Mi primer día en la Feria
«La portada de la feria es un umbral a partir del cual se ingresa en un espacio-tiempo regido por otras leyes de la física»
«¿Tú crees que tengo ropa para esto?», me dijo la víspera Miguel Olivares, con una inseguridad en el tono que no le imaginaba. Miguel es conocido por tener la mayor colección de camisas psicodélicas de España: policromáticas, fluorescentes y profusamente estampadas de nubes, setas, flores, insectos, cuadrúpedos y demás motivos susceptibles de provocar ataques epilépticos en gente particularmente sensible. En su armario hay además variedad de ponchos, zapatos sin cordones, un canotier con un inmenso tercer ojo pegado a la banda y demás prendas que ambos comenzamos a sospechar que un comité de protocolo de la Feria de Sevilla arrojaría a una hoguera. Le contesté que al menos él podría jugárselo todo a la carta del excéntrico, aquel que como Josie, Tom Wolfe o Mr. T han construido una marca personal que les confiere un estatus de inmunidad estética que le emancipa de cualquier etiqueta.
Yo que no tengo marca personal, ni un traje que me quede bien ni unos zapatos que no me hagan daño si bailo con ellos, supe que lo iba a tener mucho más difícil que Miguel después de asomarme a las redes sociales para adquirir mis primeras nociones sobre lo que nos esperaba en nuestra primera visita a la Feria, estaba claro que nuestros looks no iban a facilitar que nos colaran en ninguna parte y si hay una macrofiesta en España que exija una etiqueta y en que la diversión dependa exclusivamente de que a uno le cuelen en los sitios, es esta.
Irantzu y Belén, nuestras mujeres, han sido más previsoras y llevan la maleta rebosante de vestidos de flamenca, abanicos y mantones, pero a pesar de poder fundirse con el gentío están incluso más inseguras que nosotros. Ya se sabe que esos vestidos de flamenca van gritando «sácame a bailar sevillanas», algo que una bilbaína como Irantzu Basterretxea o mi mujer, que es hija de una señora de Kentucky, difícilmente van a poder hacer sin la ayuda de litro y medio de rebujito, que viene a ser la versión sureña y refinada del kalimotxo vasco con el que Irantzu y yo hemos sobrevivido a muchas fiestas maratonianas del País Vasco.
Estamos en este lío porque en junio del año pasado corrí el riesgo de mezclar a Miguel con el pintor sevillano Manuel León, que al igual que Miguel también pertenece a una de esas sectas de la camisa psicodélica que recorren el mundo con la misma intención de subvertir el orden mundial evangelizando a los incautos con una gran fiesta catártica. Para Miguel esa fiesta es el festival del Burning man, en Nevada, cita a la que acude religiosamente cada septiembre en busca de aquello que desde que existen ordenadores personales venimos llamando hacer un reset, a saber, cerrar todas las pantallas de la conciencia, guardar todos los archivos de nuestras obsesiones, apagar la máquina y reiniciarla para enfrentar un nuevo año con frescura mental.
Para Manuel, el ritual catártico es folklórico y siendo uno, es trino: la Semana Santa, la Feria y el Rocío, las tres paradas festivas de la primavera. Ambos, Manuel y Miguel, ven las mismas virtudes salvíficas en sendos saraos, en ellos uno se expresa a través del baile, la ropa, las liturgias, la ebriedad, los iconos, la generosidad entre desconocidos, la desconexión con lo pretendidamente urgente y la conexión con lo trascendente.
En las conversaciones conciliares de estos dos apóstoles de las camisas psicodélicas surgieron todo tipo de planes para visitar la Semana Santa, el Burning Man, la Feria, el Rocío y no sé qué festival de música sufí en el Rajastán. De momento ha cuajado el plan de la Feria.
