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Velarde Daoiz

La gran estafa

«Vivimos más y trabajamos menos años, lo que, en teoría al menos, parecería algo bastante deseable… pero quizá no sea fácilmente sostenible»

Opinión
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La gran estafa

Mary Blackwey (Unsplash)

Mis padres nacieron en la posguerra, yo nací en 1970 y mis hijas en los primeros años del actual milenio. Técnicamente, por tanto, mis padres son ‘pregeneración boomer‘, yo soy un temprano ‘generación X’ y mis hijas son tardías ‘generación Z’.

Tanto España como el mundo en su conjunto han sufrido (¿disfrutado?) unos cambios espectaculares durante los últimos 80 años. La esperanza de vida en España, por ejemplo, era apenas 50 años en 1940 (unos 45 la media mundial), 72 en 1970 (57 en el mundo) y alrededor de 80 cuando nacieron mis hijas, unos 12 más que la media global en aquel momento.

No merece la pena entrar en todos los demás detalles que muestran las mejoras objetivas de las condiciones de vida actuales respecto a las de mi generación, y no digamos ya respecto de las de mis padres. Pensemos simplemente en los avances en materia sanitaria, en infraestructuras y transporte, o en la climatización y comodidad de nuestros hogares (puede parecer increíble, pero en 1975, en España y según el INE, casi una de cada cinco viviendas carecían de inodoro y cerca de uno de cada dos de baño o ducha). 

Doy por hecho que, si mediante una especie de ‘Cuento de Navidad’ moderno y lisérgico, mis hijas amanecieran mañana en la España de mi adolescencia (con un aire mucho más contaminado, ciudades más sucias, sin aire acondicionado en casa, sin internet, con menos alternativas de ocio y con peores y más caros medios de transporte), y no digamos ya en la paupérrima España de la temprana juventud de sus abuelos paternos, acabarían mucho más aterrorizadas que el pobre Sr. Scrooge y cerrarían los puños y los ojos muy fuertemente para retornar a su mundo actual.

¿De dónde viene entonces la frustración de las actuales generaciones millenial y Z, es decir, de los nacidos entre mediados de los 80 y 2005 aproximadamente, y el resentimiento hacia generaciones anteriores, fenómeno muy perceptible en redes sociales, aunque no solo en estas?

Aunque generalizar es un ejercicio bastante absurdo, y aunque es muy probable que mi análisis esté parcial o totalmente equivocado (este artículo pretende ser solo un humilde ejercicio para incitar a la reflexión), quizá algunas de las posibles respuestas a esa pregunta estén, por un lado, en la propia naturaleza del ser humano, y por otro, en las dinámicas demográficas, sociales y políticas de las últimas décadas.

Comenzando con estas últimas, la población española (y mundial) envejece rápidamente. A nivel global, la edad mediana (definida como la edad a la que mitad de la población es menor que ese valor y la otra mitad mayor) era en el mundo 21 años en 1970 y 30 en España, y es en la actualidad 31 años globalmente y 45 en nuestro país. La tasa de natalidad desciende en paralelo al incremento de la esperanza de vida. Actualmente habitamos el planeta unos 7.800 millones de personas (unos 47 de ellos en España). Más del triple en el mundo que los 2.300 que lo hacían en 1940 (casi 26 en España), y más del doble que los 3.700 que vivían en 1970, 34 de ellos en nuestro país. El ritmo porcentual de crecimiento poblacional global ha decrecido espectacularmente y las previsiones apuntan a que se alcance un máximo en el número de habitantes en la Tierra antes de final del siglo XXI, probablemente en torno o por debajo de los 10.000 millones. El ser humano, conforme mejora su nivel de bienestar, decide voluntariamente tener menos hijos. Es, hasta la fecha, una realidad incontestable y visible de manera casi universal. 

