El populismo es siempre colesterol malo
«Una de las peores consecuencias de la irrupción del populismo podemita en nuestro país es la basura filosófica que nos hemos tenido que tragar para entenderlo»
Sostiene Quintana Paz en su último artículo en THE OBJECTIVE que, de la misma manera que existe un colesterol malo y otro bueno, podría darse el caso también de que no todos los populismos fueran intrínsecamente perjudiciales para salud democrática. De hecho, él defiende que, frente a un tipo de populismo, esencialmente de izquierdas, que convierte al pueblo en un constructo puramente instrumental al servicio de las ambiciones de una casta, nunca mejor dicho, de avispados políticos, existe otro, éste de derechas, que sí apela a los valores y las tradiciones de un pueblo real, el cual harto ya de las atosigantes imposiciones de una élite mundial, está empezando a rebelarse.
«Si apoyar a ese pueblo –afirma Quintana Paz- en vez de a Google o Microsoft es populista, seamos pues populistas. Si apoyarlo es poco racional, seamos lo que ellos llaman irracionales. Si el populismo es ‘dar soluciones simples a problemas complejos’, seamos simples, pero también resolutivos. Porque el verdadero antónimo de populista no es, por mucho que nos digan, ni ‘racional’, ni ‘sofisticado’, ni ‘demócrata’. El auténtico opuesto de ‘populista’ es mucho más simple: elitista. Arriba o abajo. Ellos o nosotros». Bien, no puede negarse que este ideario es populista al cien por cien, hasta el punto de que si llega a aparecer en él el Ibex 35 podría pensarse que estaba escrito por el mismísimo Errejón.
Me gustaría aclarar, en primer lugar, que soy un fan absoluto de Quintana Paz, cuyas reflexiones encuentro siempre, no sólo altamente estimulantes desde un punto de vista intelectual, sino a menudo también profundamente divertidas. Hay en este pensador un elemento inestimable de provocación que nos remite a una vocación profunda de libertad, más apreciable, si cabe, en estos tiempos de estreñimiento mental y puritanismo catequista. Por eso, aunque suelo discrepar con el fondo de sus puntos de vista, tiendo a concordar gozosamente con él en todo lo demás. Es, en cierta forma, lo que me ocurre con su artículo sobre el populismo. Me parece, por supuesto, que hay que empezar a preocuparse por esas élites de pijos, más bien indocumentados en términos intelectuales, que tienen la desfachatez de decirnos qué debemos pensar, qué tenemos que hacer y que nos cabe esperar, pero la resistencia crítica contra esta gente, siendo perentoria, no tiene nada que ver con el populismo. No concuerdo, sin embargo, con la disyunción populismo/elitismo, aunque si me obligaran a elegir yo me decantaría por el último término. El elitista no desprecia al pueblo, eso es, más bien, propio del clasismo, que es algo muy diferente. En realidad, yo creo que a nadie odia más un elitista que a quien ocupa un lugar entre las élites sin merecerlo.
En mi opinión, el problema principal del artículo de Paz es que no se termina de definir los términos, lo cual es algo que se está convirtiendo en habitual en las aproximaciones al problema del populismo, las cuales suelen tomar un rasgo particular, por lo demás, no específico y lo convierten en una seña de identidad total. Es verdad, por ejemplo, (y Quintana Paz lo pone muy bien de manifiesto) que en todo populismo es fácil encontrar una apelación imperativa a la sentimentalidad y a los instintos, pero como han sabido ver siempre los grandes teóricos, eso es un rasgo esencial de toda política. Tampoco parece demasiado atinado reducir esta corriente política a la fórmula «soluciones fáciles para problemas complejos». Si así fuera, como también apunta Paz, estaríamos ante un escenario de lo deseable.
El populismo no es sino el deseo de instituir una instancia (da igual que sea real o imaginaria) que esté por encima de las leyes que constituyen el terreno de juego imprescindible de toda democracia
Por supuesto, como muchos otros analistas, Paz, en su intento de fijar los términos, termina recurriendo a los trabajos, por así llamarlos, de Laclau y Mouffé, santos patrones de los avispados pícaros que en nuestro país encontraron en ellos un manual de instrucciones para intentar asaltar los cielos, lo que traducido a román paladino no significaba otra cosa que acabar con nuestra democracia. Una de las peores consecuencias de la irrupción del populismo podemita en nuestro país es la basura filosófica que nos hemos tenido que tragar para entenderlo. El pensamiento posmarxista de Laclau no es otra cosa que el viejo «¿qué hacer?» leninista trufado de jerga robada en corrales ajenos. Por eso, también aquí tiene razón Quintana Paz cuando identifica un concepto de «pueblo» que nada tiene que ver con la gente real, puesto que en el pensamiento de los populistas latinoamericanos, como, en cierta forma, en toda la tradición marxista el pueblo no es sino una instancia puramente instrumental.
Ahora bien, el populismo, como ya nos enseñaran los clásicos, no es más que una degeneración de la democracia, una excrecencia, puede que inevitable, de ella. Todo el pensamiento político tanto de Platón como de Aristóteles puede considerarse como una revuelta teórica contra las consecuencias del populismo, de quien Sócrates puede considerarse su más ilustre víctima, en la democracia ateniense. Para Platón lo que hoy conocemos con el nombre de populismo tiene que ver, en efecto, con las pasiones, por así decirlo, más bajas y apetitivas del cuerpo político. Aristóteles, sin embargo, es mucho más preciso: «Donde las leyes –nos dice- no son soberanas, ahí surgen los demagogos. El pueblo se convierte en monarca». Y añade más adelante: «Podría parecer razonable la crítica del que dijera que tal democracia no es una república (una democracia, traducido a nuestro idioma), porque donde no mandan las leyes no hay república».
Pues bien, ésta es, en mi opinión, la cualidad esencial que define a un régimen como populista. El populismo no es sino el deseo de instituir una instancia (da igual que sea real o imaginaria) que esté por encima de las leyes que constituyen el terreno de juego imprescindible de toda democracia. La consecuencia lógico-política de ello es la que extrae el liberalismo moderno: la división de poderes. Como dice Odo Marquard: «Sólo porque cada uno de estos poderes restringe y debilita la intervención de todos los demás, cobran los hombres su libertad individual frente a la intervención exclusiva de cada uno de ellos». España, en este sentido, se ha convertido en un escenario privilegiado para observar cómo el ataque a otros poderes y, en particular, al judicial opera como una de las señas de identidad del populismo. Lo hemos visto, primero, en las comunidades sojuzgadas por el nacionalismo y luego en la importación de su modelo al resto del estado por parte del Gobierno social-populista que padecemos.
Precisamente por esto, me veo obligado a discrepar radicalmente de la declaración de buena fe populista de Quintana Paz. Lo cierto es que no hay ni puede haber populismo bueno. Todo populismo, por seguir con la metáfora, es, por definición, un colesterol malo que obstruye las arterias de la democracia, hasta el punto de que, como ya viera Platón, la termina conduciendo a alguna forma más o menos reconocible de tiranía o despotismo. No obstante, sí estoy dispuesto a darle la razón a Quintana paz en algo que, sin embargo, no está en su artículo: creo que es posible, en efecto, asignar una cierta superioridad moral al populismo de derechas sobre el de izquierdas, que se deriva principal y precisamente de su mayor respeto al ordenamiento jurídico, pero ello no determinaría que sea un populismo mejor, sino, simple y llanamente, que es menos populismo. Es más, si yo fuera de Vox, cosa que afortunadamente no soy, emplearía esta línea de reflexión para tratar de arrancarme la etiqueta de populista… que a menudo me asignan los populistas.