THE OBJECTIVE
Mercedes Cebrián

Nostalgia de la ventanilla

«Echo de menos esa sensación de sentirme adulta en un mundo no infantilizado»

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Nostalgia de la ventanilla

Sucursal de banco. | Europa Press

Mi banco ya no es mi banco. Ahora se autopercibe Store. A otros bancos también les ha pasado: algunas sucursales se les han convertido en Work Café, otro término en inglés, porque el castellano no casa bien con lo bancario, por lo visto.

En mi banco de ahora no pareces estar en un banco. No hay ventanillas, que es lo que genera mayor sensación de transacción, de burocracia, de tedio, del vuelva- usted-mañana que tan bien describió Larra hace ya, ejem, dos siglos. A cambio, lo que encuentro en mi banco hoy llamado Store son mesas redondas bajas, y también cuadradas y altas, de esas tan frecuentes en las vinotecas y los bares de tapas en los que vas con cierta prisa. En una de las mesas redondas, una joven provista de ordenador charla con otras señoras menos jóvenes y sin ordenador. Parecen compañeras de clase que hacen juntas su trabajo fin de máster: la más joven ayuda a las más talluditas con la cosa tecnológica, porque es más rápida con el Control Z para hacer y desfacer entuertos financieros.

También hay chicos encorbatados que ayudan a usar el cajero a los ancianos. Este gesto tan reciente se lo debemos a Carlos San Juan, un valenciano de setenta y muchos que inició hace unos meses una campaña en Change.org quejándose de la desatención hacia los mayores en los bancos e instándolos a humanizar el trato hacia estos clientes. Consiguió más de trescientas mil firmas y hasta llamó la atención del gobierno. «Que no se diga que no queremos a los yayos, que da mala imagen», pensaron de inmediato en los bancos. Así que ahora se arman de toda esa paciencia que durante años no ejercieron (incluso con cuarentonas como la que fui yo hasta hace poco, el trato era desdeñable: «Pues dele ahí, a «ingresar billetes», ¿no lo ve?») y atienden que da gusto a los nacidos antes del estreno de Bienvenido Mr. Marshall, que fue en 1953, para que no tengan que buscarlo en Google.

¿Soñaba nuestro héroe Carlos San Juan con esta transformación drástica, con estas mesas de vinoteca y de cafetería de desayunos? No creo que estuviese entre sus prioridades, pero el cambio ha venido con todo esto incluido. Y también con café de capsulitas, aunque el día que yo fui, la medida seguía suspendida por el covid.

La otra pregunta que me hago es por qué no me convence este Store, que, al menos por su nombre e interiorismo, no tiene el aspecto de una sucursal bancaria donde se viene a hablar de todo eso que nos incomoda en una terminología que pocos dominan. Si se parece más bien al célebre óleo de Quentin Massys, El prestamista y su esposa, de 1514. En él aparecen, como indica su título, un prestamista y su esposa, tranquilos en su casa. Él cuenta monedas y su señora, mientras tanto, se distrae hojeando su libro de horas miniado. Yo no me llevé el libro de horas sino el móvil, nuestro equivalente contemporáneo, para entretenerme en el Store. Y me enfadé porque tardaban mucho. Probablemente si me hubieran ofrecido un café con un sobao o una magdalena mi actitud habría sido otra: a mí se me compra con comida y bebida como si fuera un cachorro de terrier.

«Esto es un fracaso», me quejé al gestor cuando apareció desde un lugar ilocalizable. Un fracaso porque yo lo diga, pues lo cierto es que todo el mundo daba la impresión de estar feliz en la sucursal bancaria hoy llamada Store. Estaban tan felices como los niños que juegan en esas salas de espera con minitoboganes y sillas de colores vivos,  donde ni sospechan que, tras la puerta, se encuentra el torno amenazante del dentista. Un lugar con dibujos de setas y animalitos en la pared, sin asomo de gotelé blanco que permita intuir la mala experiencia que se vivirá poco después.

Probablemente la estrategia funcione para combatir la ansiedad en muchos niños, pero para mí, el contraste entre lo que promete el atrezzo y la desagradable realidad posterior es casi perverso. Es doblemente horrible pensar que esa amable señora que te saluda amable con una bata estampada con robotitos y unos zuecos amarillos de goma te va a pinchar en la encía para anestesiarte.Por todo esto, echo de menos ese saber a qué atenernos, esa posibilidad de queja ante la ventanilla del banco, donde intuyes que nada grato va a ocurrir. Pero, ante todo, echo de menos esa sensación de sentirme adulta en un mundo no infantilizado, sin olvidarme tampoco de las alegrías que nos dan los chistes burocráticos, uno de los subgéneros más importantes del humor en la España del siglo XX, cultivado por grandes como Ramón Gómez de la Serna, Berlanga, Mingote y Cesc, entre otros muchos. Que no desaparezcan.

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