Profetas de calamidades
«¿Qué busca Putin con la complicidad de China? Dividir Occidente, hacerlo tambalear, corroer sus valores y sus entrañas»
En el discurso con el que dio inicio al Concilio Vaticano II, Juan XXIII alertó sobre los profetas que sólo anuncian calamidades. Sesenta años después, sigue siendo sorprendente que alguien versado en teología –o simplemente en historia– no supiera que los profetas, en su sentido bíblico, son precisamente eso: pregoneros del desastre, anunciadores del fuego. El profeta, frente a la ingenuidad ciega del optimismo, llamaba a la cautela y a la conversión. Y es que la Historia no es un lugar amable, aunque la vida pueda ser hermosa. No lo es, porque lo imprevisible sucede continuamente y porque vivimos arrastrados por las pasiones, luminosas unas y otras –quizás las más–, sombrías y tumultuosas. En la mañana del jueves, cuando los noticiarios y las redes nos ofrecían las primeras imágenes de la guerra de Ucrania, pensé en el Papa bueno y en aquellas advertencias suyas que no se cumplieron, porque no podían hacerlo ni nunca lo harán. La historia no tiene final, ni el hombre un punto de equilibrio en el que consiga reprimir para siempre su pulsión de poder. Está el rencor y el miedo, el resentimiento y el deseo de dominación; está el orden y el caos, la vida y la muerte, la razón y la sinrazón; está la historia, claro, y sus dinámicas miméticas que nos dividen y nos enfrentan una y otra vez.
Por supuesto, los profetas de calamidades tuvieron razón y Rusia nos recordó el espejismo sobre el que hemos construido nuestra provisoria estabilidad. El mundo no es un espacio kantiano dirigido por la burocracia y los reglamentos, sino un lugar trágico y temible. El viejo orden que se construyó en la década de los noventa, tras la caída del comunismo soviético –basado en la globalización, la multilateralidad y la paz–, se ha desmoronado punto por punto en lo que va de siglo, hasta llegar a este momento Pearl Harbor, marcado por el ataque ruso sobre Ucrania. Al orden le sucede el caos y, antes de que llegara el caos, mucho antes –se diría–, ya habían surgido nuevos poderes que ahondaban las grietas del sistema por las que entrarían las terribles furias. ¿Qué busca Putin con la complicidad de China? Hace tiempo que lo venimos comprobando: dividir Occidente, hacerlo tambalear, corroer sus valores y sus entrañas. Y no hay que negarles un cierto éxito, sobre todo en lo referente a las tácticas de guerra híbrida y al uso masivo de la desinformación. Si hace treinta años Europa –y Occidente en su conjunto– ofrecía un modelo de esperanza y de cohesión democrática, ahora la tentación autoritaria parece hacerse de nuevo presente bajo el amparo de un poder que se percibe como seductor y necesario.
Porque, con el regreso de la Historia, lo que ha vuelto es el caos, la vieja señal de la noche. El caos que nace dentro de las propias sociedades occidentales, en forma de trinchera cultural, de división identitaria, de fractura social; y el caos que llega de fuera, como amenaza exterior, real o imaginaria. Putin mira hacia Europa y piensa en bloques, no en países; en gigantescas extensiones de tierra (¿no es el suyo el poder terrestre por antonomasia, como sugería Carl Schmitt?), no en términos de cooperación y confianza. La paz rusa se llama «guerra fría», del mismo modo que Occidente ya no puede concebir el futuro de Europa al modo de 1989. Ese mundo –en el que crecí y me eduqué– ha desaparecido. Lo que vendrá lo desconocemos, aunque las cosas que vemos que ahora se asemejan mucho a lo que hemos leído en los clásicos. «El abismo invoca al abismo», reza uno de los salmos, y no hay profecía que no augure calamidades. El retorno de la Historia es la ley de la fuerza y, por desgracia, habrá que prepararse para ello. La UE, con las valientes medidas de estos días, lo ha empezado a hacer.