La literatura infantil no existe
«Me producen rechazo las historias pensadas exclusivamente para hacer entender algo a los niños»
El pasado sábado se celebró el Día Internacional del libro infantil y juvenil, la fecha conmemora el nacimiento de Hans Christian Andersen. Las librerías coloreaban sus escaparates y había algunas actividades. En el Gutun Zuria Bilbao, el Festival Internacional de las Letras de Bilbao, escuché a la escritora Carlota Gurt (ha publicado su primera novela, Sola, en Libros del Asteroide) decir que siempre que te ponen una etiqueta en realidad te están quitando algo: si es literatura rural ya no es gran literatura. Gurt no se refería a la literatura infantil y juvenil, pero también aplica aquí. La escritora Blanca Lacasa, que publicó estas navidades el fanzine Tupitina –además de varios álbumes ilustrados este año como ¡Ey! Esta es mi casa, Ni guau ni miau– defiende que no hay que separar entre literatura para niños y literatura para adultos, que en realidad es todo lo mismo: literatura.
Tener niños alrededor es la excusa perfecta para volver a libros pensados para niños pero que disfrutamos de adultos, a veces los descubrimos, incluso si nos los leyeron cuando éramos pequeños. El escritor y editor Daniel Capó comparte en su blog lo que lee con sus hijos. Habla de Los tres bandidos, de Tomi Ungerer, que yo también les leo a mis hijos. De ese mismo autor tenemos Críctor. Capó cita a Sendak, otro clásico: Donde viven los monstruos podría recitarlo casi de memoria, como La pequeña oruga glotona, de Eric Carle. No le he perdonado a mi hija pequeña que rompiera Míster Magnolia de Quentin Blake, y de Mundo loco, de Georg Barber, hay tres ejemplares en la estantería. De Michael Ende hemos leído hace poco El secreto de Lena, que creo que debió de inspirar a los creadores de Brave en alguna cosa. Entre mis favoritos está Roald Dalh, La maravillosa medicina de Jorge y Superzorro son los que leemos más, porque son los que tenemos en casa.
Entre tanto cuento ejemplarizante, las gamberradas de Dahl con abuelas antipáticas y nietos dispuestos a hacer pócimas para envenenarlas me resultan tan refrescantes como un gin fizz. Aunque entiendo el sentido de usar los cuentos para explicar cosas (la llegada de un hermano, la muerte, una mudanza, el covid, etc.), en general me producen rechazo las historias pensadas exclusivamente para hacer entender algo a los niños. Me molesta esa idea utilitarista de los libros. Prefiero que ese aprendizaje se dé como sin querer, que todo surja un poco por el camino, como en ese álbum ilustrado de Mariana Ruiz Johnson que se llama precisamente así, Por el camino, donde quizá se enseñan los números, pero lo importante está en el ritmo y en la imaginación. No se me ocurre mejor respuesta a la literatura ejemplarizante que las aventuras de Pippi Calzaslargas: no va al colegio, vive sola con un caballo y un mono, no reconoce a la autoridad ni la mesura, ¡hasta duerme del revés! Me acuerdo de Gianni Rodari y sus cuentos a veces sin un conflicto, que son momentos en los que se abre una ventana a la imaginación y al juego, y con la misma naturalidad, se cierra.
Ha aparecido en casa de mis padres uno de los libros en los que recuerdo haber pasado horas sumergida al poco de aprender a leer: El rey Rollo y el rey Fermín, de David Mac Kee. Uno de los reyes se aburre, el otro va a visitarlo y pasan la tarde jugando. No pasa mucho más, pero se abre una posibilidad a que pase todo. En el fondo, mi gusto no ha cambiado desde entonces.