Llegamos a Sevilla algo tocados, pasamos el viaje en el vagón cafetería, concurrido como el metro de Tokio en hora punta, pero con ambiente de caseta de Feria, lleno de tipos trajeados y calentando motores con gin tonics, cubatas y cervezas. Allí se mezclaban coreanos, mexicanos, madrileños, vascos y andaluces con querencia de la tierra, todos con ese ánimo efervescente que tienen los que están dispuestos a hacerse amigos de cualquiera por unas horas. Las conversaciones entre gente que no sabe el nombre de la persona con la que habla versan principalmente sobre recomendaciones, dónde comer buñuelos, dónde beber buenos vinos, cómo administrar las fuerzas, cómo entrar en una caseta.
Nos quedamos en Triana, en un piso que alquila Rafa Almarcha, anfitrión legendario, activista irreductible de la Sevillanidad, proveedor incansable de alegría en forma de rumbas con su longevo grupo Siempre Así y dueño de dos ojos de un azul claro y grisáceo hipnóticos con los que podría captar la benevolencia incluso de los decapitadores del ISIS. Permítaseme aquí una digresión muy sevillana a raíz de este superpoder de Rafa para caer bien antes de haber hecho ninguna interacción significativa. Había en Sevilla un alcalde en tiempos de Franco, Félix Moreno, que todos los días se fumaba una ración de puros de un metro, medido por él previamente, y que tenía un mayordomo al que una mañana le dijo: «saque usted papel y lápiz y apunte, que quiero hacer una lista de gente que me cae mal y no sé por qué: póngase usted el primero».
Quien conociese a Rafa ahora mismo, sin saber absolutamente nada y sin haber conversado con él, le metería inmediatamente en la lista contraria, la de las personas que a uno le caen bien y no sabe por qué. Pero es que, además, cuando uno conoce a Rafa, ese amor se multiplica. El señor Almarcha vive para hacer feliz a la parroquia, es más rápido que los bilbaínos invitando a rondas, sus canciones le cantan siempre al amor y a la vida, cede su silla al desconocido que acaba de llegar antes de que sienta que no cabe en la mesa, escucha con atención al que trata de abrirse hueco en la conversación, ofrece siempre la última gamba y está pendiente de que nadie se sienta un extraño por lejano que esté a sus costumbres. En cierta manera encarna ese empeño que tiene el infeccioso espíritu festivo de Sevilla de que todo individuo se funda en la marea alegre de la fiesta, a veces pagana y a veces religiosa, que inunda Sevilla de vírgenes o de carrozas en la primavera. Estamos todos invitados a su caseta, que es la 129 de Gitanillo de Triana, y esa tarde nos dice, va a cantar por rumbas un tipo muy animado.
Manuel León y Celia nos reciben en el apartamento de Rafa Almarcha, traen manzanilla y ginebra para recibirnos. Celia va vestida ya de faralaes. «No digas faralaes» me corrige Manuel. Aquí decimos que vas de flamenca o de gitana, eso de faralaes lo dicen los de fuera. No volveré a decirlo, no sea que me deporten al grupo de «los de fuera», el forastero que viene por primera vez a la Feria a de hacer todos los esfuerzos posibles para convertirse en uno más. Esta tarea es más fácil para el hombre que para la mujer, a nosotros nos basta con ponernos una chaqueta y beber media botella de manzanilla para estar dentro, pero la etiqueta es claramente más taxativa con las mujeres, mi mujer e Irantzu van a tener que disfrazarse de flamencas para ser una más con Celia. Y así, mientras Miguel, Manuel y yo nos bajamos la manzanilla empieza la transformación de nuestras dos señoras que aceptan su destino con una mezcla de resignación y de entrega carnavalesca.
Hay que celebrar el traje de flamenca, aunque hacerlo me pueda valer una cancelación feminista. Es un traje que tiene un rigor implacable, da forma a las carnes que han cedido con la edad y redibuja los cuerpos con la tensión superficial de los embutidos. Toda mujer está buena con el traje de flamenca (atención que aquí viene mi condena), cosa que no ocurre con ningún traje que pueda ponerse un hombre, excepto quizás con las prendas que el sastre papal le hace a Ratzinger.
