Volver a bailar
«Lo propio de la vida, su designación, es la alegría, recuerda Tolstói. Si se desordena la alegría, sale una alergia»
He vuelto a bailar; en público, pues en privado tengo taconeo obsesivo compulsivo, mi particular tic TOC. Dos años después de que la vida se detuviera, como plantada en un tiesto de perplejidad, he bailado hasta la conga, ese ciempiés espasmódico. Al principio, entre los invitados de la fiesta hubo la timidez de lo desacostumbrado, como los matrimonios que han perdido el hábito de besarse y se rozan las comisuras. Pero luego nos acercamos, porque vivir de lejos no es vivir: el ser humano necesita una proximidad de seguridad. Antes habíamos tomado el test de las cinco y se habían abierto los ventanales del hermoso Pazo de Xaz. Lo bueno de bailar en A Coruña es que abre uno la ventana y consigue el efecto ventilador de Eurovisión.
Bailamos sobre un volcán, sí, y sobre una pandemia; bailamos sobre piquetes y sobre estanterías de supermercado vacías. Pero no es un danzar ignorante, inconsciente como el de los campesinos junto al cadalso que pintó Brueghel el Viejo; es un moverse sabedor y catártico. Hay días tan ciegos que solo cabe comunicarse en ese otro lenguaje de signos que es el baile. Dostoievski cuenta que lo primero que hizo el teniente Pirógov tras ser apaleado fue comerse un pastel de hojaldre y bailar la mazurca: «¿Creéis acaso que al trazar las figuras de la mazurca y marcar los pasos con sus miembros maltratados tan poco tiempo antes pensaba que apenas habían pasado dos horas desde que lo apalearon? Pues claro que lo pensaba. ¿Y sentía vergüenza? ¡Pues claro que no!».
Con cada paso de baile no dado se pierde el paraíso terrenal, porque la danza está en todo lo que merece la pena. ¿Qué es escribir sino el perreo de un pavo real? Baila el niño, nada más nacer, un agarrado con su madre, que lo mece para apaciguar sus miedos. En el jardín, las enredaderas perfeccionan el tango y las rosas, al marchitarse, ejecutan la danza de los velos. El amor es una lambada al filo de un acantilado. Con su twist animan los limpiaparabrisas los días de lluvia. La vida es un rock and roll acrobático que se aprende cuando ya no se tiene flexibilidad.
Nietzsche confesó que solo creería en un Dios que supiera cómo bailar. Para tener fe en el hombre basta con que lo intente, aunque sea el Chicken Teriyaki —la Barbacoa de la generación Z— porque mientras se baila no suele hablarse; se saca la pata, que es una de las mejores formas de no meterla. Quizá danzar no resuelva problemas, pero permite pisotearlos como uvas para extraer el jugo de la adversidad. El baile funciona como exorcismo, como celebración de libertad y como Viagra de la moral: nos libra de esa pobreza definitiva que es la miseria del ánimo.
Puede parecer una superficialidad danzar en tiempos de guerra, pero no hay mayor frivolidad que considerar todo grave. Hasta la tumba admite la ligereza despreocupada de unas flores. Siempre hay algo de lo que alegrarse: el abrazo de un cruasán con mantequilla, el beso de buenos días que se recibe con igual ilusión que un Óscar, las crestas montañosas que imitan espinazos de dinosaurio y recuerdan que otras amenazas también se extinguieron. «¡Alegrarse! ¡Alegrarse! Lo propio de la vida, su designación, es la alegría», recuerda Tolstói en sus Diarios. Si se desordena la alegría, sale una alergia.