El 25% y la Cataluña 'no go'
«Hemos de tener un pensamiento estratégico en el que lo jurídico solo sea una herramienta más contra el secesionismo»
Decía el historiador romano Tito Livio que «cuando la situación es adversa y la esperanza poca, las determinaciones drásticas son las más seguras». Si me permiten la osadía, a la frase del bueno de Livio le añadiría: «Determinaciones drásticas e inteligentes son las más seguras». No sé cómo hubiese reaccionado el autor de Ab urbe condita al contemplar cómo, sobre todo a partir del desastre de Adrianópolis (376 d.c.), muchos territorios legalmente romanos eran, en verdad, estados independientes en los que la ley y las costumbres romanas no eran otra cosa que papel mojado y mera liturgia. Naturalmente, esta ficción duró años en muchas zonas del Imperio, pero la realidad era la realidad: ya no eran romanas.
Esta especie de ‘zona no-go‘ romana, donde no podía aplicarse la ley ni por la fuerza ni por la acción de la justicia, es algo que empieza a ser muy reconocible en nuestra contemporaneidad. Un país en el que existan zonas donde no se puede ejercer la fuerza del Estado o no se pueden aplicar las leyes, nos dice que estamos en un estadio previo a momentos de ruptura a la espera de algún desequilibrio definitivo entre el poder del territorio y el estatal. Por supuesto esta analogía podría aplicarse a Sant Denis (daría para otro artículo) pero, en este caso, me referiré a Cataluña y, en concreto, al famoso tema del 25% de asignaturas en castellano en las escuelas catalanas y a cómo se ha encarado desde el constitucionalismo catalán.
Antes de nada, decir que me parece una aberración democrática que, en regiones de nuestro país, como Cataluña, la obsesión identitaria haya derivado en procesos de aculturación forzosa como eje vertebrador de un plan de ingeniería social que persigue y trata de arrinconar el uso de la lengua española y a todos aquellos que nos negamos a claudicar a la imposición. Una vez que he dejado clara mi postura, una vez expresada mi letanía lastimera, creo que habría que hacerse esta pregunta, más allá del ‘quejío’ y del bucle reactivo: ¿qué podemos hacer? Para responder a la pregunta quiero empezar por lo hecho recientemente y que me gustaría definirlo como la postura de la «ingenuidad estratégica».
Quizás el problema lo tengamos los propios constitucionalistas, de hecho, la autodefinición de «constitucionalista» (hasta de difícil pronunciación) nos lleva a un marco eminentemente jurídico-político, cuando, a mi parecer, en verdad estamos ante un problema sociológico, de marcos de significado, referenciales y culturales. El porqué hago esta afirmación radica en que nos enfrentamos a un plan de ingeniería social pensado a medio y largo plazo en el que los hitos políticos son herramientas de desgaste para la parte contraria (el famoso peix al cove), de autoafirmación identitarista y de aproximación a los objetivos del plan. Esta carga nominalista del constitucionalismo nos arrincona a un mundo jurídico paternalista e ingenuo, una especie de positivismo que se ve superado por la fuerza de la realidad social y siempre acaba en el ‘quejío’ leguleyo y el asombro al contemplar que hay vida mucho más allá de los juzgados.
De hecho, lo asombroso es que alguien se asombre ante la respuesta de la Generalitat con el tema del 25%. ¿De verdad alguien se esperaba, de quien ha intentado un golpe de Estado, que asumiese dócilmente el cumplimiento de una sentencia? ¿Alguien creía que, sentencia en mano, los separatistas parapetados en la Generalitat verían la luz y tendrían una especie de Epifanía constitucionalista? ¿De verás que no hay nadie que vea que estamos ante un juego estratégico en el que el flanco jurídico es uno más de todos los territorios de la batalla? Estamos ante una ingenuidad academicista que nos lleva a la cronificación por falta de ambición sociológica y por una miopía que distorsiona el escenario real. Esta situación nos lleva a lo de siempre, a la acción-reacción polarizadora que tan buen resultado le da al separatismo.
Desde luego, parapetarse tras una sentencia como estrategia frente al separatismo tiene el mismo efecto que tratar de acabar con la Ndrangheta calabresa escudado tras mil requerimientos judiciales. El problema radica en que la fuerza social de esta organización criminal supera los marcos jurídicos porque está enraizada en profundos lazos sociales, familiares y culturales que van más allá de lo que pueda decir cualquier juez. El paralelismo es asombroso, pero si nos fijamos, el separatismo, desde el llamado «Programa 2000» activado por Jordi Pujol en los años ochenta del siglo pasado, estaba pensado para desbordar social, cultural y políticamente el marco constitucional. Entonces ¿qué respuesta da el constitucionalismo ante el enésimo desafío de la Generalitat y sus juegos alegales, paralegales o los que bordean la ilegalidad? ¿Y qué resultados estarían dando estas respuestas?
¿La respuesta? Pues se pueden imaginar, seguir con un lamento mutado en amenaza con el que intentar convertir en obligados héroes a funcionarios, ahondando así la imagen incómoda, agresiva y poco tolerante del constitucionalismo. Con ello el separatismo está de enhorabuena porque les está sirviendo para reactivar su narrativa victimista, arrinconar al espacio de la radicalidad a todos los que defendemos una Cataluña democrática e inclusiva y, por supuesto, situar el escenario en una falaz dicotomía español-catalán en vez de libertad-imposición. Con ello se invierte la realidad y nos sitúa (para variar) en escenarios reactivos y defensivos.
No deja de sorprenderme esta ingenuidad estratégica, vuelvo a insistir, ¿en serio hay alguien que se haya sorprendido de la respuesta de la Generalitat? Siguiendo una lógica estratégica, deberíamos haber previsto los escenarios más probables y la respuesta a los mismos, sin embargo, nos hemos limitado a seguir agitando la sentencia, rasgándonos las vestiduras y cayendo en el desánimo. Si en vez de eso, o no solo eso, hubiésemos activado acciones con los que situar (frente a la sociedad catalana) al separatismo en su verdadero marco: la imposición identitaria y, paralelamente, hubiésemos activado mecanismos de poder blando para atraernos la simpatía social, no estaríamos dónde siempre, esto es, haciendo el caldo gordo a la política de polarización separatista.
Para que Cataluña deje de ser no-go frente al poder separatista, hemos de tener un pensamiento estratégico en el que lo jurídico solo sea una herramienta más. Es más importante conquistar el corazón de los catalanes, sacarlos de la caja de resonancia nacionalista y empujar al separatismo al marco de referencia de la radicalidad que mil sentencias judiciales. En nuestra contemporaneidad, la fuerza de los territorios está en el marco mental de la ciudadanía, si no nos damos cuenta de ello, muy probablemente, un día nos pasará como a la Roma del siglo IV, nos despertaremos y veremos que más allá de la liturgia y las mínimas formas jurídicas y legales, en verdad los foedus hace mucho tiempo que dejaron de ser Roma.