La muerte y la mujer: cuadrar el círculo de la desigualdad
«¿De qué “hombres” y de qué “mujeres” estamos hablando toda vez que la biología no lo determina en absoluto, o al menos no del todo?»
La coherencia no es una condición suficiente para que abracemos una causa política o moral. Las tapias de los cementerios, los hornos crematorios, los potros de la tortura, los gulags y las escuelas de mecánica de la armada testimonian los espantos a los que conduce seguir el dogma aunque perezca el reo, o el hereje, o cualquier obstáculo para la causa incluyendo el mundo. No: la coherencia no es condición suficiente, pero sí necesaria. Y el primer deber de cualquiera, feminista, neoliberal, rojipardo o neorrural, es la honestidad intelectual de reconocer que «lo suyo» no pita, que está mal pensado, que hay que revisar las premisas, que la contradicción es demasiado flagrante, tanto como para dinamitar todo el edificio y con él los espacios que sí merecería la pena mantener. Si quienes tienen la posibilidad de evitar la deflagración no lo hacen, entonces la cosa es más seria: a la sospecha de deshonestidad habremos de añadir la posibilidad de la estulticia, la incompetencia, incluso la traición.
Durante los días 21 a 24 de marzo la juez Ketanji Brown Jackson, designada por el presidente Biden para ocupar una vacante en la Corte Suprema, ha comparecido ante el Comité Judicial del Senado, paso previo para lograr su nominación, lo que la convertiría en la primera mujer negra en ser magistrada del más alto tribunal de Estados Unidos. Como es costumbre, la mayoría de los miembros del Comité la han sometido a un escrutinio muy exigente. Se ha revisado su biografía con la lupa del entomólogo, se han analizado sus sentencias, sus declaraciones públicas, su vida familiar, sus trabajos de fin de grado… Se le han tendido trampas, pero también se ha celebrado que pueda llegar a ser la cuarta mujer de un tribunal de nueve miembros. «Es significativo que las mujeres alcancemos estos puestos, en especial una mujer negra, porque servimos como modelo a las niñas y jóvenes», respondía a preguntas de la senadora demócrata Dianne Feinstein. «No puedo aportar una definición de lo que es una mujer», respondió para asombro del respetable a la senadora por Tennessee, la republicana Marsha Blackburn.
La juez Jackson estudió en Harvard y ha venido siendo miembro del Harvard Board of Overseers, su órgano consultivo más importante. Si la juez Jackson llegara a ser nominada seguramente tendrá que abstenerse de la resolución de un caso de discriminación que tiene que afrontar próximamente la Corte Suprema: la denuncia por discriminación en la admisión que dos estudiantes de origen chino han interpuesto contra el alma mater de Jackson, a la que acusan de usar un criterio subjetivo para calibrar rasgos de carácter como la amabilidad, afabilidad y coraje y de ese modo interponer un escollo insalvable a la entrada a los asiático-americanos en la Universidad de Harvard. El senador republicano Ted Cruz tenía un particular interés en conocer si la juez Jackson se abstendría –su respuesta fue que sí- pero también en saber cómo la juez Jackson puede aceptar la legitimación activa (el standing, la posibilidad de ser parte en una causa) en un asunto de discriminación de género sin saber qué es una mujer. ¿Podría haber sido considerado el senador Ted Cruz, exalumno de Harvard como la juez Jackson, como uno de esos asian-americans afectados por la discriminación, si el senador Cruz, a pesar de su origen hispano, se reclama asiático? Y si me considero mujer, prosiguió tenazmente Cruz, ¿podría ser admitida mi demanda por discriminación por razones de género?
El senador Cruz no debe conocer el III Plan Estratégico para la Igualdad Efectiva de Mujeres y Hombres 2022-2025 elaborado por el Ministerio de Igualdad y el Instituto de las Mujeres (el plural no es inocente). Le convendría. En dicho documento se leen cosas que «vosotros no creeríais», como dice el replicante Roy Batter en el monólogo final de la película Blade Runner. Se lee que en el «Eje 1: Buen Gobierno» hay un objetivo específico que se describe cómo «integrar la variable de sexo y la perspectiva de género en las estadísticas y estudios», uno de cuyos «indicadores de resultados» es el «% de operaciones estadísticas oficiales en las que es posible obtener datos desagregados por sexo de forma transversal». Y eso es lo que tiene como objetivo un Gobierno que, al tiempo, está dispuesto a que la mera voluntad del individuo baste para constar oficialmente como «hombre» o «mujer» en el correspondiente registro del sexo: ¿qué sentido tendrá desagregar esos datos por sexo a partir de ese momento? ¿Constatar un sentimiento íntimo o auto-percepción conforme o disconforme con lo que tocó en la lotería de la naturaleza?