El truco de Clark Kent saliendo de la cabina convertido en Superman se nos hace un quiero-y-no-puedo cuando del baño salen Belén e Irantzu, con sus orejas prendidas por aros colorados, inmensos como la órbita de un planeta y sus brillantes mantones de seda bordada. ¿De verdad estas mujeres se han casado con unos despojos como nosotros, que ocultamos nuestras tripas con camisas holgadas de colorines? Claramente no estamos a la altura, pero nos hemos tomado la botella de manzanilla entera, estamos escuchando a Pata Negra a todo volumen y nos sentimos capaces de llevarlas del brazo hasta la Feria. Manuel por si acaso nos distingue a Miguel y a mí poniéndonos un broche en el ojal con la forma de la portada de la Feria.
El camino desde nuestro apartamento hasta el Real (el recinto ferial) no es largo, se puede hacer a pie. Los callejones de Triana son por un momento afluentes de un sistema fluvial que confluye en la plaza del Altozano y que ya desde ahí forma un caudaloso río de flamencas con la espalda envuelta en flores de seda, caballos recién salidos de la peluquería, hombres de corto con el mentón erguido, enganches, adolescentes con peinados de futbolista y trajes de consultor, turistas japoneses que tratan de mantenerse a flote en esas aguas como náufragos que arrastra una corriente hacia la plaza de Cuba, la calle Asunción y de ahí a ese océano tumultuoso que se abre tras la portada de la Feria. Uno no puede dejar de preguntarse dónde guardan los sevillanos esas carrozas, los caballos, las corbatas, los zajones, los sombreros, mantones, peinetas, Sevilla tiene que ser la ciudad con el fondo de armario más fascinante del mundo.
Como, al igual que Irantzu, yo no he conocido más fiestas que las del País Vasco, no puedo evitar comentar con auténtica admiración esa querencia sevillana por arreglarse, asearse, emperifollarse y hacer un esfuerzo colectivo por que todo sea bonito. No, estas no son como nuestras fiestas, los sevillanos son mucho más pobres que los de Bilbao, pero aquí no hay perroflautas, ni camisetas negras con eslóganes agresivos, ni barbas de tres días, ni altavoces desde donde La Polla Records se caga en todas las instituciones del Estado opresor, ni huele a pis por las esquinas ni hay pintadas de gente muy enfadada tratando de enfadar a otros. Para Irantzu, como para la mayoría de vascos con poca experiencia sureña, todo esta amabilidad estética y esta afabilidad del sevillano resulta muy sospechosa y casa mal con la experiencia acumulada que tenemos de la conducta del ser humano en fiestas / jaias.
Recuerdo entonces como a más de un amigo de la mitad norte de la península le he escuchado esa sandez tan arraigada en el catálogo de tópicos regionales de que el andaluz se hace tu amigo muy rápido, pero que es una amistad superficial que se esfuma cuando vienen mal dadas, mientras que el vasco tarda mucho en abrirse y ser tu amigo pero que luego lo es para toda la vida. Yo diría que los que tratamos de vivir en el presente preferimos una amistad espontánea que nos alegre el aquí y ahora, que otra para la que hay que trabajar con pico y pala diez años y que solo se va a demostrar como tal cuando a uno le ocurra una tragedia.
La portada de la Feria, con sus miles de luces, sus farolas y sus banderas marca el punto de no retorno, y es un umbral a partir del cual se ingresa en un espacio-tiempo regido por otras leyes de la física y de la química que hacen de la Feria un lugar fecundo en experiencia paranormales. Mi mujer, que no es muy amiga de las multitudes alcoholizadas y de los ejércitos de abrazadores querría leer en la portada aquella advertencia dantesca que está escrita sobre otra famosa puerta: Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate. Miguel pasa por la portada como si estuviera persiguiendo el conejo blanco hacia el país de las maravillas, y descubre conmigo, que al igual que el Burning Man en el desierto de Nevada, aquí hay una inmensa ciudad efímera que se ha erigido en un par de días y que pronto se desmontará, y que no tiene otro propósito que la celebración de la primavera, es decir, la celebración de la vida.