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En Occidente, también en España, este envejecimiento poblacional y esta prolongación en la esperanza de vida han venido acompañados de los siguientes fenómenos:

  • Modesto retraso en la edad de jubilación. Pese a que cada generación vive bastantes más años que la de sus padres, no se jubila sensiblemente más tarde.
  • La incorporación al mercado laboral es mucho más tardía hoy de lo que lo era hace medio siglo (cerca del 40% de la población trabajaba en España a los 16 años en 1976, siendo hoy esa cifra inferior al 5%)
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  • Mejoras de los niveles de protección social a los jubilados. La pensión media crece en las últimas décadas muy por encima de lo que lo hace el salario medio. El sistema democrático hace que los partidos políticos ‘mimen’ a un colectivo grande, creciente y movilizado políticamente, aunque las cuentas a largo plazo ‘no salgan’. 
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  • Importantes incrementos del gasto sanitario y farmacéutico fundamentalmente (aunque no solo) derivados de ese incremento poblacional en las capas más mayores de la sociedad. En 1970 el gasto público en Sanidad era apenas el 2% del PIB, alrededor del 5% a mediados de los 90, y hoy ronda el 7%. 

En definitiva: vivimos más y trabajamos menos años. Lo que, en teoría al menos, parecería algo bastante deseable… pero quizá no sea fácilmente sostenible.

De hecho, si miramos a los niveles de incremento anual porcentual de renta per cápita en Estados Unidos, y particularmente en Europa, observaremos un debilitamiento progresivo con pequeños altibajos. Así, si en la década de los 60 el incremento de la renta per cápita anual era cercano al 5% en la Eurozona, algo más del 3% en EEUU y más de un 6% en España (lo que equivale a decir que entre 1960 y 1970 la renta per cápita en España creció un 80% hasta casi duplicarse), durante los últimos 10 años el ritmo de mejora se ha ralentizado a la tercera parte en EEUU, la quinta parte o menos en la Eurozona, y desgraciadamente en España apenas ha crecido nada, incluso sin tener en cuenta los efectos de la crisis derivada de la pandemia de covid.

Y ahí es donde entra, en mi opinión, el factor humano como explicación a la frustración de las recientes generaciones, en Occidente y particularmente en España. El ser humano es por naturaleza competitivo. No se conforma con vivir bien, sino que quiere vivir cada vez mejor. Y vivir cada vez mejor, para la mayoría, significa tener capacidad económica para poseer más cosas, realizar más actividades y tener riqueza acumulada para posibles imprevistos. Lo que, sin ser economista y pudiendo por tanto cometer un error de simplificación, equivaldría a incrementar su renta per cápita. Aunque mis hijas tienen unas condiciones de vida objetivamente más cómodas que yo a su misma edad, eso lo dan ‘por descontado’. Lo que ellas querrán es ser capaces de comprar o alquilar una vivienda en Madrid o cualquier otra gran capital con un esfuerzo igual o menor al que sus padres tuvimos que afrontar, mientras continúan teniendo la posibilidad de disfrutar de viajes asequibles y gastar en restauración o servicios de streaming, sin renunciar a jubilarse a una edad razonable con una pensión de jubilación digna (quizá sí de boquilla ahora que son jóvenes, pero probablemente no tanto cuando se acerque su madurez). Y me parece perfecto que así sea. 

Sin embargo, me temo, las actuales tendencias sociales y políticas siguen derroteros que llevarán (¿ya están llevando?) a los jóvenes actuales a destinos bastante diferentes. Por citar solo algunas:

  • Continúa produciéndose una reducción relativa del porcentaje de población trabajadora respecto a población menos productiva (niños y jóvenes que no trabajan, parados, jubilados…).
  • Para mantener y mejorar los niveles de calidad de servicios recibidos por todos los ciudadanos y particularmente por esos colectivos, se produce una extracción de rentas de la población trabajadora para mejorar los servicios públicos y para la protección de los colectivos supuestamente más desfavorecidos. La presión fiscal ha pasado en España de menos del 20% en los años 70 a poco más del 30% en los años 90 y el objetivo declarado del Gobierno es llevarla al 40% de manera estable (no anda ya lejos de esas cifras, aunque más por la caída del PIB reciente que por incremento de la recaudación).
  • En vez de favorecer el incremento de productividad mediante una mayor flexibilidad laboral que permita a empleadores y trabajadores ajustar sus necesidades, se encorsetan las relaciones y se incrementa de manera exponencial la legislación destinada, supuestamente, a aumentar los derechos de los trabajadores. En vez de facilitar el crecimiento de las empresas, y con el supuesto objetivo de favorecer a las pymes, se ponen barreras a su crecimiento en forma de sobrecostes y regulaciones específicas cuando alcanzan determinado número de empleados o facturación. ¿El resultado? Los empresarios, en vez de asumir esos costes adicionales, ‘crean’ otra pequeña empresa. Lo que redunda en menores salarios, menor competitividad de nuestro tejido productivo y mayor vulnerabilidad ante las crisis económicas, con la correspondiente destrucción de empleo en época de vacas flacas
  • Para ‘proteger’ el medio ambiente y nuestra salud, tanto si hablamos de contaminación como del cambio climático, se favorecen tecnologías inmaduras y más caras hoy, se prohíben o encarecen determinadas maneras de climatizarnos, transportarnos, iluminarnos o fabricar cosas y se subvencionan con los impuestos de todos los caprichos de los más ricos, con el pretexto de que es necesario en las fases iniciales de la actual transición energética.
  • En España, además, la educación parece destinada a reducir eternamente los niveles de exigencia académica y a desacoplarse de las necesidades del mercado laboral, para que cada cual estudie «lo que más le guste».

Lamentablemente, me temo que para hacer una tortilla hay que romper huevos. Como repito frecuentemente (espero que no obsesivamente) en mis artículos, el ceteris paribus (que podríamos definir como «todo lo demás permanece constante al variar cierto parámetro») no existe, ni social ni económicamente.

Si cada vez nacen menos niños, vivimos más años y trabajamos menos porcentaje de nuestras vidas, salvo que incrementemos de manera espectacular la productividad de los trabajadores, la renta per cápita está destinada a crecer cada vez más lento, si no a reducirse. 

Correlación no necesariamente significa causalidad, pero es evidente que el incremento de la presión fiscal de las últimas décadas ha venido acompañado de una disminución del incremento anual medio de la renta per cápita (de hecho, me cuesta pensar que si las pensiones crecen más que los salarios y el porcentaje de pensionistas es cada vez mayor, lo que añade un coste extra en términos sanitarios, y teniendo en cuenta que cerca del 40% de lo recaudado en nuestro país va destinado al colectivo de ciudadanos jubilados, no exista causalidad entre ese incremento de la presión fiscal y la ralentización/estancamiento del crecimiento económico en términos per cápita). 

Prolongar las bajas de maternidad o paternidad puede ser algo maravilloso para los trabajadores que tienen hijos, pero es posible que reduzca la productividad de la empresa. Protegerles frente al despido con leyes muy garantistas puede ser estupendo para los que estén trabajando, pero puede reducir la productividad al dificultar y encarecer la contratación y desincentivar los cambios de trabajo de los trabajadores, aumentando el nivel estructural de desempleo. Limpiar el aire de nuestras ciudades a costa de incrementar el coste de la energía o reducir actividad económica puede ser excelente para nuestra salud, pero incrementa el coste de cada bien producido (es decir, que reduce la productividad). 

