Apuntes sobre la guerra
«Zelenski se ha convertido en el embajador in partibus infidelium de unos valores cuyos dueños no pueden actuar para defenderlos»
En una reciente entrevista, la escritora rusa María Stepánova intentaba explicar sus sensaciones de la guerra con la imagen de una mano que se estuviera alargando desde el fondo del pasado y tirara de nosotros. Si Putin ha invadido Ucrania en nombre de la Historia universal, estaría con ello precipitándonos en su abismo y convirtiéndonos a todos en sujetos de esa «fatalidad sintética» de la que habló Ferlosio, uno de los escritores a los que algunos volvemos estos días para poder seguir respirando en medio de la asfixia belicista que nos rodea. Stepánova también observaba que el presidente ruso ha iniciado una guerra con métodos y estrategias del siglo XX, cuando era posible anexionarse un país sin demasiadas dificultades. Con su movimiento, sin embargo, Putin ha obligado al resto del mundo a situarse en la eventualidad de la respuesta militar propia del siglo XXI, una jugada con la que ha conseguido paralizar a las potencias nucleares rivales mientras él intenta someter a una nación soberana con métodos de otra época. Al mismo tiempo que consuma su venganza por las humillaciones sufridas desde la caída del Muro de Berlín y se defiende de la presunta amenaza de Occidente, el ex agente del KGB nos hace a todos los demás responsables del verdadero final de la Historia, autores de una nueva teodicea. La mano que se alarga desde el fondo del pasado no sólo tira de nosotros sino que a la vez recoge nuestra propia soga para ahorcarnos.
Es indecente la ligereza con que estos días se oye hablar de la Tercera Guerra Mundial, que tal vez se convierta en nuestro último y definitivo eufemismo. El codiciado fantasma empezó a incubarse ya al inicio de la pandemia. Sedientos de Historia, muchos periodistas se precipitaron a utilizar entonces símiles y metáforas bélicas para tratar de explicarse la crisis sanitaria. Acordémonos de aquellas ruedas de prensa del olvidado ministro de Sanidad escoltado por militares, una escenografía que parecía obedecer al clamor periodístico por convertir una infección vírica en una invasión del enemigo. Aquello, no se sabía muy bien por qué, podía ser el principio de una gran guerra que por fin ha llegado. La coincidencia entre el vuelo de las aves –el signo que auspicia– y el inicio de la batalla –el acontecer que lo cumple– vuelve a insertarnos en la encrucijada del destino, solo que esta vez no hay trofeo a la vista, como no sea el de la segura extinción de la vida en el planeta.
En diciembre de 1914, Karl Kraus rompió el silencio que había guardado desde el estallido de la guerra con un artículo, justamente célebre, titulado ‘En esta gran época’ (el latiguillo era por cierto un tópico de la prensa de entonces, entusiasmada con la grandeza que le había tocado vivir) y en el que denunciaba, ente otras cosas, cómo el lenguaje se había puesto al servicio de la desgracia: Zu tief sitzt mir die Ehrfurcht vor der Unabänderlichkeit, Subordination der Sprache vor dem Unglück. «Tengo demasiado arraigado el respeto por lo irrevocable, la subordinación del lenguaje a la catástrofe». En otro momento, observaba Kraus que «en esta gran época» ocurría lo que uno no podía imaginarse e iba a ocurrir lo que ya no era posible imaginar, porque si lo fuera, simplemente no ocurriría. Cien años después, esa advertencia ha adquirido una gravedad mucho más ominosa. En la década de 1980, Reagan y Gorbachov admitieron, con una ingenuidad escalofriante, que sus científicos les habían convencido de que una guerra nuclear significaría el fin de la civilización. Si el llamado Primer Mundo, después de haber sufrido a lo largo de su historia todas las plagas bíblicas, ya no recordaba siquiera qué era una epidemia, cómo va a ser capaz ahora de imaginar un holocausto nuclear que por otra parte ya nadie nunca podría historiar.
Nadie mejor que Hannah Arendt, a propósito de Kafka, supo denunciar la necesidad que el hombre se fija a partir de las leyes que él mismo promulga: «Los profetas profetizan, necesariamente, desgracias, porque la catástrofe siempre es previsible. Lo milagroso es la salvación, y no el desastre, pues solo la primera depende de la voluntad del ser humano y de su capacidad de modificar el mundo y su evolución natural». Contra el poder de esa Ananké se rebeló también, una y otra vez, Sánchez Ferlosio, sobre todo en sus imprescindibles artículos sobre la guerra, reunidos en el tercer volumen de sus ensayos completos, Babel contra Babel, en la magna edición de Ignacio Echevarría. En ningún otro fenómeno de la historia humana vio Ferlosio tan claro el pleito entre bienes y valores como en la guerra, donde, en virtud del agón, los «hechos de la vida», por ejemplo ahora la muerte de ucranianos, se convierten en «datos de la historia», es decir, en sacrificios en el altar de la patria.
