La violación de Ucrania
«Se trata de una percepción común en el mundo eslavo, la de Ucrania como una entidad atractiva y sensual, dominada por el áspero macho, Rusia»
En la película Molitva za getmana Mazepu (Plegaria por el atamán Mazepa), dirigida por Yuri Ilyenko y estrenada en 2002, Ucrania aparece representada como una vagina. «Yo, el atamán Iván Mazepa, he declarado este hermoso país un estado independiente», dice el protagonista, el último líder cosaco que se rebeló contra Rusia, en 1709. «Y por eso he recibido una maldición eterna, un anatema, por parte de quien violó a mi país más que nadie: el zar Pedro I de Moscú».
Se trata de una percepción común en esta región del mundo, la de Ucrania como una entidad atractiva y sensual, dominada por el áspero macho, Rusia. El país de las tierras fértiles, la comida sabrosa y la costa del Mar Negro; el hogar de las catedrales más bellas y antiguas del mundo eslavo oriental. El oasis vacacional de las élites rusas y soviéticas. La joya de la corona del Imperio. Una belleza atada a Rusia.
Sé que es una interpretación profundamente machista, pero es la que emana de la retórica posesiva de Moscú. Cuando le preguntaron a Vladímir Putin, hace un mes, por la aparente resistencia ucraniana a ratificar los Acuerdos de Minsk, este respondió así: «Te guste o no te guste, tienes que aguantarte, preciosa».
A medida que se rompieron los vínculos entre ambos países y que Ucrania se inclinó más hacia Occidente, el discurso del Kremlin ha acabado por no dejar margen para la interpretación. Vladímir Putin ha dejado claro que no considera a Ucrania un país, sino una creación artificial que puede ser montada y desmontada por Moscú.
Ahora que la invasión está en marcha, que los últimos medios independientes rusos, como Dozhd TV y Eco de Moscú, han sido suspendidos, y que el presidente ha aprobado una ley que amenaza con hasta 15 años de prisión a los periodistas que informen sobre la guerra sin ceñirse a los patrones del Kremlin, ya solo queda la propaganda. Una propaganda que azuza estos instintos posesivos.
El 1 de marzo, el tabloide ruso Komsomolskaya Pravda publicaba un artículo sobre qué hacer con Ucrania una vez se completase la «operación especial». El autor, Sergei Ponomarev, ofrecía tres opciones: el «plan optimista» sería dejar al país como está y darle un nuevo parlamento que obedeciera todas las exigencias del Kremlin, desde el reconocimiento de Crimea como parte de Rusia al compromiso de no entrar jamás en la OTAN. Los «criminales de guerra» serían entregados a Moscú.
El problema con esta opción, según Ponomarev, es que los nacionalistas «emergerían de sus sótanos» y echarían todo a perder, lo cual nos llevaría al «plan realista»: trocear Ucrania en cinco partes. El sureste sería bautizado como «Nueva Rusia» y el centro como «Pequeña Rusia», siguiendo la vieja designación zarista. Respecto a las provincias del oeste, «probablemente caerán bajo el control total o parcial de Hungría o Rumanía».
Si esto no funcionase, habría que recurrir al «plan más radical: la desaparición completa de Ucrania como país». Es decir, hacer de Ucrania una provincia rusa.
Hasta hace unos días el texto de Ponomarev habría parecido un panfleto. Chovinismo ruso destinado a unos pocos parroquianos. Hoy, en cambio, los designios de Putin para el país vecino tienen que englobarse en alguna de esas tres opciones. La violencia desatada contra Ucrania no obedece a cálculos racionales, sino a visiones grandilocuentes bañadas en la posesión y en los celos.
Pero la dama ucraniana, por seguir con el cliché, ha resultado ser una luchadora feroz. Los combatientes pelean a muerte por sus ciudades, ninguna de las cuales ha recibido al invasor, contrariamente a lo que esperaban los propagandistas, con flores.