El castellano seguirá prohibido
«La sentencia del 25% de castellano en las aulas de Cataluña acabará también en papel mojado, al modo de lo que ya ocurrió en su día con todas las que la precedieron»
Hace algo más de medio siglo, cuando yo era niño e iba al colegio en Barcelona, en las clases se hablaba castellano, pero en cuanto sonaba el timbre de salida, más de la mitad de mis compañeros se pasaban al catalán de un modo casi inconsciente. A eso, los sociolingüistas lo llaman diglosia. Poco antes de que hubiera transcurrido medio siglo de aquella rutinaria alternancia fonética cotidiana, en 2018, como tantos otros, decidí marcharme de Cataluña. Para respirar, sobre todo para respirar. No obstante, me acerco por allí con alguna frecuencia. La semana pasada, sin ir más lejos, estuve en Barcelona. Y volví a constatar en primera persona (me alojo delante de un instituto de secundaria) que, al igual que ocurría cuando mi infancia, la diglosia sigue constituyendo el rasgo dominante de las leyes no escritas que determinan los usos idiomáticos en la demarcación. Solo que se han invertido los términos jerárquicos entre el catalán y el castellano.
Así, la gran mayoría de los alumnos actuales se comunican entre ellos en castellano en cuanto pisan la calle, mientras que en el interior de las aulas, como es fama, ese idioma ha resultado excluido de facto de cualquier uso académico reglado. O sea, lo de la dictadura, pero al revés. Por lo demás, que la prole de los nacionalistas no sepa ahora hablar y escribir el castellano con una mínima, elemental solvencia normativa, es asunto que me resulta por entero indiferente. A fin de cuentas, su sobrevenido analfabetismo en la lengua franca de la península casi se antoja la más leve de sus taras. El problema reside en que no todos los habitantes de Cataluña resultan ser devotos creyentes nacionalistas angustiados ante la posibilidad de que su descendencia se contagie de españolismo en el contacto promiscuo con la gramática de Castilla. Y de ahí que por ellos, únicamente por ellos, se imponga demandar el acatamiento a las sentencias de los tribunales en materia de usos lingüísticos. Un cumplimiento, el de los veredictos de las salas de justicia que, por supuesto, no se va a producir ahora, como tampoco nunca antes se produjo.
Huelga decir que esa sentencia última del Supremo, la del 25%, acabará también en papel mojado, al modo de lo que ya ocurrió en su día con todas las que la precedieron
Huelga decir que esa sentencia última del Supremo, la del 25%, acabará también en papel mojado, al modo de lo que ya ocurrió en su día con todas las que la precedieron. Y ello pasará no sólo por la activa connivencia cómplice del Gobierno y el estruendoso silencio del Partido Popular, un mutismo clamorosamente obsceno en esta ocasión, sino, y sobre todo, como consecuencia del principal defecto de origen que arrostra el modelo autonómico, un modelo, el español, que se aleja de la filósofa de los sistemas federales en un aspecto crítico. Y es que la anomalía que vicia el funcionamiento todo de la descentralización política en España, lo que hace de nuestro peculiar Estado compuesto algo tan alejado de los órdenes federales, remite a la absoluta carencia por parte de la autoridad central de instrumentos a su alcance para poder garantizar la efectiva aplicación en el conjunto del territorio de las normas con fuerza de ley emanadas del Parlamento.
Una limitación inconcebible, por inaudita, en cualquier país federal de nuestro entorno. Porque lo que ocurre a esos efectos aquí, en España, simplemente no sucede en ninguna parte. En los Estados compuestos, sí, la competencia para elaborar las normas y la potestad para ejecutarlas suelen recaer con frecuencia en instancias políticas diferentes. Hasta ahí, lo normal. Pero esa normalidad se asienta en la existencia de instrumentos en manos del Ejecutivo central que garanticen el acatamiento del contenido de las normas por parte de los poderes periféricos encargados de ponerlas en práctica. El Gobierno Federal de Alemania, por ejemplo, ante la menor sospecha de que algún land estuviera obstruyendo la ejecución de cualquier legislación nacional dispone de la potestad constitucional para enviar a sus representantes en cualquier momento al territorio en cuestión, representantes de la autoridad central que, llegado el caso, están habilitados para impartir instrucciones de obligado cumplimiento a las autoridades regionales. Y como en Alemania, en todos los demás. No es el 155, es el día a día del genuino federalismo. Perded toda esperanza: el castellano seguirá prohibido.