A los pocos días de haberse iniciado la invasión, el lenguaje público se puso de inmediato al servicio de la catástrofe. Tirios y troyanos empezaron a buscar las causas de la guerra para convertirnos a todos en sus consecuencias. Por un lado, están los que consideran la agresión como el fruto del cerco que la OTAN, desde la caída del Muro y la desintegración de la URSS, ha ido trazando en torno a la Federación Rusa. En el otro opinan que a Putin le mueven tan sólo el afán de venganza contra Occidente y sus delirios imperialistas, cuando no una sobrevenida demencia. La maquinaria de propaganda se ha apresurado a imprimir eslóganes en uno y otro bando. Todas las consignas publicitarias de nuestra gran época –desde el anticapitalismo hasta el feminismo, el neoliberalismo o el eurocentrismo– se han puesto en pie de guerra para reivindicar sus razones, su carga de verdad moral, contra el claro enemigo que entre tanto avanza segando vidas que nunca habían preguntado por el sentido que ahora les queremos imponer como epitafio.
En su discurso sobre el estado de la Unión, Joe Biden, el mismo presidente que, meses atrás, había justificado su retirada de Afganistán dirigiéndose a las madres de los soldados y preguntándoles, con una retórica digna de mejor causa, si creían que sus hijos debían seguir muriendo en ese país lejano para defender unos valores en los que ya nadie parecía creer, se dirigió al mundo para denunciar el ataque de Putin al free world y ensalzó la valentía y la resistencia del pueblo ucraniano, de pronto convertido en héroe de la batalla que él mismo había admitido perder en tierras afganas. Si en un extremo el comandante en jefe retiraba tropas para defender los bienes frente a los valores, en el otro el presidente arengaba a los ucranianos a sacrificar los bienes de sus vidas en el altar de los valores que quiere venderles. Zelenski se ha convertido así en el embajador in partibus infidelium de unos valores cuyos dueños no pueden actuar para defenderlos, paralizados por la amenaza de destrucción masiva que ellos mismos encarnan. Es una situación lo suficientemente manicomial como para detenerse a preguntar.
Como sabemos, detrás de la bandera de los valores, suele esconderse el cuentecillo indiscreto de los intereses. Algunos economistas serios ven en el fondo del conflicto la rivalidad económica entre Estados Unidos y China, cuya nueva ruta de la seda pretende incorporar a Alemania, Francia e Italia a esa potente red comercial que se viene creando al margen del dólar desde 2013. La guerra de Ucrania habría conseguido desbaratar los planes chinos y devolver la iniciativa a Estados Unidos y la OTAN. Por eso China aparece ahora como la gran mediadora en el conflicto. No se trata de contribuir al post hoc ergo propter hoc que cada ideología fabrica en el laboratorio de su propaganda, sino simplemente de observar el curso de los acontecimientos en toda su complejidad. Es evidente que una guerra se desata por razones múltiples que acaban dejando tras de sí una serie de ruinas que luego la Historia universal recoge en forma de acontecimientos. Ahora, como diría Karl Kraus, el hecho tiene la palabra. Y frente a eso hay que ser muy prudentes.
En un artículo titulado Pacifismo zoológico, publicado en 1984, cuando España deshojaba la margarita de su permanencia en la OTAN, Ferlosio, inspirándose en Max Weber, distinguió entre “ética de la responsabilidad” y «ética de la convicción». La primera servía para explicar la actitud de los proatlánticos y la segunda la de sus oponentes. Ambos bandos, sin embargo, estaban a su juicio degradando su particular ethos, unos encubriendo bajo su amparo una «sórdida razón de Estado» y otros disimulando con sus convicciones una «irresponsable y sonriente demagogia». Ferlosio concluía su reflexión citando a Weber y admitiendo que «lo que tenemos delante de nosotros no es precisamente la alborada del estío, sino una noche polar de una dureza y una oscuridad heladas, cualesquiera que sean los grupos que ahora triunfen». Ahora, los partidarios del siempre hermoso «no a la guerra» responden a esa misma ética de la convicción, sin que parezca importarles demasiado el hecho incontrovertible de que exigir el final de la guerra supone pedir la claudicación del gobierno de Ucrania frente a Putin, que a cambio no ofrece más que represión, mordaza y exterminio. Por su parte, los que animan a ayudar a Zelenski, inspirados por su ética de la responsabilidad, no pueden hacer mucho más que apoyar el envío de armamento, conscientes de que una intervención directa de la OTAN –o una agresión de Putin a uno de los países que integran la Alianza– nos llevaría, efectivamente, a la noche polar de Weber. (Dejemos ahora de lado la deprimente y característica falta de convicción con que nuestro presidente del Gobierno ejerce todas sus responsabilidades, siempre al albur del viento que sopla. No hace tanto, Sánchez defendía la supresión del ministerio de Defensa, nada menos).
