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Jorge Freire

La pulcritud

«Quien se presenta como ajeno a cualquier corrupción o miente sobre su propia naturaleza -pecado venial-, o nos toma a los demás por gilipollas: pecado mortal»

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La pulcritud

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Aséptico es, etimológicamente, lo que no se pudre. Y toda persona es mortal, ergo putrescente. Quien se presenta como aséptico o ajeno a cualquier corrupción o bien miente sobre su propia naturaleza -pecado venial-, o bien nos toma a los demás por gilipollas: pecado mortal.

El higienista impermeabiliza su mundo con la fría profilaxis del consenso. No hay mejor opinión pública que la que se plastifica al vacío. Por eso exige que despidan a un columnista por su columna, o a una columnista por la columna de su marido. Asunto feo, pues si según Larra escribir es llorar, dedicarse al periodismo en España es echarse a temblar.

¿No decía Truman Capote que, cuando Dios te da un don, también te da un látigo con que flagelarte? Pues el higienista, carente de dones, solo blande el látigo contra los sucios, que somos todos los demás. Por eso ama los «valores»: virtudes hipostasiadas, flotantes, sin rostro ni sujeto; un mundo con olor a ambientador de coche pero sin coches.

El higienista vive una forma incesante de activismo, pues, por mucho que frote, no consigue extinguir los gérmenes. Así los «comandos antifascistas» del Empordá, que echaban lejía después de los mítines de los partidos constitucionalistas. Si la RAE limpia, fija y da esplendor, el higienista lleva a cabo una esterilización forzosa de pensamiento, obra y omisión.

Cosa bien distinta es la pulcritud. Ésta era, según los sabios medievales, uno de los trascendentales, como el ser, el bien o la verdad, que iban siempre de la manita. Pulchra enim dicuntur quae visa placent, dice Tomás de Aquino: bello es lo que agrada a la vista. Nótese que la traducción española identifica lo pulcro con lo bello. Ambas forman el haz y el envés de la misma moneda; son atributos de una misma realidad.

Pensemos en un bodegón. ¿Por qué nos solazamos ante una apacible muestra de pitanzas y productos de la huerta? Primero, porque Dios hizo bien su trabajo cuando creó esas perdices y esos membrillos; segundo, porque el ser humano hace bien su trabajo cuando modela una jarra de cerámica, convierte las uvas en vino y plasma esas cosas en un lienzo. Pulcro es, en resumidas cuentas, aquello que se avizora detrás de un trabajo bien hecho.

Pulquérrimo es el cocido de la abuela, aunque los pucheros luzcan tiznados y ocres, con abollones y desportilladuras, y la egregia cocinera sude, tosa y se congestione, embebida en los vapores del guiso. En cambio, las cadenas de fast food y comistrajos de esa laya no son pulcras, sino higiénicas: ofrecen asepticismo, que es pureza sin alma.

Las buenas personas no son asépticas. Saben que son soporte de virtudes y vicios por igual. La única forma de disfrutar incluso de una mala hierba, decía Chesterton, es saberse indigno incluso de una mala hierba. Los indios se embadurnan con polvos de colores cuando llega la primavera; el torero se mancha de sangre y el mecánico de aceite. 

La protagonista del Brighton Rock, la gran novela de Graham Greene que ahora publica Libros del asteroide, ofrece un magnífico elogio de la pulcritud (y denuesto del higienismo): «Creía en los fantasmas, pero no se podía llamar vida eterna a esa existencia leve y transparente […] Eso no era vida. La vida era la luz del sol en los postes de la cama, el oporto Ruby, el vuelco que te da el corazón cuando el caballo no favorito por el que has apostado cruza la línea de meta y ves los colores del jockey. La vida era la boca del pobre Fred apretada contra la suya en el taxi, vibrando con el motor a lo largo del paseo» (p. 48).

Cuando el alma comparece exangüe ante la vida, sólo queda el miedo y el abismo. El espíritu se repliega y no quiere ya mancharse con lo vivo. Por miedo a morir, se suicida. Al menguar la pulcritud, solo queda el higienismo.

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