Manuel nos aclara el origen de la Feria, nos cuenta que esto se inventó a mediados del siglo XIX para hacer negocios agrícolas y ganaderos, era una cosa seria, tan seria que la montaron un catalán y un vasco con fines meramente transaccionales. Lo que pasa es que dejaron entrar a muchos sevillanos que debían de aburrirse en un tinglado montado por un catalán y un vasco, y en algún momento algún vecino debió de colarse con su guitarra y el tinglado devino sarao. Fíjense si se animó la cosa que al siguiente año, y aquí ya tiro de Wikipedia, «los comerciantes solicitaban al ayuntamiento una mayor presencia policial porque ‘los sevillanos y sevillanas, con sus cantes y bailes, dificultaban la realización de los tratos'». Desde entonces la cosa ha evolucionado en contra del pragmatismo fundacional de aquel vasco y aquel catalán que querían hacer negocios, y degenerado hacia el lado de los cantes y los bailes y el a-vivir-que-son-dos-días.
En esta ciudad efímera las calles tienen nombres de personajes legendarios: Gitanillo de Triana, Juan Belmonte, Joselito el Gallo… aquí siguen sin hacerse ningún lío, a los grandes toreros se les celebra como a los artistas que fueron y se les dan calles engalanadas con farolillos de colores, donde solo aparcan los caballos, calles creadas exclusivamente para la fiesta y que solo conducen a lugares donde se baila. Después de pasear cien metros bajo los farolillos y frente a las casetas de Gitanillo, uno se da cuenta de que esta ciudad no es otra cosa que una destilación muy concentrada de la ciudad en la que está. Hay una caseta de la policía, las peñas béticas y sevillistas, las de los sindicatos, las de los distritos de la ciudad, la del club labradores, la de los aparejadores, y sobre todo, las de los grupos de amigos de toda la vida. Con el paso de las horas se comprueba que hay casetas irreductibles que mantienen el jolgorio, la danza y un aforo asfixiante y otras más desaborías –que diría Manuel– donde la chispa de la música nunca se convierte en incendio y que al llegar la noche se despueblan tan agónicamente como la provincia de Soria.
Estaba claro que la caseta de Rafa Almarcha no iba a ser desaboría. Como todas las otras casetas estrechas que tiene a su alrededor la suya tiene un aire de chiringuito de playa, es decir, una construcción provisional, de lonas coloridas y maderas, que solo promete una sombra, una barra, acaso una silla y buena música. Un vigilante en la puerta controla quién pasa y quién no, como todos los garitos que realmente merecen la pena en la vida, aquí solo se pasa si le has caído bien a alguien de los que pueden poner tu nombre en la lista. Al entrar a la caseta uno se pregunta si hay alguna distinción honorífica más grande en el universo de la fiesta que estar en el guest list con un +3.
Al llegar había gran movimiento en la caseta, las mesas y las sillas se plegaban para crear un pasillo para el baile y la actuación, cercado por una hilera de sillas donde se sentaban flamencas de todas las edades, abuelas que se van pasando a un bebé perplejo, niñas adolescentes que cuchichean secretos a la oreja de otras niñas adolescentes que ríen y miran por el rabillo del ojo a niños adolescentes con su primera sombra de bigote, madres jóvenes y madres que parecen jóvenes, esta fiesta es para todas las edades de la vida. Miguel es el único hombre que se sienta en la hilera de sillas y mira la escena fascinado con su vaporizador de canabinoides, que parece un walkie talkie más que otra cosa y llena la caseta de un humo rico y sospechoso que todos huelen con sorpresa, buscando el origen sin encontrarlo.
