Sonrisa de perdedor
«El gobierno tiene razones para inquietarse: con Casado vivían mejor»
Putin está invadiendo Ucrania para espanto de casi todo el mundo y las metáforas bélicas que veníamos usando para describir la crisis del Partido Popular han revelado toda su frivolidad: por mucho que Foucault dijera ingeniosamente que la política es la guerra por otros medios, jugando con la máxima de Clausewitz que postula lo contrario, hay una diferencia apreciable entre bombardeos y dimisiones. Irónicamente, acaso la principal diferencia entre los partidos y los ejércitos sea que en los primeros el fuego amigo es más frecuente que el enemigo; lo que ya es decir. Pero concedamos que tanto las guerras como las convulsiones partidistas son momentos decisivos en los que se revela la fibra moral de los participantes: incluso el que se esconde acaba quedando a la vista. Y así como los dirigentes rusos sabían que las democracias occidentales no arriesgarían su integridad combatiendo en suelo ucraniano, pocos de los fieles a Casado se han demostrado lo bastante fieles una vez que sus pueriles errores de cálculo pusieron a la vista de todos lo que ya era un secreto a voces: que jamás ganaría unas elecciones.
¿Y qué más necesita un partido político de vocación mayoritaria para cambiar de líder? No digamos si la formación que se sitúa a su derecha —Vox— continúa su ascenso en las encuestas. Así que es inútil buscar explicaciones suplementarias: no hay fuerza política que permanezca cruzada de brazos cuando comprueba que su líder, sencillamente, no funciona. Dando la vuelta a aquella memorable canción de Nacha Pop que hablaba de la sonrisa de un ganador al que nunca nada podría aplastar, Pablo Casado tenía sonrisa de perdedor incluso cuando parecía que iba ganando. Como si secretamente persiguiera un desenlace que consideraba inevitable, él mismo ha proporcionado a su partido la oportunidad de deshacerse de él; oportunidad que el partido, por medio de sus líderes territoriales, ha cogido al vuelo. Es verdad que Sánchez regresó en su día de entre los defenestrados y que lo hizo tras poner una cortina delante de una urna, pero Sánchez tenía un relato eficaz con el que excitar a las bases y Casado ya solo tiene —melancolía prematura— su pasado por delante. De ahí que las comparaciones entre ambas trayectorias hayan sido solo material reciclable para las tertulias.
Por lo demás, tal como dictaba la lógica, la pugna por el liderazgo nacional del PP se ha resuelto mediante el recurso a una tercera persona: ni Casado ni Ayuso —no digamos Egea— podían salir con bien de su querella. Feijóo aparece así la figura providencial encargada de reconstruir la credibilidad del partido como alternativa viable de gobierno. Se da por hecho que lo conseguirá, a la vista de la pobre ejecutoria de los que ahora enfilan la puerta de salida; el gallego parece el líder apropiado para actualizar aquella máxima de Cristóbal Montoro: con utopías liberales no se ganan elecciones. ¡Y en España menos que en ninguna parte! Así que el gobierno tiene razones para inquietarse: con Casado vivían mejor. Al menos, Feijóo tiene aspecto de primer ministro en potencia; basta con que los votantes lleguen a creérselo para que el tranquilo paseo que venía disfrutando Pedro Sánchez —pese a todo— se vea cuando menos importunado. Después de haberle tomado la medida al bisoño Casado, sus estrategas tendrán que pararse a pensar en cómo lidiar con un líder de la oposición que parece haber comprendido que su partido necesita transmitir una imagen de seriedad asociada a la capacidad de gestión. ¿Será Feijóo un ganador o un perdedor? Ya lo veremos. Si hemos de guiarnos por la sonrisa, no podemos saberlo: Feijóo nunca sonríe.