THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

El rostro de Odesa

«Fue violentamente expulsada de su vida en la infancia por ser judía y ahora volvía a serlo por ser de Odesa»

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El rostro de Odesa

Los soldados montan guardia detrás de una barricada, con el Teatro Académico Nacional de Ópera y Ballet de Odesa al fondo. | Alexandros Avramidis (Reuters)

Ahora que todos nos hemos vuelto expertos en Ucrania –en cada crisis ocurre lo mismo–, he de reconocer que si pienso en el tiempo de antes de la guerra, Ucrania era para mí el gran Chéjov e Isaac Babel –o sea, la literatura y la conciencia–, la escritora Svetlana Alexiévich –heredera de ambos y tan deslumbrantes como tristes sus libros–, el lugar de nacimiento del poeta Adam Zagajewski –convertido luego en polaco, el corrimiento de fronteras– y la nación de la actriz Olga Kurilenko –prendado desde que la vi aparecer de espaldas con un vestido ceñidísimo en una película tan ajena a mí como Hitman, hasta aguantar incluso al pesado de Terrence Malick para disfrutar de ella en To the wonder–. Y Ucrania era también el horror de Babi-Yar durante la II Guerra Mundial y la maravillosa ciudad de Odesa, ahora asediada.

A Odesa –de donde era Isaac Babel– llegué a través de la adaptación cinematográfica de la novela homónima de Frederick Forsyth, que recuerdo de buena intriga pero que poco o nada tenía que ver con la ciudad ucraniana. Sin embargo despertó mi curiosidad por ella y encontré una ciudad que, habiendo pertenecido al imperio ruso, era Mitteleuropa pura, como cualquier otra del imperio austrohúngaro: una ciudad cosmopolita de hermosa arquitectura y aire antiguo y si digo antiguo es por la mezcla de razas, pueblos, folklores y costumbres diferentes que han recalado siempre en ese puerto de mar. La sensación, en fin, de ser una ciudad con vocación de libertad y vivencia del mestizaje y la tolerancia como riqueza: un retablo colorista de costumbres y lenguas –no cuesta imaginar la variedad de vestimentas en sus calles a principios del siglo XX– unidas por la magia de una ciudad, que es el invento humano que más une lo distinto. Otra cuenta pendiente –viajar hasta Odesa– de las que uno sospecha (ya me ocurría antes de esta guerra, quiero decir) que así quedará, pendiente.

Pero siempre que he podido, he seguido las noticias o reportajes que vienen de Odesa y más ahora que la ciudad está en peligro. La otra tarde, en un telediario, apareció otra cola de refugiados futuros esperando un tren o un autocar para salir de la ciudad sitiada. Entre ellos había una anciana, tan elegante como inmóvil, mirando fijo a la cámara. Nada de ella se movía e incluso su rostro parecía un rostro sin lenguaje. No digo sin vida porque la tenía. Digo sin lenguaje: un rostro callado porque no quiere decir nada y es así porque nadie se merece conocer lo que ese rostro piensa o sabe o interpreta en ese momento. Sólo el silencio se merecen, la nada, el vacío que se desprende a veces de la fatiga de la historia y la profunda decepción por el género humano y su facilidad por repetir la atrocidad.

El reportero dijo que esa mujer –repito lo de la elegancia porque la suya era una elegancia moral que sí se le transparentaba bajo la piel– había sido deportada a un campo de concentración nazi en su infancia y ahora le tocaba volver a ser deportada a una ciudad distinta de la suya, natal o de adopción, eso no se dijo. Tenía que abandonar Odesa, donde había reconstruido su vida después del horror nazi: conciertos en el palacio de la Música, lecturas, la miseria comunista, amistades ya muertas, la cocina de su apartamento, una familia –o no–, nada sabíamos de ella y nada dijo tampoco: sólo silencio, dignidad y una mirada que habitaba hacia adentro. Ni siquiera temor reflejaba aquella mirada. Sólo supimos, por el corresponsal, que fue violentamente expulsada de su vida en la infancia por ser judía y ahora volvía a serlo por ser de Odesa. Su rostro y el silencio eran uno. Pensé que podría haber sido una de las voces de los libros de Svetlana Alexiévich, pensé eso porque, desde luego, Olga Kurylenko había desaparecido de mi mente –y es difícil– frente al rostro de esa mujer anónima, esperando otra vez un transporte entre desconocidos y enmudeciendo su rostro porque el mundo ya no se merecía ni un solo gesto que hablase de sus sentimientos. Nada.

Hacía unos días, yo había visitado el museo ruso de Málaga, que no conocía, ante la duda de no poderlo visitar si todo se complica aún más y acaba si no cerrado, sí hibernado, cosa no deseable. Había –hay aún ahora– una exposición titulada ‘Guerra y paz en el arte ruso’ y otra sobre las vanguardias. Las dos son maravillosas, pero me sorprendió más, por desconocida, la primera. La épica, el esplendor de la victoria, la humillación de la derrota, la exaltación del héroe, paisajes, cosacos y atamanes y formas de otro orientalismo (Rusia como el Oriente de Europa) formaban un panorama nunca visto y explicaban la historia de un pueblo que en la guerra esconde una de las razones de ser de su nación.

El azar de esa exposición –¿era azar?–, pensé mientras la contemplaba, narraba incluso lo que está ocurriendo ahora en Ucrania. Y en la dedicada a las vanguardias de entreguerras, estaban los rostros sin rostro de Malévich y sus mujiks. La metáfora de esa falta de rasgos y su unión en el tiempo con la belleza de los rasgos mudos de la dama judía de Odesa cuando lo peor de la Historia vuelve a visitarla (y no digo a visitarnos porque tras ver el rostro de esa mujer, me parecería de una frivolidad despreciable) se confunden ahora en la memoria. Con una diferencia esencial: en los colores de Malévich hay alegría; en la dama ucraniana la alegría ha dejado de existir para siempre.

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