THE OBJECTIVE
Mercedes Cebrián

Frontalmente etiquetados

«¿Acabarán obligándonos a mostrar visiblemente los símbolos de las causas que abrazamos?»

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Frontalmente etiquetados

Banderas españolas en los balcones de Madrid. | Europa Press

El etiquetado frontal de los alimentos procesados, que proporciona información nutricional sobre ellos, es ya un hecho en España y en varios países de Latinoamérica. La iniciativa, que vela por la salud de los consumidores, me recuerda inevitablemente a los mensajes tétricos de las cajetillas de tabaco, a ese «fumar acorta la vida» al que acompañan imágenes de laringes agujereadas o de pulmones vulcanizados, aunque en el caso que nos ocupa no se muestren fotos de gente obesa en los envases. Lo que sí aparece, al menos en las versiones elegidas por Argentina, Uruguay o México, es una serie de octágonos de color negro que recuerdan a las señales de «Stop» y que informan a los compradores potenciales acerca del exceso de azúcares del rico alfajor de dulce de leche que tienen en la mano, o de la cantidad exagerada de sodio de las patatas fritas aparentemente inofensivas que están a punto de meter en el carrito. Indudablemente, estas etiquetas condicionan la compra: yo misma, en mi periplo rioplatense actual, busco en vano marcas de galletas en cuyo envoltorio no figure señal negra de stop alguna, para acabar conformándome con las que lucen una o dos.

Sirvan estas etiquetas como paralelismo de las que los humanos lucimos por propia voluntad particularmente en estos tiempos. Una de las variantes humanas de ese etiquetado podría ser la afición por colgar banderas en el balcón de casa, práctica que lleva unos cuantos años entre nosotros. Es tan diverso el banderamen que ha ido poblando los balcones de las viviendas en todo el país que ahora las rojigualdas conviven con banderas arcoíris LGTBI y con las rosicelestes creadas para representar a la comunidad trans. En los últimos meses, en cambio, son las banderas bicolor de Ucrania las que han proliferado como  emblema en las viviendas de muchas ciudades españolas.

Hace poco pensé que la hora de colocar alguna enseña en mi balcón había llegado, no tanto por deseo personal sino más bien por una extraña inercia propia de esta época tan dada a la autoexhibición, costumbre que me despierta unos temores de lo más orwellianos: ¿acabarán obligándonos a mostrar visiblemente los símbolos de las causas que abrazamos?; y, de no hacerlo, ¿se leerá como una afrenta nuestra neutralidad? 

Como no acabo de llegar a una conclusión al respecto, para aliviarme vuelvo una vez más a la obra del artista español Mateo Maté, que lleva tiempo dándole vueltas a los símbolos identitarios en su obra. En sus piezas e instalaciones como «Actos heroicos bordados» o «Nacionalismo doméstico», Maté inventa banderas y escudos nobiliarios que muy bien podrían ser reales. Él mismo me contó que decidió colocar en el balcón de su casa un mástil en el que ondeaba un mantel bordado con flores y manchado con cercos de vino. Como es costumbre que todo rectángulo de tela colgado de un mástil se tome como bandera, los vecinos le pidieron que retirase del balcón la enseña nacional de ese país que desconocían: les resultaba inquietante no poder leer el posible significado oculto en ese paño que pendía de su fachada. Para que no le quedase otro remedio que quitarla, consideraron la no-bandera como ropa tendida, y ahí el artista fue multado por airear sus trapos sucios en la fachada de su edificio.  

Hablando de ropa tendida, para terminar, va una anécdota histórica muy conectada con estos pensamientos que me asaltan últimamente. Me la contó mi profesora de hebreo, que es también estudiosa de nuestro pasado sefardí: en la España en la que convivían –es un decir– judíos y cristianos, el sábado era el día elegido habitualmente para lavar y tender la ropa, pero como los judíos practicantes tenían prohibido realizar cualquier trabajo durante el Sabbat, de sus ventanas no colgaba ninguna prenda. Esta ausencia de colada evidenciaba cuál era su credo, cosa que les traía bastantes problemas. Moraleja: para que nadie repare en nosotros, a veces es mejor mostrarnos que ocultarnos. O, como opción extrema, podemos lucir en la solapa una señal octogonal de advertencia que diga, por ejemplo, «Exceso de mal genio». Siempre será más prudente que ir desnudos de signos.

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