THE OBJECTIVE
Javier Benegas

La sociedad del tedio

«Tanto Thatcher como Reagan eran una anomalía. Y, como tal, no tuvo continuidad»

Opinión
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La sociedad del tedio

Margaret Thatcher y Ronald Reagan. | Europa Press

“Apenas podemos esperar que haya fe o interés por el progreso en una civilización en la que hay capas cada vez más amplias de población envueltas en el sudario del tedio. La gente está aburrida del mundo, del Estado, de la sociedad y de sí misma”. Así comenzaba Robert Nisbet uno de los capítulos finales de su Historia de la idea de progreso (1998). 

Según matiza el propio Nisbet, el tedio no es una afección nueva en la historia. A lo largo de los tiempos, emperadores y reyes cayeron víctimas de esta enfermedad, y la aristocracia aburrida es un elemento muy presente en la historia de la Europa moderna. Sin embargo, antes la inmensa mayoría de la gente no tenía tiempo para aburrirse porque debía trabajar de sol a sol.

Esto deja de ser así en el siglo XX. El progreso económico y social hace que el tiempo libre pase de ser un lujo solo al alcance de unas selectas minorías a convertirse en un beneficio mayoritario. Y frente a este cambio, Nisbet lanza la advertencia de que nuestra evolución física y social no nos ha preparado para el ocio. Hasta hace poco la lucha por la subsistencia era incompatible con el tiempo libre. Y, aunque algunos individuos vayan aprendiendo a enfrentarse al problema del ocio, la mayoría no sabrá resolverlo. 

Nisbet concluye que el presente es un conjunto de cosas absurdas que no llaman la atención y que están empapadas de demonismo. El pasado o el futuro no parecen interesar realmente a nadie, solo el presente inmediato. Y lo único que importa es lo que se circunscribe al Yo: sus sufrimientos y su deseo de acabar con los sufrimientos. Finalmente, parafrasea a G. K. Chesterton, “cuando se deja de creer en Dios ya no se puede creer en nada, y el problema más grave es que entonces se puede creer en cualquier cosa”, y afirma que en estas circunstancias es imposible que exista fe o interés por el progreso.

El libro de Nisbet se publicó cuando las dos grandes figuras del ‘espejismo liberal’ de la década de 1980, Margaret Thatcher y Ronald Reagan, ya no gobernaban. Habían sido reemplazados desde hacía casi una década por integrantes de sus mismos partidos, pero mucho menos beligerantes frente al establecimiento de un Estado del bienestar cada vez más intrusivo. 

Thatcher y Reagan, cada uno por razones diferentes, fueron una anomalía respecto del statu quo, no ya de sus propias formaciones políticas, que también, sino del orden político occidental en general. Thatcher, además de ser mujer en un entorno dominado abrumadoramente por hombres, era la hija de un tendero. Reagan, por su parte, no era el habitual político profesional, sino un actor proveniente de la industria del cine. No cabe duda, y más aún con la mirada del tiempo, que fueron dos personajes atípicos, dispuestos a promover ideas que se habían convertido en anatemas. Su beligerancia contra la idea del Gran gobierno, que desde el final de la Segunda Guerra Mundial se había vuelto dominante, fue uno de sus signos característicos, y su mayor logro histórico fue el desmoronamiento del imperio soviético. 

Pero, como digo, tanto Thatcher como Reagan eran una anomalía. Y, como tal, no tuvo continuidad. En realidad, el renacimiento liberal de la década de los 80 fue incapaz de elaborar una narración profunda y amplia de su visión de la sociedad por esta falta de continuidad. Y más que contribuir a la polarización, como apuntó equivocadamente Jonathan Haidt en The Age Of Outrage, su prematura desaparición lo que hizo fue dejar un enorme vacío que rápidamente fue llenado por la omnipresente socialdemocracia, la derecha autoritaria y una izquierda mutada en particularismos ideológicos. Así, en apenas unos años, de la década liberal de los 80 apenas quedaba un recuerdo meramente economicista asociado a la exacerbación del egoísmo individualista, extirpándose de la memoria colectiva cualquier significado más profundo. De tal suerte que, a día de hoy, basta añadir la etiqueta “liberal” a cualquier iniciativa para que automáticamente se identifique como una amenaza para el Estado de bienestar y el “bien común”.      

Sobre Margaret Thatcher Roger Scruton escribió: “Mirando hacia atrás, debo decir que el mayor legado de Thatcher fue haber colocado a la nación y el interés nacional en el centro de la política”. Sin embargo, en su opinión, Thatcher no era una intelectual. Obedecía más al instinto que a una filosofía correctamente elaborada. Como recordaba el editorial del Times, al día siguiente de su muerte, “era una mujer de verdades simples”. De ahí que haya prevalecido la creencia de que Thatcher, en su simpleza, se dedicó a promover la economía de mercado desechando la filosofía y que exacerbó el egoísmo individualista que, para muchos, está en la raíz del hedonismo que nos asuela.

En este sentido, Scruton recordaba también cómo muchos intelectuales de entonces recibieron con júbilo la afirmación de Thatcher de que “no existe la sociedad”, porque la consideraron una prueba irrefutable de su burdo individualismo y de su ignorancia filosófica, pero sobre todo de su complicidad con una generación materialista poco o nada espiritual, cuyos ideales “podían resumirse en tres palabras: dinero, dinero, dinero”.

Sin embargo, matiza Scruton, lo que Thatcher quiso decir es que existe la sociedad, pero que esa sociedad es distinta del Estado. Está compuesta por personas, que se asocian libremente y forman comunidades de interés que los políticos no tienen de ningún modo derecho a someter. Para Scruton, estas comunidades de interés no solo han de entenderse en un sentido estrictamente materialista, pero no cabe duda que sin libertad económica la otra libertad, la que significa poder actuar según la propia voluntad, no es posible.

Si usted, querido lector, ha sido capaz de llegar hasta aquí, probablemente se pregunte, y con razón, cuál es exactamente la idea que intento transmitir. Pues bien, la primera idea es que se ha establecido la creencia equivocada de que el liberalismo ha dominado Occidente desde hace décadas, cuando ha sido la excepción. Lo que ha predominado es la socialdemocracia en cualquiera de sus grados. 

La creencia de que el liberalismo está en el origen de nuestros males es lo que permite a los autoritarios de uno y otro signo asociar la crisis actual con la hegemonía del “liberalismo anglosajón”, inferir que la democracia capitalista es peligrosa y que es necesario algún tipo régimen autoritario que preserve la dignidad humana y el “bien común”. Pero lo que definitivamente eleva esta creencia a verdadera amenaza es el tedio. Porque es el tedio —es decir, la ociosidad propia de nuestro tiempo—, junto con las nuevas tecnologías, lo que permite a los más vehementes proyectar esta creencia sobre una sociedad reblandecida y demasiado propensa a elevar las vivencias personales a la categoría de problemas sociales.

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