Canción triste de Saint-Denis
«Ante la ‘racaille’, nuestras élites ya no pueden echar marcha atrás aunque quisieran»
Con motivo de los disturbios que ha generado la final de un campeonato de fútbol que debería haberse disputado en la fascista ciudad de San Petersburgo, en vez de en la abierta y democrática París, no les voy a hablar de Oriana Fallaci y sus predicciones, tranquilos. No les voy a contar lo incompatibles que son los negritos y entifaos con la maravillosa sociedad occidental.
La razón es que me produce cierto rechazo el discurso neocon que reduce el problema de la inmigración exclusivamente a elementos etnográficos o religiosos. Por supuesto, estos juegan su papel dentro del desorden, pero hay mucho más que se calla convenientemente.
En el caso que nos ocupa, Jean Marie Le Pen lo vio claro antes que Fallaci. Transcurridos dos años desde la muerte del general De Gaulle, el presidente del recién nacido Frente Nacional ya exigía un «control estricto» de la inmigración. Pasada una década, en el transcurso una entrevista concedida a Gilbert Denoyan (France-Inter), el menhir describiría como un «movimiento masivo» la llegada de población africana al Hexágono.
Podemos situar el origen de tal movimiento en la mitad de los años 60 del siglo pasado. Se necesitaban trabajadores en el sector industrial y de la construcción. Había que levantar un nuevo aeropuerto en París, el Charles de Gaulle, además de toda la periferia que lo rodearía. Es precisamente allí donde acabaría instalándose esa población alógena venida del Magreb o de allende el Sáhara. Ésta compartiría barrio con franceses autóctonos, portugueses, españoles y otros emigrantes europeos de clase trabajadora. Grandes empresarios de la construcción como Francis Bouygues dieron palmas con las orejas. Fueron los inicios de ese dumping social que tanto gusta al eje Chicago-Viena-Teruel, muy dado, por cierto, a criticar las consecuencias de aquello que se desvive por apoyar.
Pero volviendo al asunto de la inmigración y nuestros vecinos, la derecha burguesa con ínfulas aristocráticas continuó para bingo. Durante el Gobierno de Valéry Giscard d’Estaing no sólo se promulgó la ley del aborto de 1975, sino también la ley de Reagrupación Familiar y el Decreto que la completaría en 1976. El efecto llamada fue inmediato y la periferia de los núcleos urbanos importantes comenzó a llenarse de magrebíes y subsaharianos. Sin embargo, el desastre se gestó con el cariño y la paciencia que le pondría una madre; en el seno de esa Europa que nos conminan a imitar. Lo que vimos hace semana y pico en los aledaños del Stade de France ha sido buscado, y deseado.
Todo material inestable necesita un precursor que lo reviente. Llámese fulminante, mecha o detonador. En el caso francés podríamos llamarlo Partido Socialista. Éste, oliendo el potencial del fenómeno migratorio en forma de caladero electoral y maná dinerario asociativo, instrumentalizó el antirracismo a través de instituciones como Touche pas à mon pote (No toques a mi colega). Por supuesto, estos chiringuitos fueron utilizados como eficaz herramienta de terrorismo intelectual. Sirven de tapabocas o de inquisición antirracista cuyo objetivo consiste en minar al adversario ideológico. Y a fe que cumplen con su trabajo de demonización.
Las condiciones para el caos no podían ser mejores, y no sólo por el marco jurídico-político, sino también por el clima cultural nacido al calor de la revuelta estudiantil de mayo del 68. Las posiciones anticolonialistas y de autodesprecio fueron signo de modernidad. Si los españoles llevamos siglos sufriendo la leyenda negra, para los franceses se trata de un fenómeno reciente que les ha llevado a besar la lona en tiempo récord. El veneno, que actúa sobre episodios históricos distintos de los nuestros, fue inoculado por ciertas corrientes de pensamiento marxista posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Hoy tales corrientes, o más bien su interpretación, han quedado para abono de esa cosa que se llama «izquierda indefinida» y que tan buenos momentos nos hace pasar.
El francés de pura cepa pasó a ser considerado culpable. Un gañán sobre el que recaían todos los males: el atraso, la responsabilidad del pasado colonial, el antisemitismo o el colaboracionismo, el ser demasiado blanco para fumar negro y el tener por costumbre ir de camping con Brigitte y su diésel sin perdonar un sólo apéro de pinard y salchichón. Éric Zemmour explica bien este fenómeno en El suicidio francés (Albin Michel, 2014).
Nada que ver con el «buen salvaje» aparcado en la periferia con el que la République ha construido el sueño químico de una Francia «blanche, black, beur» (blanca, negra y magrebí), emplaste conceptual de nula capacidad aglutinadora fabricado en cualquier logia del Hexágono. Porque, obviamente, la idea de fondo siempre ha sido la de socavar lo único que puede unir a todos: la Francia eterna, «Primogénita de la Iglesia». No es la que nace en 1789, sino su némesis: la de los ancestros galos que estudiaban tradicionalmente nuestros vecinos, la del Bautismo de Clovis y los casi mil años que le siguieron.
Una vez tenemos todas las condiciones, para completar la receta del caos sólo hay que añadir un clásico moderno: la exacerbación de la «sociedad del deseo». Es decir, aquella que nos chuta en vena que hacer tu voluntad y consumir sin límite es la única medida del éxito o la felicidad. Si además decoramos con un poco de ‘derechohumanismo’ y ‘un mucho’ de arquitectura brutalista; operan una conciencia tribal y un lenguaje y música basados en lo más chusco de la pachanga occidental, pero llenos de guiños gangsta-africanos, y dejamos macerar un tiempo, se obtiene esa exquisita poblaciónde neosíntesis lista para reventar una Final de Copa o lo que surja.
Me cuesta dar la razón a los boomers nodriza, pero la tienen: aunque solo sea administrativamente, la llamada racaille es un moderno producto francés, como el Peugeot 308. Desde hace tiempo comienza a formar parte del paisaje interurbano que rodea a unas ciudades-postal, gentrificadas, donde la comida y el shopping son el kifi del gilipollas global obsesionado con exhibir su estatus. Emasculados y reblandecidos, somos como ñus para el felino salvaje cuando tenemos el valor, o la inconsciencia, de entrar en su territorio.
Culturalmente musulmana, esta población no suele creer en nada aunque lleve a Alá en la boca. Eso sí, el día que despierta y se arrepiente tenemos un problema grave. Muchos, al darse cuenta de que han sido utilizados, de que no son más que la hez de la sociedad de consumo dentro de un estado fallido, pretenderán cobrárselo por vía de atentado para alcanzar el paraíso. Ya ha ocurrido antes y es una mutación clásica. Sean bienvenidos, por tanto, a la sociedad abierta y a la ‘sabiduría’ antipopulista que celebraron con entusiasmo los restos del partido Ciudadanos, y otros, el día del triunfo electoral de Macron.
Por cierto, el silencio de éste, o el descargar la culpa de lo ocurrido sobre los aficionados ingleses no es más que síntoma de complicidad. Como en muchos otros asuntos, nuestras élites ya no pueden echar marcha atrás aunque quisieran. Desde hace tiempo, cualquier solución que se tome en Francia será nefasta, pero si no queremos vivir a merced de la racaille de abajo, empecemos por lo básico: dejemos de aplaudir a la racaille de arriba, de asumir sus agendas, de apoyar a sus propagandistas y voceros y, sobre todo, de votar a sus subalternos.