El retorno del Emérito
«La Corona es mucho más que el comportamiento de un rey en particular, por mucho que este comportamiento debería ser siempre ejemplar»
Cuando el Rey emérito abdicó en junio de 2014, una ventana de oportunidades se abrió para la democracia española. Era el famoso aggiornamento, que daba continuidad a la modernización previa que había supuesto el reinado de Juan Carlos I en los años de la Transición. La Corona pilotó de forma natural entonces la europeización de un país que llevaba dos siglos preso de sus fantasmas y temeroso de mirar al exterior. Símbolo de la estabilidad de la nación, el Rey entendió a la perfección que la fórmula de la monarquía parlamentaria, tan sabiamente testada por las democracias europeas, permitía anudar el sentido histórico de un país incomprensible sin el vínculo que la Corona mantiene con la vocación de futuro, la paz y la prosperidad de la ciudadanía.
Los resultados de aquel pacto –la Constitución del 78– fueron inmediatos y me atrevo a decir que inmejorables. Hablo de un contexto y de una época, hablo de razonabilidad y no de abstracciones que solo se sostienen en el vacío. La política es el arte de lo posible que se escribe en nombre de lo imposible, es decir, de un ideal. Y resulta indisociable de la tensión entre la realidad y nuestros anhelos y ensoñaciones.
Nací poco antes de la Transición y mis recuerdos son los de un país que se modernizó en cuestión de décadas, rompiendo con los estereotipos recurrentes de la peor leyenda negra. Ya no había dos Españas, porque el paraguas del 78 las reunió bajo un relato –creíamos entonces que definitivo– de moderación. El rápido ingreso en el Mercado Común y en la Alianza Atlántica aceleró la internacionalización de una sociedad sedienta de cambios, pero sobre todo de progreso. Se construyeron hospitales y bibliotecas, universidades y una tupida red de escuelas públicas. Una dolorosa reconversión industrial –tan inevitable como, tal vez, excesiva– se superponía a la aparición de nuestras primeras multinacionales. Los éxitos deportivos hablaban del orgullo de un país que estaba de moda en buena parte del mundo; no en vano se consideraba un modelo a imitar por tantas otras naciones en camino hacia la democracia.
Todo ello sucedió bajo el reinado de Juan Carlos I, al que podemos calificar de rey modernizador en su inicio, a pesar de que ya entonces muchos de los vicios que terminaron por ennegrecer el relato de la Transición –y la propia biografía del monarca– proliferaban con excesiva impunidad. A posteriori la historia se lee como un continuum, pero rara vez somos del todo conscientes del agudo filo de nuestros actos cuando estos tienen lugar. Por supuesto, tampoco ahora nos damos cuenta del todo de las consecuencias que tendrán las decisiones y las narrativas de hoy, con su frívolo tono antisistema. Criticar sistemáticamente el 78, llamar «piolines» a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado o poner en solfa a la Casa Real de momento sale gratis. Pero solo de momento. Porque a fin de cuentas todo acaba teniendo un precio como ya deberíamos saber.
El Rey emérito ha retornado por un tiempo a España, de donde nunca debió salir a pesar de los graves errores que haya podido cometer. El juicio último a su reinado -y por último, entiendo «definitivo»- pertenece a los historiadores, los cuales tendrán que saber leer a través de la complejidad y los claroscuros de nuestro tiempo de un modo que a nosotros, por cercanía, nos está vedado percibir plenamente.
Pero estaría bien que supiéramos defender lo que es nuestro; y la Casa Real es nuestra, por su continuidad a lo largo del tiempo, por su valor simbólico que se proyecta también hacia el futuro, por ser garante de nuestras libertades y de nuestra democracia, por ser una institución no plebiscitaria y por tanto estabilizadora en medio de las crisis de Estado y, finalmente, porque la monarquía parlamentaria no nos quita nada, sino que suma y sella. Dicho de otro modo, la Corona es mucho más que el comportamiento de un rey en particular, por mucho que este comportamiento debería ser siempre ejemplar y modélico. Esta es la experiencia de las Casas Reales europeas y también la de los españoles.