Lesbofobia, transfobia y logosfobia
«¿No construyen patriarcado las mujeres trans que, como Duval, adoptan las expresiones de género que les permiten más vindicarse como mujeres?»
A toda cadena de premisas aceptadas le llega su conclusión como a todo cerdo le llega su San Martín. Llamaré «logosfobia», un síndrome muy extendido, a la resistencia inferencial, a negarse a admitir lo que se sigue porque, ay amigo, compromete los puntos de partida y éstos son preciadas credenciales ideológicas. Veámoslo.
Si aceptamos que la condición sexual solo depende de cómo cada cual se sienta o identifique, la orientación sexual quedará determinada por esa misma auto-identificación. Así, ser lesbiana o gay no dependerá de la anatomía que uno tenga o haya modificado, de tal forma que habrá lesbianas con pene (sea éste original o resultado de una faloplastia) y gays con vagina (sea ésta original o resultado de una vaginoplastia). Es más, un observador externo nunca podría asegurar si la relación sexual que contempla es heterosexual u homosexual (ténganme cuidado con lo que buscan y fisgan). Y más aún: puestos a conceder toda soberanía a los amantes, el significado mismo de muchas prácticas sexuales dejará de ser intersubjetivamente válido en la medida en la que su referencia semántica sea una construcción privada. Lo que denominábamos X (nunca mejor dicho) porque involucraba determinadas partes de nuestro cuerpo pierde su significación original. Acabaremos por no entendernos ni entender nada.
En ese sentido, el mensaje que, con motivo del «día de la visibilidad lésbica», hizo circular Podemos por las redes sociales –»No somos amigas, nos comemos el…»– ha sido, si bien procaz, de lo más pertinente y coherente al poner esos puntos suspensivos, una forma de poner los puntos sobre las íes. Las lesbianas no dejan de serlo porque se coman lo que se supone que no se deben comer o por tener los genitales que supuestamente no les corresponde. Puestos a vulgaridad vanguardista Podemos podría haber proclamado: «No somos amigas, nos comemos la…» (ya imaginan que acaba en «olla»).
Hay quienes, como la histórica diputada socialista Ángeles Álvarez, se resisten a esta conclusión que no es sino, insisto, una consecuencia lógica de haber asumido ciertas premisas, que, entonces, deberíamos abandonar o reconsiderar. A juicio de Álvarez, esta «resignificación» de la palabra «lesbiana» es un caso de «lesbofobia». Y, para quienes caen bajo la acusación de Álvarez (entre otras la conocida ensayista Elizabeth Duval), su negación de la condición lésbica de las mujeres trans no dejaría de ser una forma de «transfobia».
Duval tiene razón: lo que se deriva de insistir en que hay un «hecho» más allá de lo institucional en el que consiste ser mujer, y por ende un «hecho», más allá de lo volitivo, en el que consiste ser lesbiana, es que, como en algún momento afirmaron nuestros jueces, el «cambio de sexo» no es más que una ficción jurídica (como tantas otras). Ahora bien: ¿por qué afirmar eso sería «transfobo»? ¿Por qué decir que la orientación sexual no depende de la biología una forma de «lesbofobia»?
Llegados a este punto, y en un país en el que afortunadamente, y pese a lo que se cacarea políticamente, nada, ni en el plano jurídico-institucional, ni en las costumbres sociales impide a nadie vivir su sexualidad como le plazca, uno no puede por menos que parafrasear el cántico de Alaska: ¡pero qué más da! ¡Qué importa y a quién le importa! Muchos que pasan por ser liberal-conservadores, conservadores, incluso de «ultraderecha», no dejan de clamarlo, por cierto.
Importa porque sirve de atizador para un pebetero en el que la llama –el «progreso»– no debe apagarse nunca por mucha conquista o reforma lograda (incluso si tiempo después nos caemos del guindo y comprobamos que lo que era progreso puede ser más bien reacción si es que no desafuero). Importa porque nos canoniza a ojos de la parroquia y nos permite seguir sexando al adversario político con una denominación de origen –»reaccionario», «patriarcal», «retrógrado»– que nos exime de todo esfuerzo argumentativo, intelectivo incluso (y aquí no hay «auto-identidad ideológica o moral» que valga). Importa porque hay resultados electorales en juego en torno a los que gravitan fabulosas redes clientelares.
Pero hay algo a lo que nos debemos resistir con el espíritu de feministas como Ángeles Álvarez. Y no, no es al borrado de las mujeres biológicas y de sus orientaciones sexuales biológicamente consideradas, sino simplemente al borrado de la razón, a la aceptación de la impostura. En algún momento de su desarrollo, tal y como ella misma ha contado, Elizabeth Duval se sintió una «chica encerrada en un cuerpo de varón» y procedió, como tantos otros trans han contado, a remediar farmacológicamente esa incongruencia y a adoptar la expresión de género que corresponde al sexo femenino. Hoy se identifica como una mujer lesbiana y reivindica, además, que ser una mujer es la forma de ser dominada en una sociedad patriarcal que divide por géneros.
El que fue conocido y enterrado como James Barry (nacida Margaret Anne Bulkley) sabía muy bien que la patriarcal estructura social de la Irlanda de principios del XIX le impedía estudiar Medicina, y menos aún llegar a ser cirujano militar, lo cual acabó siendo solo gracias a que pudo ocultar su condición de mujer justo hasta el momento de su fallecimiento. Pero, ¿qué sentido puede tener la idea de «dominación patriarcal» sobre quienes, como Elizabeth Duval, han elegido ser mujer e institucionalmente se las ampara? ¿Qué dominación es esa que una misma compone?
¿Están construyendo o solidificando el patriarcado las mujeres trans que, como Elizabeth Duval, «transicionan» y adoptan las expresiones de género que les permiten más fácilmente vindicarse como mujeres? Y ¿qué significado cabe otorgar al concepto de «patriarcado» en una sociedad en la que se hace depender la condición sexual de la auto-identificación que hagan los individuos?
Les invito a que sean ustedes mismos quienes se respondan, examinen los dilemas y extraigan las debidas conclusiones.