Procés, este cuento no se ha acabado
«Se olvida, con un punto de autoengaño, que el independentismo mantiene el poder absoluto en el Parlament y en la Generalitat»
Mis amigos no quieren que escriba del procés. Están hartos, cansados del tema, me lo dijeron en mi última visita a la ciudad de los prodigios, la que suelo hacer por Sant Jordi. El reciente 23 de abril ha sido cruel con los libreros y los lectores; la lluvia se tornó en granito y nos dejó helados. Lástima porque había ganas de disfrutar de la calle, de comprar, de leer y de olvidar los conflictos: había menos banderitas, muchas rosas rojas y pocas amarillas, y escasas broncas identitarias entre unos y otros. Los catalanes prefieren no hablar de política catalana. El nuevo mantra es «el proceso se ha acabado».
Durante una cena en el Poble-sec, el barrio de moda, un gran amigo, de esos que pueden decirte lo que quiera, me soltó muy convencido: «Puedes escribir de tantas cosas, de cultura, de economía, de política internacional, de teatro… ¿Por qué sigues escribiendo de política? Ya no le interesa a nadie. Se acabó». Creo que, detrás de su propuesta, hay ganas de protegerme y mucho cariño. Me gustaría hacer caso a este hombre culto y amable, con el que me iría al fin del mundo, pero seguiré escribiendo de lo que veo.
Estos últimos diez años hemos vivido un verdadero cuento chino, lleno de exageraciones y fantasías que se han diluido en la realidad, pero para pasar página hará falta mucho más que buenas intenciones y un tupido velo de optimismo fraterno. Es difícil creer que no «volverán a hacerlo», cuando lo repiten sin cesar, y olvidar que se siguen incumpliendo sentencias y sorteando las leyes.
Los periódicos y las editoriales, tras un largo covid sin nada que celebrar, organizaron importantes festejos para brindar en ese día de libros y rosas. Barcelona volvió a ser la metrópoli internacional y cosmopolita que siempre había sido. Con escritores en cualquier lengua firmando libros en las casetas. En mi paseo matinal por la Rambla de Catalunya, que ya rebosaba de gente contenta de estar allí, encontré a conocidos independentistas que me abrazaron y preguntaron por mi vida, a constitucionalistas con los que recordé batallitas. Ni una disensión en las casetas.
Tampoco escuché a nadie hablar del espionaje del programa israelí Pegasus, que ha resucitado tras años de ser vendido a gobiernos de toda Europa y se ha convertido en nuevo tema estrella del independentismo contra el Gobierno español. ¿Qué opinan ustedes?, pregunté a varios de los reunidos en diferentes saraos. No levantaron ni una ceja; les aburre, están hartos, repetían personas de la cultura y de la empresa. Quieren olvidar los diez años de unilateralidades, referéndums y repúblicas. Lo entiendo. La tensión ha sido elevada. Todos guardamos en la memoria comidas que acabaron como el rosario de la aurora o veraneos en playas donde hasta las toallas proclamaban lo que pensaba el bañista.
El mundo de los negocios catalán, más que en el proceso y sus circunstancias, está concentrado en el corto plazo, en la disparada inflación que obliga a subir los tipos de interés de los créditos, los precios de los productos y los salarios (eso habrá que verlo). También preocupa en esos foros que Ada Colau vuelva a ganar las municipales de Barcelona en 2023. Como dirían los ingleses, les gustaría un alcalde business-friendly. Sin embargo, observo que son pocos quienes han decidido el candidato o la candidata a votar. Esta vez, las famosas 100 familias catalanas que mandan en Catalunya -ya son menos porque muchas se han desplazado a otras ciudades o países- no van a sufragar ni apoyar campaña alguna. Sus próceres, que lo intentaron en los anteriores comicios, respaldando a Manuel Valls, acabaron desilusionados. Supongo que también Valls perdió confianza en la burguesía catalana, porque se volvió a Francia.
El juego aún no ha comenzado, pero los grandes partidos catalanes, por el momento, confían en sus cabezas de lista: Jaume Collboni (PSC), Ernest Maragall (ERC), Elsa Artadi (JxCat) y la actual alcaldesa (ECP). Quizás salgan nuevos partidos. Ya se ha presentado el liberal Valents, heredero de Barcelona pel Canvi, liderado por Eva Parera. Y hay otros posibles candidatos. Sigue pensándoselo Sandro Rosell, el expresidente del Barça al que hasta su madre -y las madres saben mucho- le ha pedido que no se presente. Su hijo estuvo dos años en prisión preventiva y, al salir sin cargos, ni siquiera le han pedido perdón. Por su parte, Santi Vila, el ex convergente más conciliador, menos secesionista, espera a decidir su futuro.
Se necesita normalidad. Con ese fin, se olvida, con un punto de sibilina ingenuidad o autoengaño, que el independentismo mantiene el poder absoluto en el Parlament y en la Generalitat. ERC y JxCat tienen una sociedad de intereses difícil de romper. Aunque Esquerra se muestra cauta, dispuesta a mantener pactos, Junts necesita revolver las tranquilas aguas del olvido para no hundirse en las próximas citas electorales, como auguran los sondeos. La orquestada reaparición del caso Pegasus es buena prueba de ello.
Hoy, más que nunca, un gobierno fuerte de Barcelona es importante. Si el constitucionalismo no consigue buenos resultados en las municipales, suficientes para liderar el pacto en la capital y en las grandes ciudades del área metropolitana, el «procés» se mantendrá vivo. Solo retornando al equilibrio político, a la lealtad entre Ayuntamientos, Generalitat y Gobierno español, la sociedad catalana volverá a la ansiada normalidad. El final feliz, el «colorín, colorado», es un bien intencionado deseo. Este cuento no se ha acabado.