¿Qué podemos hacer para intentar reavivar la creación de riqueza? A bote pronto, sin ninguna vocación de ser exhaustivo y admitiendo (de nuevo) que puedo estar equivocado:

  • Fomentar la natalidad. Como soy un liberal convencido, jamás se me ocurrirá decir que en el futuro deberían promulgarse leyes que obliguen a reproducirse, como jamás se me habría ocurrido hace décadas proponer lo contrario (eso se lo dejo a los líderes comunistas chinos y a los neomalthusianos que ven en el ser humano un cáncer que «acaba con la salud del planeta»). Sin embargo, sí me atrevería a decir que políticas que incentiven la natalidad son más que convenientes, aunque dudo bastante de su eficacia (como he dicho antes, y al menos durante las últimas décadas, parece claro que cuanto más rica es una sociedad menos hijos desean tener sus ciudadanos, que anteponen otras prioridades a generar descendencia). Un ejemplo muy sencillo: ¿por qué no se sufragan públicamente los tratamientos de fecundación asistida? Se me ocurren pocos ejemplos donde un gasto público pudiera generar un mayor beneficio social.
  • Dejar de obsesionarse con conceptos como los «límites físicos del planeta». Si algo ha demostrado el ser humano es que su ingenio y su tecnología permiten transformar en casi infinitos a efectos prácticos muchos de los recursos que se consideraban casi agotados o insuficientes hace pocas décadas. Cada vez que alguien nos obliga a reemplazar una tecnología por otra más cara o menos productiva, está sentando las bases para la ralentización del ritmo de creación de riqueza, cuando no para su destrucción. Cada vez que alguien cree que debemos de limitar el número de seres humanos en el planeta, las actividades que desean realizar libremente o sus hábitos de consumo, está sentando las bases para esa destrucción de riqueza, y con ella para el malestar de los futuros ciudadanos y potenciales conflictos políticos y bélicos.
  • Fomentar al máximo la investigación y desarrollo. Con las actuales tendencias demográficas, solo la tecnología puede ayudarnos a mantener y mejorar nuestros niveles de bienestar.
  • Por la misma razón, fomentar la excelencia en la educación, particularmente en materia de ciencias e ingeniería. Es más, a riesgo de resultar provocador, quizá Occidente (gran parte del mundo asiático ya lo hace) debería identificar y ayudar a extraer el máximo partido de las mentes jóvenes más brillantes y predispuestas al trabajo invirtiendo desproporcionadamente en esa minoría, en vez de dar una educación similar a todos los ciudadanos.
  • Poner el cascabel al gato de las pensiones públicas. Urge un cambio de sistema para los actuales trabajadores de cara a sus futuras pensiones, pero también es absolutamente inaplazable una ampliación de los periodos productivos de los ciudadanos (retraso en la edad de jubilación), y con toda probabilidad una reducción del poder adquisitivo de las mismas. No es que al insensible autor de este artículo no le importen los jubilados, es que «de donde no hay no se puede sacar». Y si se continúa sacando, y mientras no se incremente exponencialmente la creación de riqueza, se está condenando a las generaciones más jóvenes a no mejorar su actual nivel de vida. 
  • Compatibilizar la protección de los vulnerables (parados o discapacitados, por ejemplo) con la persecución del fraude y los abusos al sistema.

Muchos de nuestros jóvenes, particularmente aquellos que se han incorporado al mercado laboral en los últimos 15-20 años, se sienten estafados por las generaciones anteriores. Muy probablemente con razón, viendo lo lento que mejoran sus vidas comparado con lo rápido que mejoraron las de sus antecesores. Sin embargo, si no entienden que la única manera de que se produzcan mejoras significativas en su nivel de vida es que se acelere la creación de riqueza, se estarán autoestafando a sí mismos, aunque culpen a sus mayores. Cada vez que voten a políticos que propongan «ampliar sus derechos», «mejorar el medio ambiente y fomentar la sostenibilidad» o «mejorar los servicios públicos», sin explicarles de dónde va a salir la financiación de esas políticas y el impacto que pueden tener en el crecimiento de la renta per cápita, estarán votando unicornios y poniendo otro clavo en el ataúd de su futuro bienestar.

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