Al final de la caseta aparece un viejo guitarrista flamenco, gordo y calvo, de esos que pueden sujetar la guitarra con la tripa, que se convierte inmediatamente en un guitar hero en el momento en que empieza con el toque. Entonces sale con una camisa de seda estampada y mechas rubias un tipo flaco y de edad indeterminada con un micrófono, y se arranca por rumbas y va enlazando sin pausa una rumba con otra, a las del repertorio de toda la vida le cuela canciones que nacieron en otro estilo o en otro país y las rumbifica, camina por ese pasillo como si fuera una pasarela, se quiebra, se rompe, escenifica las canciones con los brazos y con cada músculo de la cara y cuando canta La pared, el espíritu de Bambino le posee, él es Bambino entonces, la gente enloquece y salta al pasillo a bailar, no importan ya las edades, ni las lorzas, ni si uno es feo o guapo o calvo, el baile concede una indulgencia plenaria y borra cualquier mácula de fealdad para hacer a todo el que tenga gracia y salero tremendamente bello.
En la parte de atrás de la caseta hay un bar, donde el rebujito corre como si manara de un acuífero subterráneo, aquí es donde uno empieza a apreciar los sucesos paranormales. Cuanto más vacía uno la jarra de rebujito, más llena está. La jarra por algún misterio siempre aparece llena, uno puede servir con ella a diecisiete personas y en el momento en que se despiste, vuelve a estar llena. Si se observa con detenimiento se verá que hay personas capaces de beberse tres veces su peso en rebujito y salir a bailar a la pista con más equilibrio que un funambulista: el alcohol no hace efecto en la Feria.
Hay que decir, que salvo las chacinas y la gamba cocida, la parte de la gastronomía no es el fuerte de esta tierra. Aquí los vascos podemos objetar. Mi venerada Mila Goyenetxea, cocinera al frente del mítico Zarrabenta, nos contaba que ella no salía mucho de la cocina, ni de Aulesti, su pueblo y prácticamente jamás de la comarca de Lea Artibai, si acaso para andar hasta Lequeitio o Guizaburuaga. Una vez alguien debió de convencerla de que debía ver un poco de mundo y descansar alguna vez de tanto cocinar, y se fue de viaje a ver la Expo 92 en Sevilla.
Fue su único viaje. Cuando volvió le preguntamos qué le había parecido su mundo exterior, qué cosas había visto. Mila contestó que en Sevilla el pescado no llevaba pescado, que era como un churro, aceite y harina, y que ahí no sabían más que freír en todas partes. De la ciudad y de la Expo no dijo nada ni recordaba gran cosa. La entiendo perfectamente, y la cito para poner alguna pega, que no podía ser todo tan laudatorio. A esta fiesta le falla un poco la comida, pero también hay que decir que con el estómago muy lleno se baila mal, algo que claramente no preocupa demasiado al vasco que por lo general no tiene mucha intención de bailar sevillanas ni ningún otro baile.
Sin embargo aquí había un grupo de bilbaínos de pura cepa camuflados de sevillanos que salieron a mi encuentro en cuanto oyeron mi apellido, para decirme que eran amigos de mi tía, que iban con ella a clases de sevillanas en Bilbao desde hace años y que siempre venían a la Feria a poner en práctica esas clases. Dar clases de sevillanas en Bilbao, sobre todo hace unos años, ha de ser un acto de resistencia y rebeldía por el que el ayuntamiento de Sevilla debiera conceder medallas. O a lo mejor es un acto de cordura y salud mental que debiera subvencionar Osakidetza.
