Argentina: la experiencia de tocar dinero
«Algo va mal en Argentina, aunque esta humilde columnista sin apenas conocimientos de macroeconomía no sepa situar el origen del problema»
¿Recuerdan cuando, antes de la pandemia, toqueteábamos billetes y monedas a diario? ¿Y cuando, ya metidos en ella de cuerpo entero, nos desinfectábamos –o «sanitizábamos», calco horrendo del inglés que vino para quedarse– las manos como actividad principal de nuestra existencia? Del covid no habremos salido mejores, pero sí con menos dinero en la cartera en todos los sentidos: ahora es la tarjeta de débito la que vamos posando de terminal en terminal de pago casi sin enterarnos, y a menudo para importes que hace tres años solo podíamos pagar en metálico por su poca cuantía. En la vida adulta en euros –porque la vida en pesetas me resulta hoy parte de una existencia infantil y lejana– tocamos pocos billetes, algo que nos sitúa muy lejos de esos personajes de películas y series de acción que sacan de maletines negros fajos de billetes verdes con total naturalidad.
En cambio, en el hemisferio sur, donde la vida me trajo hace unas semanas, toco dinero a mansalva. Monedas, no muchas, pero sí todo tipo de billetes: mugrientos, pegados por la mitad con cinta adhesiva o recién impresos e ilustrados con pájaros, próceres de la República o con la cara de Evita Perón. Tras esta última mención adivinarán que estoy en Argentina, concretamente en Buenos Aires, donde practico constantemente el toqueteo de dinero (o de «plata», por usar la variante dialectal de la zona). Mi cartera no cierra a causa del fajo de billetes de 10, 20, 50, 500 y 1000 pesos que llevo en ella, agarrados con una goma elástica. Lamentablemente, mis fajos no se traducen en fortunas, pues mil pesos argentinos, al cambio «blue», que es el extraoficial y a la vez el beneficioso para los visitantes, son unos cinco euros.
Se preguntarán por qué no pago con mi tarjeta de débito española para evitar este acarreo de papelotes rectangulares, pero para responder a esa pregunta e intentar siquiera esbozar la vida monetaria en un país como este, donde la compra de un piso se paga al contado y en dólares, esta humilde columnista con escasos conocimientos de macroeconomía, de derivas inflacionarias y de devaluaciones sistemáticas, tendría que estudiar un grado en economía. Espero, por tanto, que baste con la descripción de las insólitas situaciones monetarias que vivo a diario para que quienes me lean desde España (ojalá sean muchos) reparen en que las cosas no van tan mal por la península y archipiélagos, y la vez compadezcan a los argentinos, ya casi resignados a vivir situaciones como esta.
Voy al grano: no pago con tarjeta porque todo me saldría el doble de caro, ya que la brecha entre el cambio oficial y el paralelo es del 96%. Como he dado con un cambista de confianza –también llamado «arbolito»– que me dio 220 pesos por cada euro y no 119, me he instalado en la lógica beneficiosa del pago en efectivo. Así, en este viaje he entendido por qué los porteños abarrotan sus cientos de bares, restaurantes, pizzerías y cafés a diario: la idea de ahorrar en pesos les hace reír (lo hacen en dólares, que guardan con frecuencia a buen recaudo en casa) porque la devaluación implica puro presente y siempre es mejor que te quiten lo bailado y lo cenado, sobre todo si incluye rica carne a la parrilla.
Es tal la obsesión argentina por la moneda norteamericana que en 2016 los economistas Ariel Wilkis y Mariana Luzzi publicaron el ensayo titulado El dólar. Historia de una moneda argentina. En él explican desde un enfoque sociológico la «obsesión verde» que vincula a los argentinos con la divisa estadounidense. El libro comienza relatando la siguiente anécdota: en 2019, una de las preguntas de la versión argentina del concurso Quién quiere ser millonario fue «¿A qué precio cotizaba el dólar oficial para la venta el 26 de febrero de 2015?» De las cuatro respuestas posibles, la concursante, sin dudarlo un momento, eligió la acertada tras una serie de cálculos y razonamientos que, si bien para ella entran dentro del rubro «vida cotidiana», para una pagadora en euros como yo, resultan casi extraterrestres.
Como extranjera me beneficio de que un viaje en taxi por Buenos Aires valga un euro y medio, pero soy consciente (y ahí me agarra la culpa) de que este beneficio hunde sus raíces en la desgracia de un país con aproximadamente un 40% de pobreza y un índice de inflación anual similar, donde, sin embargo, la ropa y muchos otros bienes de consumo frecuente tienen precios europeos. Si el taxista está ganando un euro y medio por la carrera y ha de pagar importes altísimos para muchas de sus compras –cuatro rollos de papel higiénico me costaron como dos viajes en taxi– algo va muy, pero muy mal en Argentina, aunque esta humilde columnista sin apenas conocimientos de macroeconomía no sepa situar el origen del problema. Mi sugerencia es que vengan a conocer la situación de primera mano, y así de paso dejan unos dineros en este hermosísimo país adictivo para quien lo visita, que merece un presente y un futuro mucho mejores.