Hipocondrías políticas ante el espejo francés
«La primera ronda de las elecciones galas ha dado lugar a una profusión de comparaciones entre el escenario político francés y el español»
Un hipocondriaco percibe los síntomas ajenos en el cuerpo propio, incluso aunque solo haya empezado a experimentarlos al tener conocimiento de ellos por algún testimonio, o leyendo el prospecto de alguna medicina. La observación genera el síntoma, o lo amplifica artificialmente. Algo parecido sucede con los fenómenos colectivos ajenos, que se nos presentan como la anticipación de lo que estará por llegarnos a nosotros tarde o temprano. Es comprensible dadas las dificultades de vivir en la incertidumbre. Ante esa realidad, parecemos preferir un vaticinio poco venturoso a no disponer de ninguno. Al menos, uno puede ir haciendo planes ante la potencial desgracia, y por eso las analogías están tan arraigadas: traducen la imposibilidad de saber en escenarios más o menos probables que nos sitúa en el mapa del futuro.
Se explica así que el resultado de la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas –en las que Macron y Le Pen pasaron a la segunda vuelta que se celebrará a finales de la semana próxima– haya dado lugar a una profusión de comparaciones entre el escenario político francés y el español de la que se extraen conclusiones de todo tipo, algunas valiosas. No se trata de analizar ninguna en particular, sino de constatar el resorte automático que ha saltado: la necesidad de encontrar patrones propios en los que se han revelado fuera. Ha habido análisis que han destacado la necesidad de imitar a Francia en su aislamiento de la ultraderecha, mientras que otros, mirando también a Francia, constatan la inutilidad del mismo. Al fin y al cabo, Le Pen ha ido ampliando los apoyos en cada elección y hoy, pese a dicho cordón sanitario, tiene posibilidades reales de llegar al Elíseo. También ha habido especulaciones sobre la izquierda, sobre qué mensaje debe dar y qué grado de unidad debería alcanzar en función de la afinidad con el candidato Mélenchon.
Las conclusiones serán tantas como lo sean nuestros sesgos y preferencias, y no carecen de valor especulativo y analítico. En los últimos años hemos comprobado que la política funciona, también, por imitación, y que las tendencias globales encuentran acomodo en las particularidades de las distintas culturas políticas. Ahí estuvo Berlusconi en Italia y sus trasuntos por todo el mundo, o Trump posteriormente y su legión de admiradores, también en España. Por no hablar de los discursos de la derecha radical en toda Europa, asumidos por millones de ciudadanos y que, con elementos locales que los diferencian según se pronuncien en Varsovia o la frontera sur, varían la forma pero no la esencia. Hasta los aislacionistas forman ya coaliciones globales en las que comparten experiencias y estrategias. Siendo así, ¿cómo no otorgar valor predictivo a lo que ocurre en países que comparten ciertas características políticas y culturales con el nuestro?
Sucede que dichas extrapolaciones pueden llegar a tener carácter performativo: a través del vaticinio de lo que sucederá, lo terminamos impulsando. Como el hipocondriaco que lee los síntomas de una enfermedad nueva y extraña y comienza a encontrarse mal. Además, por la propia necesidad de anticipar escenarios, solemos dar más peso a las similitudes que a las diferencias, que en el caso de Francia no son pocas ni irrelevantes. Empezando por el régimen político, un sistema semipresidencialista que, unido a un nuevo ecosistema mediático digital y acelerado que prima la tensión y el espectáculo, ha creado un escenario que propicia las personalidades fuertes y los liderazgos desintermediados. Por último, las analogías generan cierto efecto de parálisis, como al animal que cruza de noche una carretera y lo ciegan los faros del coche que se le viene encima. Sin embargo, lo más útil es analizar lo que ha pasado allí no para prepararnos para cuando nos llegue aquí, sino para evitar que nos suceda.
Una primera conclusión sería la de dejar de echar de menos un sistema presidencialista, por más que el régimen parlamentario pueda llegar a ser exasperante cuando las mayorías son tan difíciles de armar. O la de no insistir en recobrar un centralismo político y administrativo que no ha hecho más que alejar a las élites de París del resto de Francia, y a la propia ciudad del país del que es capital y a la que ha dejado de representar fielmente. No es que ese efecto no exista aquí, pero en mucha menor medida. O quizá ya es tarde y conviene ir preparando el epitafio tipo del hipocondríaco, en cuya tumba se lee un definitivo: «Os lo dije».