavedra Fajardo. Lund pone la teoría del goticismo al servicio del mayor esplendor de la corona sueca y, más en concreto, del rey Carlos XI. Sus tesis, sin duda, más entusiastas que críticas proclaman que los getas fueron el primer pueblo en tener una legislación, gracias a Zalmoxis, también conocido como Cronos, que habría vivido en el siglo XVIII después de la creación del mundo. Añade que los godos, los getae y los escitas formaban un mismo y único pueblo y que más tarde recibieron también el nombre de suecos. La migración de los godos desde esta patria originaria a los diferentes lugares de Europa por los que acabaron asentándose es situada en el año 2.530 después de la creación del mundo y sería el «acontecimiento» que, con el tiempo, habría fomentado la aparición de las leyendas relativas a las migraciones de los dioses de las diferentes mitologías europeas.
Cantaba Raimon que quien pierde sus orígenes pierde identidad. Lo cual es cierto si entendemos la importancia de construir políticamente los orígenes. Las naciones viven para el futuro, pero la confianza en sí mismas la obtienen de la generosidad de su lectura de su propio pasado.