THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Escuela de tartufos

«El batiburrillo organizado sobre Pegasus parece el rasgarse de vestiduras de los fariseos»

Opinión
Comentarios
Escuela de tartufos

El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès. | Europa Press

Cuando los teléfonos inalámbricos se pusieron de moda, los había que llevaban una pequeña antena en la parte superior del auricular. No pasaba día que el aparato no tropezara con una o dos conversaciones, pitidos diversos, o extraños sonidos varios. Y nos acostumbramos a ese otro que no sabíamos si era otro o un ejercicio de paranoia. Veníamos de una dictadura y aunque nos molestara profundamente, no nos parecía tan disparatada la idea de que alguien podía si no escucharnos, sí oírnos, que son cosas –aunque molestas ambas–, distintas. Después comprobamos que también los teléfonos fijos iban a tener sus sinfonías y psicofonías y sus sospechosos clics y conversaciones paralelas y ahí ya fue el acabóse. ¿De dónde venía todo eso? ¿Eran solo interferencias? Lo desmintieron, si no recuerdo mal, dos personas: Alfonso Guerra –el hombre que anunció el entierro de Montesquieu– y un juez del que no me acuerdo de su nombre (entonces aún no había jueces estrella y sí pocas ganas de figurar en plan Holivú). El primero, con su desparpajo habitual, dijo algo así como «¡Claro que se escucha! ¿Qué cree usted?»; el segundo fue más concreto y profesional: «Quien no quiera que se sepa algo, que no lo comente por teléfono». Hasta Mitterand, se dijo en los periódicos, espiaba las conversaciones de actrices francesas que le gustaban: cositas de François.

A medida que la modernidad se desarrolló en las comunicaciones como en ningún otro sitio y los móviles se convirtieron en apéndices humanos, fue calando la idea de un Gran Hermano democrático –si puede llamársele así– que lo grababa todo y que cuando le era necesario acudía al archivo y extraía la ficha del investigado y escuchaba sus conversaciones pasadas, presentes y futuras. Era una idea que no sé si venía de Orwell o de Philip K. Dick pero ahí estaba, tan eficaz como inquietante. Como inquietante era la naturalidad con la que se asumía el edificio de cristal como forma de organización social: todo transparente y a la vista, la intimidad no existe. Pero no recuerdo que ningún diputado, de los partidos con grupo parlamentario o del grupo mixto, organizara un zapatiesto por la posibilidad de las hipotéticas escuchas sin motivo ni razón, o porque la vida de los ciudadanos estuviera expuesta por muy distintas vías y las tiendas de artilugios para espiar se extendieran por España como el aceite.

Por eso el batiburrillo organizado alrededor de unas escuchas a políticos secesionistas con el sistema Pegasus –la mitología es el eterno retorno– parece las exclamaciones y el rasgarse de vestiduras de los fariseos bíblicos, o la hipocresía de una colección de tartufos dispuestos a sacar tajada de sus sepulcros blanqueados y que El Procés continúe con sistema Dolby y sensurround gracias a la torpeza de los jamesbond locales. Que si «se restringen a mínimos nuestras relaciones con el gobierno» –¿o no estaban ya tan restringidas que el gobierno central apenas existía en la Cataluña oficial?–; que si se rompe la mesa de diálogo –¿dónde esa mesa?–; que si es «un escándalo mayúsculo que ataca directamente a la democracia» –¿y los días críticos de septiembre y octubre de 2017, qué fueron y qué atacaron?–. Cómo se deben de estar divirtiendo –basta ver las sonrisas de colmillo en alguno de ellos– los secesionistas y sus simpatizantes y cómo chapotea penosamente en el charco el gobierno sin ver el final del túnel. En fin, que falta tanta filosofía de la sospecha en el gobierno central, como astucia sobra en algunos gobiernos autonómicos de carácter más o menos soberanista.

Hacia el final del franquismo, Adolfo Marsillach triunfó con su adaptación teatral de El Tartufo de Molière. Él mismo encarnó la figura del hipócrita Tartufo y ahí había, entre otras cosas, una crítica contra el gobierno de tecnócratas de lo que vino en llamarse tardofranquismo. Es posible que la mayoría de nuestros parlamentarios confundan a Marsillach con una marca de galletas y crean que El Tartufo es una modalidad de trufa. En cuanto a Molière ya nada digo. No está ni en los planes de estudio, pero el que continúa bien vivo es Boadella y se necesita ya una versión suya del caso de las escuchas catalanas. Por ser de casa –o sea, conocedor a fondo– y para que nadie se deje llevar por las falsas apariencias. Esas, tan comunes, donde lo malo pasa por bueno y lo bueno por malo y así nos va.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D