Guerras que dejan indiferente
«El 50% de los votantes entre 18 y 24 años no vota, que es perfectamente legítimo, pero es que tampoco les interesa nada la vida política»
No me refiero a la guerra que asola Yemen, que no importa a nadie; es más, la mayoría no sabe ni dónde está ese país. Hablo de esa gente a la que la política y el mundo exterior a su pequeña comunidad no les interesa. El asunto es que este fenómeno no es nuevo en la historia: esa indiferencia ha coincidido con la existencia de opciones polarizadas fuertes, y que al menos una de ellas ha estado basada en el odio.
La gran bolsa de abstencionistas en Francia han sido las franjas más jóvenes. No es algo exclusivo. Está pasando en otros países, como España. Aquí, el 50% de los votantes entre 18 y 24 años no vota, que es perfectamente legítimo, pero es que tampoco les interesa nada la vida política. Esto no deja de ser curioso cuando ahora como nunca en la historia de Europa se ha gastado tanto en adoctrinamiento escolar, al tiempo que la hegemonía cultural invita a integrarse en el sistema como el comportamiento cívico perfecto.
A esto podemos añadir el voto de los desheredados. Agrupación Nacional, el nacionalpopulismo de Le Pen, ha triunfado en los distritos rurales y en los barrios obreros. Es el sueño del comunismo: el comunitarismo obrerista. Lo ha hecho entre los que han asumido el relato de que son víctimas del «globalismo», del «mundialismo» que dicen en Francia. La reacción es culpar de sus problemas al establishment, al mismo que ha provocado a su entender la guerra en Ucrania.
Julen Benda escribió que los falsos indiferentes a la rutilante idea del progreso se aferran a discursos defensivos y colectivos. Es pura supervivencia con una buena dosis de violencia retórica que a veces va más allá de las palabras. Son los odiadores los que crean ese discurso que engancha a los que en apariencia no tienen nada que perder. Hablan a esos a los que Richard Hoggart en la década de 1950 veía a punto de perder su identidad tradicional y obrera, por un espejismo buenista de consumo y placer.
Todos estos «desheredados» miran hacia dentro, y el resto de asuntos, de guerras, de conflictos o de pisoteos de los derechos humanos les importa un pepino campero. Si a esto sumamos los jóvenes que desprecian la mínima participación política, votar, el tema es más que preocupante.
Gramsci y sus apéndices se equivocaron: no se trata de odiar al indiferente, sino de comprenderlo. Es lo mismo que cuando hablan de «cordones sanitarios» a ciertos partidos, siempre a la derecha. No es excluirlos, como se demuestra en Francia, sino debatir punto a punto, desmontar el relato demagógico con propuestas realistas.
Al final hay que reconocer que hoy, como hace 100 años, estamos en manos de una clase dirigente pésima. Los miembros más jóvenes del Gobierno de España no son buen ejemplo de nada, sino todo lo contrario. Para la población del campo y los trabajadores de los barrios obreros estos cargos públicos son pijos a pesar de que se presentan como representantes de los desfavorecidos.
No solo no conectan con sus inquietudes, sino que producen un profundo desprecio. Tampoco despiertan vocaciones más allá de los ambiciosos que ansían un puesto bien remunerado. No extraña nada. De hecho, su jefe, el presidente del Gobierno, no asistió a la final de la Copa del Rey para evitar ser abucheado por las aficiones del Betis y del Valencia.
No solo no causan afecto, sino que afrontan el desprecio que generan. Es la demostración de un enorme fracaso y una carencia notable. La política de identidades vinculadas con la intimidad, como el sexo, y la retórica emocional para justificar la legislación ha creado dos bolsas enormes de electores que no guardan aprecio por el sistema: los desheredados y los jóvenes. ¿Y el resto? Los demás votan a Macron. Es ese mismo electorado que Moreno Bonilla reclama para su candidatura en Andalucía, o al que llama Feijóo en España, que hará prácticamente desaparecer el logo del PP de su propaganda electoral, ya verán, como hizo en Galicia.
La comparación de Abascal con Le Pen hecha por el PP andaluz no deja bien a los partidos del sistema, a los populares y al PSOE. No queda bonita una comparación con la suerte que las urnas han deparado a sus homólogos en Francia. A fin de cuentas en el país vecino han desaparecido en beneficio del partido de lo existente, el de Macron, frente al nacionalpopulismo. En esta situación podemos hacer dos cosas: ser indiferentes a la guerra de nuestro tiempo, que diría Ortega, y dejar paso a quienes se sirven de ella, o que la política del sistema empiece a hablar a más gente.