En la cola del baño, que se hace muy larga y muy lenta, se conocen a todo tipo de gentes que pasan a categoría de amigos del alma en cinco minutos, a uno hasta se le olvida que se está orinando y que en realidad está haciendo una cola. Se vuelve al bar con los amigos de la cola y en poco tiempo, mi mujer, Miguel e Irantzu ya se han hecho su propia cuadrilla de amigos de Sevilla y todos nos hemos emancipado de todos y tenemos vidas sociales nuevas con otras personas. Aquí es cuando uno se monta en el tiovivo social que es esta Feria, y empieza a recibir invitaciones para ir a la caseta de mi primo Cuqui que está muy animada, la de mi tío Pepín que tiene a unos chiquillos que tocan sevillanas como los ángeles, al de uno que iba conmigo al cole y que le llaman el Cholo y que dice que vienen tres gitanos de las tres mil viviendas que tienen un grupo que eso va a ser una locura y antes de que uno tenga un plan o sepa lo que quiere, ya está con el Cholo que le pasa la mano por el hombro, que le arrastra a su caseta y que le va diciendo, me caes bien, te pareces al Jim Morrison con esos pelos, ¿sabes tú quién es Jim Morrison?
La caseta del tal Cholo donde van a tocar los tres figuras de las tres mil viviendas, resulta ser una versión alegre del agujero negro de Calcuta. Aquí viene otra digresión propia de alumno de colegio británico, en tiempos aún poco inclusivos, políticamente incorrectos e insensibles hacia los pecados del colonialismo. En un libro de texto que contaba lo crueles que eran los marajás de la India y lo caballerosos y sufridos que eran los ingleses que fueron a colonizarles. En un momento en que los indios se cansaron de los pobres ingleses, decidieron meter a ciento y pico señoros y una dama en un calabozo que debía ser más estrecho y sórdido que el montacargas de servicio de un edificio del barrio de Salamanca. El calabozo solo tenía un ventanuco. Pasadas veinticuatro horas, todos los ingleses habían muerto asfixiados de tan apretujados que estaban, excepto la dama a la que le habían dejado junto al ventanuco y los tres gentlemen que tenía alrededor y que le habían hecho espacio. En fin, pueden encontrar la historia en internet, pero el caso es que la caseta del Cholo tenía una densidad de población parecida y solo quizás a las mujeres se les daba un poco más de espacio. La gente en todo caso estaba feliz y ya era la hora en que empezaban a vaciarse las casetas de los desaboríos, y los que seguían buscando jarana hacían lo posible por entrar en esta y terminar de asfixiar a todos.
Aparecieron abriéndose un hueco con los instrumentos casi como si fueran porras de antidisturbios los tres gitanos. Uno con un sintetizador, otro con una guitarra y uno más con una batería muy sencilla, caja, bombo y platillo. Se enchufaron, el guitarrista que también era el cantante principal prometió solemnemente que ahí no iba a parar nadie de bailar y la primera canción que tocó, para mi sorpresa, fue Alegría de vivir de Ray Heredia, que debe ser una de las cinco primeras canciones que pondría si me pidieran la banda sonora de mi juventud. A partir de ahí comenzó el éxtasis, y a pesar de que no había espacio ni para respirar, bailamos como nos prometió el cantante, que tocó por rumbas hasta la sintonía de la serie animada de Oliver y Benjy. Nunca he recibido más codazos, roces, empujones, frotado de sobacos en la cara de gente que baila con brazos en alto, rodillazos y todo tipo de golpes con mayor alegría de vivir. En el descanso de la música comprobé que toda la gente a la que conocía ya no estaba, habían huido prudentemente.
Salí cubierto de sudor y con los zapatos sucios de los pisotones de la gente, cantando Alegría de vivir en bucle, y paseando por las calles de nombres de toreros hasta recibir la llamada de Manuel, que nos esperaba en un puesto con unas espirales kilométricas de churros para empapar en chocolate adulterado con anís. Esto es para ir a la cama bien, me dice Manuel, que había pastoreado a todos los demás para reunirnos en la mesa de la churrería.
–Pues esto es la Feria, ¿a que el año que viene volvéis?– preguntó Manuel.
Belén e Irantzu estaban tan agotadas que no podían y seguramente no querían contestar. Mi madre ya me había prevenido de que todos los años desde que fue por primera vez a la feria juraba no volver jamás, del agotamiento que le causaba, pero que al cabo de un año volvía siempre.
Yo tengo claro que vuelvo.