Los horrores latentes
«Desarmar a los norteamericanos que identifican sus armas con la libertad personal causará un conflicto social nada desdeñable fuera de Williamsburg o West Hollywood»
Una vez más, la secuencia se repite: los medios anuncian de urgencia un tiroteo en algún lugar de Estados Unidos y pasado un rato se confirma un número variable de víctimas mortales. A continuación, van llegando los detalles y proliferan las expresiones de indignación; se reproducen, invariables, los argumentos de siempre. Finalmente se da noticia del perpetrador, que fue abatido por la policía o cometió suicidio tras vaciar su cargador: un de individuo solitario, acomplejado, quién sabe si también esquizoide, al que vemos en imágenes caseras a la vez borrosas y patéticas.
Por lo general, se trata de un varón joven que ha anunciado en las redes sociales su voluntad de matar y no ha tenido dificultad alguna para conseguir armas de fuego; hablamos de un país donde la gente puede llevarlas por la calle como si se estuvieran en un western. Encontrar así la muerte en el interior de una sociedad desarrollada no solo es aberrante, sino también estúpido: el desgraciado producto de una herencia fundacional que jamás debió ser aceptada.
No parece que vaya a producirse mañana el cambio legislativo necesario para prohibir la tenencia privada de armas de fuego. Si alguna vez llega ese momento, dicho sea de paso, la aplicación de la norma presentará dificultades dignas de una novela de Jim Thompson o Cormac McCarthy: desarmar a los norteamericanos que identifican sus armas con la libertad personal causará un conflicto social nada desdeñable fuera de Williamsburg o West Hollywood. Pero que así sea si es la única manera de terminar con el brutal anacronismo que hace de Estados Unidos —país tan admirable por tantas cosas— una excepción dentro del mundo occidental. Tal vez solo un presidente republicano con vocación de estadista, hoy tan improbable, pueda tener éxito en ese empeño.
Mientras tanto, habrá que resignarse: la próxima matanza está gestándose ya en algún instituto del Medio Oeste, donde un teenager inadaptado o simplemente psicótico planea su venganza contra la realidad. Su propósito criminal, sin embargo, solo saldrá a la luz cuando sea demasiado tarde; porque solo cuando es demasiado tarde las intenciones se convierten en noticias.
Pero, ¿acaso no es siempre así? De vez en cuando, una realidad atroz sale a la superficie y solo entonces podemos hacernos una idea del horror que ha ido desarrollándose en silencio, lejos de los focos, en el vasto sótano oscuro de nuestras sociedades. Estremece imaginar esas crueldades sin nombre, no por anónimas menos reales para quienes las padecen. Y en muchas de ellas, el tiempo introduce un estrago adicional: la duración multiplica el espanto.
Recuerdo aquel agente de la DEA estadounidense que fue torturado por el narco con la ayuda de un médico, encargado de mantenerlo con vida a fin de prolongar su sufrimiento. También me viene a la memoria aquella mujer china que murió sola en un ascensor estropeado sin que nadie oyera sus llamadas de auxilio. Me acuerdo de los animales a los que mató de hambre la encargada de la protectora de animales de Torremolinos; subía el volumen de la música para que no se oyeran los alaridos de aquellas pobres criaturas. Pienso en Elizabeth Fritlz, encerrada por su padre durante 24 años; en Natascha Kampusch, que logró huir tras ocho años de secuestro. O en los inmigrantes que aparecen muertos por asfixia o calor en el contenedor donde alguien los había hacinado.
Algo terrible está pasando también ahora mismo: lo sabremos más adelante o no lo sabremos nunca. Vivimos con el ruido de fondo de los horrores latentes; esa cara B de la vida social que rara vez nos paramos a escuchar. ¿Y quién podría reprochárnoslo?