El timo de los nacionalistas
«Con los nacionalistas, el tema siempre es el mismo: el chantaje»
Rufián, ese nacionalista que tanto gusta a la izquierda, ha dicho que el matrimonio con Sánchez pasó la fase de la terapia de pareja y está haciendo los papeles del divorcio. Da igual el tema de disputa porque siempre es el mismo motivo: el chantaje. Esto es claro, pero los «progresistas» siguen defendiendo su amor a los nacionalistas.
Sin embargo, no hay nada más conservador que el nacionalismo. Considerar que ser nacionalista es «progresista» solo puede ser el argumento de un mentiroso o de un ignorante. La forja de un sentimiento de melancolía en torno a una construcción cultural que huye de la «contaminación foránea», detrás de la cual sólo se busca el lograr la lealtad de la gente al poder local, está tan estudiada que resulta chocante que haya científicos sociales que aún defiendan las nacionalidades.
Uno puede entender que la Constitución asumiera el concepto de «nacionalidades» sin definirlo, y que quedara a voluntad de los políticos como un modo de satisfacer la monomanía utilitaria de las oligarquías locales, pero nada más. En aquellos años se pensó que tenía que ser un texto amplio en el que cupieran incluso los retrógrados del nacionalismo.
Ahora bien, también es triste argumentar que es verdad porque lo dice la Constitución, o que es bueno ya que lo hicieron líderes políticos del pasado, obviando que lo aceptaron como parte del chantaje de los monotemáticos retrógrados. El análisis debe ser un poco más elevado, con cierta perspectiva, al menos con la altura necesaria para darse cuenta de que las «inmersiones» regionalistas y nacionalistas no fueron para recuperar nada, sino para levantar muros y justificar al partido local.
Es de primero de comunicación política: cuando se quiere obtener el poder es conveniente usar un mensaje emocional, comprensible y transversal para conseguir la identidad que moviliza. La idea que se traslada es: «Lo mejor es lo de esta tierra y siempre lo será, y ahora vamos a recuperar lo que siempre debimos ser». Si además se tienen las instituciones y el dinero público locales, el discurso localista se convierte en el oficial.
Ese sistema excluyente impuso una hegemonía cultural en las regiones y nacionalidades que penaliza a cualquiera que disienta. Véase lo ocurrido con Ciudadanos en Cataluña, donde han sido pisoteados y tratados como apestados. Sus políticos y votantes eran los traidores a los que se podía negar por la fuerza el ejercicio de sus derechos fundamentales.
Tampoco cuela el considerar que hay nacionalismos malos -el español-, y buenos -los periféricos-. Causa mucha ternura leer a los nacionalistas de uno y otro lado defender «lo suyo» cuando se afirma la maldad intrínseca del nacionalismo. Incluso abochorna leer a algún «progresista» argumentar que la nacionalidad es «útil», como si fuera un carril-bici o una navaja suiza.
Toda esa izquierda que aplaude a los nacionalismos vasco y catalán a pesar del terrorismo de décadas y del golpe de Estado 2017, respiran una contradicción terrible. Dicen que ETA ya no importa porque no mata, y que Bildu es «progresista abertzale». O que ERC es aceptable aunque su nacionalismo esencialista y excluyente, con un pasado y un presente violento, que cada día amenaza las libertades y que chantajea al Gobierno de España, no tiene un comportamiento y un discurso contrarios a la democracia.
Ha tenido que llegar la posibilidad de que PP y Vox lleguen al gobierno de España para que todos estos «intelectuales progres» se preocupen por el carácter nefando del nacionalismo; eso sí, sólo del español porque el otro, el de sus aliados, es «progresista». No quieren ver la evidencia. No hay mejor prueba que la historia de la democracia española desde 1978 para demostrar que cualquier nacionalismo conduce al autoritarismo, con una buena dosis populista, y a un choque con la democracia y las libertades.
Por eso la derecha espabilada se ha quedado con la palabra «libertad», porque todo nacionalismo, que es el motor de la defensa de una nacionalidad, supone un grado creciente de ingeniería social, de colectivismo sentimental, de eliminación de la diversidad, de invención de un pasado oficial y de un futuro mágico al que guiará el único partido que está legitimado para gobernar, un partido más o menos nacionalista, por supuesto.
Todavía tiene mucho trabajo que hacer el autotitulado «progresismo» para actualizarse, quitarse complejos y contradicciones, y conectarse con la realidad histórica. Existe un camino: aceptar que una cosa es el mundo de las ideas, los ideales y los arquetipos, y otro la práctica, la proteica praxis. Mientras tanto, seguirán en la infancia permanente, presos de ideologías que siempre han acabado mal en la Historia.