Presagios de catástrofe. ¡Vamos a Ponzano!
«Se diría que ha caído sobre nosotros una maldición. Mal de ojo sobre España»
Cuando por primera vez oí hablar del cambio climático y de sus consecuencias apocalípticas fue también cuando escuché a Stephen Hawking diciendo, como si fuera un autor de novelas de ciencia ficción con el cerebro visionario achicharrado a base de anfetaminas y de arabescos de LSD, que la única posibilidad de supervivencia de la especie humana estriba en la capacidad de trasladarse a algún otro planeta hospitalario; pues en éste ya lo ha explotado y destruido todo.
Por aquellas fechas me llamó la atención que Elon Musk, que pasaba por ser uno de los hombres más inteligentes del mundo, gastara fortunas en desarrollar su propia carrera espacial cuando bien podría quedarse tranquilamente en casa, contando billetes ganados con sus coches prodigiosos y otros negocios más plausibles que esa estéril proyección de cohetes hacia el espacio, buscando angustiosamente no sé qué. ¿Dinero? ¿Dios?
Estas cosas me parecían signos de desesperación, pesadillas de Casandra.
Mientras tanto, mi lector y yo estábamos ahí, tomando en Ponzano el aperitivo, como siempre, como si nada, como si los signos bíblicos trazados por una mano invisible en la pared (Mane, Tezel, Fares) fuesen falsas alarmas, milenarismo de chichinabo.
Pero ahora volando en el viento ha llegado la «calima», es decir, polvo de arena del desierto, cubriendo, durante unos días, media España y sus cultivos con una capa rojiza de desierto marciano; y he recordado que leí no sé cuándo que todos los síntomas de agotamiento del planeta eran asumibles… siempre y cuando las dunas del desierto no se levantaran, empujadas por el viento, y pasaran el Estrecho.
Porque si el polvo reseco, ultraligero, en alas del viento huracanado, cubría nuestros campos de cultivo y nuestras ciudades (y placas solares), convertiría la Península en una prolongación del Sáhara.
Pero por qué iban a levantarse esas dunas…
Bueno, empieza a ocurrir. Es la última etapa, hasta ahora, de una serie de signos catastróficos.
Se suceden las plagas, los tsunamis, la gran nevada Filomena que de repente paralizó Madrid y diezmó su arboleda, siguieron las temperaturas insoportables del último verano (cincuenta grados en Italia), y llegó el terrorífico coronavirus… y ahora resulta que el desierto empieza a invadir la Península…
Se diría que ha caído sobre nosotros una maldición. Mal de ojo sobre España. Al otro lado de la pared tose la vecina. A mí también me cuesta respirar. Veo, desde el balcón, que mi moto, allí abajo, ha quedado cubierta de una ultrajante capa de polvo tan anaranjado como mi corbata preferida.
Dice el cuñado que no exagere, que no me ponga estupendo, que no pasa nada grave, que todo (la nevada, el bochorno, el polvo africano, etc.) son fenómenos puntuales… y que saque del armario aquellas mascarillas que habíamos apresuradamente arrinconado. Para no respirar la arena sahariana. ¡Y vamos a Ponzano!