Reducir el problema a una guerra entre el Occidente libre y la Rusia hitleriana, como pretende una parte de la opinión pública, es sin duda una simplificación un tanto burda. Occidente es un conglomerado de naciones, cada una con sus intereses, su particular sistema político, sus alianzas y sus vergüenzas. Hace tiempo además que el modelo de Putin, que ha ido vaciando la democracia de su país hasta convertirla en una oligarquía dictatorial, seduce y convence a muchos países de Occidente. Bolsonaro, Trump, Viktor Orbán, incluso Boris Johnson cuando intentó cerrar el Parlamento para culminar sin incordios el Brexit, han actuado al calor del influjo de Putin, cuya idea, compartida por China, de un capitalismo salvaje sin libertades se ha convertido en el gran sueño húmedo del free world. Putin ha apoyado todos los movimientos –ahí están sus conexiones con el independentismo catalán– que pudieran desestabilizar el proyecto político de la Unión Europea, el esfuerzo colectivo más loable que se ha hecho en nuestro continente a lo largo de su desgraciada historia. Cuando Trump arengó a las masas a tomar el Capitolio, estaba satisfaciendo las más altas aspiraciones de Putin, lo mismo que Abascal o Le Pen cuando fomentan el escepticismo europeo, por no hablar del espaldarazo que ha recibido el presidente ruso de Nicolás Maduro, que por otra parte negocia ahora con Estados Unidos la venta de petróleo, para menoscabo de Rusia.
Como viene denunciando desde hace años Ivan Krastev, Occidente ganó la guerra fría pero perdió la paz, durmiéndose en los laureles y abandonándose al culto a la riqueza. Con sus sabotajes y sus engaños, Putin ha ido poniéndole un espejo en la cara a Estados Unidos, recordándole su hipocresía, sus propias invasiones, sus interferencias en otros países, su apoyo a dictadores. Como observaba el propio Krastev en un reciente artículo publicado en The New York Times: «El capitalismo no es suficiente para atemperar el autoritarismo. El comercio con dictadores no hace que tu país sea más seguro y tener dinero de líderes corruptos en tus bancos no les civiliza a ellos sino que te corrompe a ti. Y el abrazo de Europa a los hidrocarburos de Rusia sólo ha conseguido que el continente sea más vulnerable e inseguro». La invasión de Ucrania ha conseguido despertarnos del sueño y demostrarnos que ahora vivimos en el mundo de Putin. Por mucho que enarbolemos la bandera de la libertad, debemos asumir hasta qué punto hemos vaciado el legado político de raíz europea. Hoy Rusia invade Ucrania, quizá mañana China ataque Taiwán. Y todo en nombre de un dominio comercial y económico que entre tanto despierta de nuevo la codicia nuclear y el rearme de las naciones, emancipando la violencia de la ideología, como predijo Hans Magnus Enzensberger.
Hannah Arendt dijo que el siglo XXI tenía muchas posibilidades de ser una era totalitaria. Hace poco, Ahmed Rashid, experto en cuestiones asiáticas, pronosticaba que el terrorismo desaparecería y sería sustituido por regímenes autoritarios que se apoderarán de territorios y someterán a la ciudadanía. Si queremos revolvernos contra la catástrofe y hacer posible el milagro, deberíamos volver a todo aquello que de verdad constituye nuestra tradición política, nuestro concepto de pólis, más allá de las batallas comerciales que acaban convirtiéndose en guerras escatológicas, con un reguero de valores inertes convertidos en cadáveres. La Atenas clásica nos dejó como legado su intento frustrado de trascender los límites de la comunidad de sangre y crear un vacío común no vinculado a contenidos naturales basado en la isonomía. Eso es lo que llamamos democracia y eso es lo que está en los olvidados fundamentos de nuestra cultura. A ese espacio en peligro de extinción se dirigen hoy millones de ucranianos refugiados. Sólo si somos capaces de mantener viva esa idea podremos salvar a las generaciones futuras de un horror nuevo.