En un momento de su agrio intercambio con el senador Cruz, la juez Jackson apelaba a que ella no era «bióloga». Hacía bien en recordarlo: tal vez una manera de salir del entuerto consista en sostener que el concepto de mujer «jurídicamente o institucionalmente» relevante (y por ende el de «hombre») no tiene por qué atender a la biología. Pasa como con el hecho tan natural de la muerte: la condición del individuo que permite que el cuerpo sea enterrado o cremado, o usado para la investigación médica o como vivero de órganos no es necesariamente la muerte biológica, sino la finalización irremediable de las actividades y funciones que nos definen como personas. El cese irreversible de toda actividad cerebral no impide que el organismo humano siga teniendo funciones residuales, pero para el Derecho la muerte encefálica, aun no siendo la muerte biológica, es la muerte relevante. Mutatis mutandis para la mujer.
¿Qué debe ser entonces lo jurídica o institucionalmente relevante para constar como hombre o mujer a todos los efectos? ¿Solo haber nacido biológicamente como mujer u hombre? Lo cierto es que no; como sabemos bien, desde 2007 en España constan como mujeres u hombres quienes no nacieron como tales, y quienes nunca, stricto sensu, habrán cambiado de sexo por mucho que hayan seguido el procedimiento jurídico desde entonces vigente (hormonación, cirugía, dos años de tratamiento psiquiátrico).
Si yo fuera la juez Jackson, o cualquiera de las muchas abogadas de la causa trans, devolvería la pelota repreguntando a los Ted Cruz o Marsha Blackburn de este mundo: ¿es Rachel Levine, la mujer trans designada por Biden como subsecretaria de Salud, una mujer? ¿Lo es la célebre diputada socialista Antonelli? ¿Por qué ella sí debe ser así considerada? ¿Solo porque se ha operado u hormonado? ¿Solo porque de resultas de ello su expresión de género corresponde al estereotipo de mujer? ¿Cuál es su concepto de «mujer» a la luz de su admisión de que algunas mujeres trans sí deben considerarse mujeres?
El partido Vox insiste, y bien hace, en desterrar el concepto de «violencia de género». O más rigurosamente: lo que denota y connota. Y la resistencia a que se sustituya por el término «violencia intrafamiliar» (moneda terminológica común en numerosos países occidentales), aún persistente e insólitamente torpe, es comprensible. «Conceptualizar es politizar», recordaba recientemente Laura Freixas evocando a Celia Amorós, la célebre teórica feminista. Ello explica que una definición más amplia y comprehensiva que engloba todas las posibles motivaciones de las agresiones de los hombres a las mujeres – también, claro, la machista- sea repudiada. Y que su consolidación pueda ser incluso pensada como un elemento de riesgo para la vida de las mujeres, lo cual constituye una superchería propia del mundo de las ordalías, de los conjuros, de las brujas y los calderos.
De lo que se trata, y apenas se oculta, es de que ningún pez – verbigracia, «hombre»- se pueda escapar de la malla semántica que impone la «violencia de género». Para todo hombre la biología sí es destino. Verbigracia, machista. Y todas sus agresiones contra una mujer, cualquiera sea su forma, habrán de ser categorizadas como el resultado, consciente o no, del sistema de dominación patriarcal. Peces y títeres boqueando en la malla. Pero entonces, de nuevo de la mano de esos senadores republicanos pérfidos, debemos preguntarnos: ¿de qué «hombres» y de qué «mujeres» estamos hablando toda vez que la biología no lo determina en absoluto, o al menos no del todo?
Tomemos, de nuevo, el caso de Carla Antonelli. ¿De qué depende su condición de «víctima de violencia de género»? ¿Lo es ahora y desde el momento en que completó su transición si eventualmente es agredida por su pareja o expareja? El insulto o vejación al hombre que fue por parte de quien fue su pareja es sin duda un caso de «violencia intrafamiliar» o «doméstica», y siempre lo será. ¿Después pasa a ser, ese mismo acto, una instancia de «violencia de género», es decir, muta mágicamente en «otra cosa», en una expresión del machismo patriarcal, desde el momento en el que Carla Antonelli «aparece» como mujer? ¿Y mediante esa operación taumatúrgica de «politización conceptual» se protege mejor a las mujeres? No hay manera de cuadrar ese círculo.
Lo creo porque es absurdo, afirmó Tertuliano en un ejercicio de fideísmo extremo que no dista mucho del que parecen exigirnos tanto el feminismo institucionalizado como quienes abrazan el «terraplanismo queer».
Demasiado pedir a la razón, y al sentido común. Y a la convivencia entre quienes, siendo distintos, quieren ser tratados como iguales, sea cual sea su biología.