El periodista se disculpa
«Son pocos los periodistas que han pedido disculpas por sus errores, y menos las cabeceras que han asumido su responsabilidad»
«El apóstol de la duda». Así definía Graham Greene al periodista. Leyendo los periódicos, oyendo y viendo las tertulias de nuestros días da la sensación de que los periodistas nos hemos convertido en apóstoles de la certeza. Nos creemos infalibles, hablamos ex cathedra. No ya sobre lo que sabemos, sino sobre lo divino y lo humano, de lo que desconocemos, que es mucho más de lo que conocemos. Esa seguridad en nosotros mismos, en nuestras férreas convicciones, nos ha llevado muy a menudo a equivocarnos. Muy pocas veces a arrepentirnos. Y muchas menos veces aún a pedir disculpas públicas.
Hay un síntoma inequívoco de esa obstinada resistencia a rectificar. Paradójicamente, cuando más frecuentes y mayores son nuestras equivocaciones –escudados en real, pero ya recurrente precariedad-, cada vez son más inusuales las fes de errores, aquellas líneas escondidas con las que dábamos por zanjadas nuestras meteduras de pata. Rara vez las encontramos hoy en la prensa de papel y, si las ha habido en la prensa digital, debían de estar tan escondidas que he sido incapaz de encontrarlas.
El director de THE OBJECTIVE, Álvaro Nieto, calificaba hace unos días de «muy importante» el artículo de Lucía Méndez titulado Examen de conciencia, publicado en el diario El Mundo. La periodista, en palabras de Nieto, «hacía un valiente ejercicio de autocrítica sobre la figura de Pablo Iglesias» y ponía de manifiesto «algunos de los grandes males del periodismo que se ejerce en nuestro país, y que acaban teniendo consecuencias en la calidad de la democracia».
Méndez confesaba en su texto su arrepentimiento del «trato», y hasta el «apoyo», dado al ex vicepresidente del Gobierno. En su examen de conciencia –siguiendo la terminología católica- confesaba sus pecados –»Yo misma me he autocensurado»-, hacía propósito de enmienda –»si el arrepentimiento sirviera de algo, pediría disculpas»- y daba fe de estar cumpliendo su penitencia –»la ira de sus devotos», «insultos de colegas…»-.
Conviene que el lector sepa que Lucía es amiga y ha sido compañera de redacción desde los primeros años de la década de los ochenta. Y con ese condicionamiento, y también con ese conocimiento, escribo. No se trata de juzgar a Lucía. Bastante tiene con lo que tiene. Ni de deshacerse en halagos por su valentía. Ni los necesita, ni se los creería.
A lo largo de más de cuatro décadas de ejercicio de esta profesión, he encontrado todo tipo de periodistas. En su inmensa mayoría, sobresalientes e intachables profesionales. Pero también he sido testigo de comportamientos no ya poco éticos, sino directamente inmorales. He tenido a mi lado a periodistas que publicaban como propias entrevistas elaboradas con declaraciones en otros medios, con la excusa de que el entrevistado «a mí no me va a decir nada diferente». A periodistas capaces de manipular una cinta magnetofónica para hacer a un personaje decir lo que no había dicho y «dijera» lo que él quería que dijera. A periodistas que escribían desde lujosos hoteles a miles de kilómetros «crónicas sobre el terreno» de una guerra, datadas en el mismo lugar del conflicto. No recuerdo a ninguno que se haya disculpado.
Por eso, la columna de Lucía Méndez es tan importante, no sólo para mantener las buenas prácticas de la profesión sino para recuperar la credibilidad peligrosamente menguante de la prensa entre los lectores. La humildad que conlleva toda disculpa pública no casa con la soberbia, el engreimiento, la arrogancia que caracteriza a una parte pequeña, pero demasiado significativa, de este oficio de vanidosos.
No comparto con Lucía Méndez que las disculpas no sirven para nada. Claro que sirven.
Son pocos los periodistas que han pedido disculpas por sus errores. Pero son aún menos las cabeceras que han asumido su responsabilidad. Quizá el caso con más trascendencia fuera la del New York Times cuando en 2004 pidió perdón por sus informaciones dando por reales las inexistentes armas de destrucción masiva que habían desencadenado la guerra contra Irak un año antes. En la película Desvelando la verdad (Bob Reiner, 2017), muy recomendable para periodistas, se detalla cómo la gran prensa norteamericana fue manipulada por la administración Bush para engordar aquella mentira que justificaría sus pretensiones bélicas. Cuenta la historia de cómo sólo unos modestos reporteros de la agencia que nutre los periódicos locales de la cadena Knight-Ridder se mantuvieron firmes ante las presiones de la Casa Blanca y forzaron a pedir perdón a las grandes cabeceras.
Gran parte de la prensa española, por cierto, publicó las mismas informaciones «intoxicadas» que el New York Times. Pero nunca siguió en esto a la admirada e imitada «dama gris» y, aún hoy, no se ha disculpado por contribuir a aquella gran farsa de consecuencias trágicas.
No comparto con Lucía Méndez que las disculpas no sirven para nada. Claro que sirven. Sirven para bajar a los periodistas de su pedestal, para humanizarlos y para demostrar que, a diferencia de los muchos impostores que se creen en posesión de la verdad, nosotros rectificamos cuando nos equivocamos. Sirven para que los lectores sepan que no todo vale en esta profesión, que si erramos, lo pagamos. Y sirve, tal vez, para recuperar al menos parte de la credibilidad perdida.
«A la humanidad le beneficia más la búsqueda de la verdad que la creencia de poseerla», escribía Rob Riemen en Nobleza de espíritu. Los periodistas deberíamos de tenerlo en cuenta y dejar de creernos oráculos de los dioses cuando no somos más que meros instrumentos de la sociedad para buscar e interpretar la realidad en su nombre. En esa búsqueda, son inevitables los errores, pero igualmente debieran ser obligadas, como mínimo, las consiguientes disculpas.
La reportera encarnada por Sally Field en Ausencia de malicia lo explica de forma muy clara al personaje de Paul Newman y deja un resquicio para la esperanza. «Ya sé que según tú mi profesión no es nada. Pero estás equivocado. Es sólo que yo lo hice mal».