Con la energía no se juega
«Necesitamos un debate serio y riguroso sobre la idea de progreso. Lleva demasiado tiempo en manos de activistas que jamás pagan los platos rotos»
Desde que los primeros homínidos descubrieron cómo crear el fuego, la Historia de la humanidad va pareja al desarrollo y consumo de energía. Primero domesticando animales para utilizar su trabajo durante el Neolítico, después aprovechando la energía cinética del agua con molinos inventados por los griegos hace más de 2000 años y posteriormente perfeccionados por los romanos para aumentar su eficiencia, hasta llegar a la Revolución Industrial con la creación de multitud de máquinas alimentadas por combustibles fósiles, el ser humano ha buscado siempre incrementar la cantidad de energía que utiliza disminuyendo sus costes, con objeto de aumentar su capacidad para producir cosas o realizar actividades. Fue precisamente el aprovechamiento de esos combustibles fósiles (abundantes, fiables, transportables y baratos) el que permitió el despegue definitivo de la humanidad, incrementándose desde aproximadamente 1800 cualquier parámetro medible de bienestar humano: esperanza de vida, disminución de la pobreza, renta per cápita, resistencia a los desastres naturales, etc. Dichos combustibles nos han permitido y nos permiten construir infraestructuras, fabricar todo tipo de bienes, transportar personas o mercancías, iluminarnos y climatizarnos como nunca hubiera sido posible imaginar antes del siglo XIX.
Ya desde los inicios de la Revolución Industrial se hizo patente una corriente de pensamiento pesimista de gran éxito histórico y mediático, simbolizada por Thomas Robert Malthus. Desde que en 1798 publicara su célebre Ensayo sobre el principio de la población, en el que advertía de que la población se multiplicaría siempre de forma geométrica, mientras que la producción de alimentos y materias primas, incluyendo el carbón primero y las energías fósiles después, podría hacerlo como mucho de manera aritmética (lo que inevitablemente condenaría a la mayoría de los seres humanos a la miseria y al hambre), han sido muchos los pensadores y manifiestos basados en la lógica malthusiana. Desde el genial economista William Stanley Jevons en el siglo XIX a la Advertencia de 1.700 científicos a la humanidad de 1992 (revisada en 2017, esta vez por más de 15.000 -supuestos- científicos), pasando por Los límites del Crecimiento del Club de Roma, o La bomba poblacional de Paul Ehrlich (que predijo en 1968 que cientos de millones de personas morirían de hambre y propagación de enfermedades durante la década siguiente, aumentando la tasa de mortalidad sin que nadie pudiera hacer ya nada para evitarlo -vaya pupila), todos ellos han errado de manera espectacular hasta la fecha. No solo no ha sucedido desde 1798 nada parecido al Apocalipsis profetizado, sino que el ser humano ha vivido la mejor etapa de sus decenas de miles de años de Historia. Y esa mejora ha venido sustentada, como comentaba al principio, sobre la base de un mayor consumo de energía.
La primera gran crisis económica y social de la humanidad tras la Segunda Guerra Mundial fue consecuencia directa del encarecimiento de la energía en 1973, cuando el lobby de los países productores (entonces fundamentalmente Oriente Medio) decidió unilateralmente reducir la producción y exportación de crudo, lo que se tradujo en una década de inflación y disminución del ritmo de crecimiento de la renta per cápita mundial, que incluso decreció en algunos momentos (los subsiguientes a las crisis de oferta de 1973 y 1979, fecha de la revolución en Irán). La reacción del mundo, particularmente del mundo occidental, fue un gran incremento de la inversión en la exploración y extracción de nuevos yacimientos de petróleo y gas para reducir la independencia energética respecto a Oriente Medio. Así, se pusieron en funcionamiento numerosos pozos en el Mar del Norte, en aguas profundas del Golfo de México y el propio México, entre otros sitios. El ingenio humano, la tecnología y la inversión de capital permitieron seguir aumentando los niveles de consumo de energía y dotarlos de mayor estabilidad desde un punto de vista geoestratégico. Así ha sucedido desde entonces tras cada crisis energética. Tras producirse una subida brusca del precio de petróleo y gas derivada de la incapacidad de la oferta para adaptarse a la demanda (lo que siempre se tradujo en crisis económica 1-2 años después), la inversión de capital en el sector prácticamente se duplicaba durante los 2-3 años siguientes, permitiendo el hallazgo y explotación de nuevos yacimientos. Sin embargo, la última vez que se produjo algo similar fue tras la subida de precio de 2008 y la subsiguiente revolución del gas y petróleo de esquisto, fundamentalmente en EEUU. Tras el penúltimo subidón del precio del petróleo en 2012-2013, la inversión en el sector de exploración y producción gasística y petrolera ha seguido una trayectoria descendente. Así, y pese a una leve recuperación tras el hundimiento de 2020, la inversión es hoy la mitad que hace una década, y las previsiones para los dos próximos años son de modesto crecimiento. Por el contrario, la demanda está en niveles superiores a la de entonces. No es de extrañar pues que, tras el parón derivado de la COVID y posterior «puesta en marcha» de la economía productiva global, los precios de la energía se hayan disparado desde mediados de 2021, traduciéndose como es lógico en una situación de inflación global, que como bien ha sido definida muchas veces, es un impuesto (añadido) a los más pobres.
¿Qué ha pasado en los últimos 10-15 años para que la reacción haya sido esta vez completamente distinta? En mi opinión, que por primera vez los líderes políticos occidentales, los organismos internacionales y las élites intelectuales se han creído y puesto en marcha el pensamiento malthusiano y decrecentista. Supuestamente muy preocupados por los posibles efectos del cambio climático y la superpoblación, se han lanzado a la aventura de la llamada «Transición Energética y Ecológica», traducida entre otras cosas en:
- Leyes por las que los Estados, cumpliendo los compromisos de Tratados Internacionales, se obligan a reducir las emisiones de CO2 en plazos estrechísimos (pasar del 80% de energía primaria fósil al 0% en 3 décadas no es muy difícil. Es imposible)
Impuestos, derechos de emisiones, tasas verdes, primas a tecnologías caras y/o inmaduras y subvenciones exponencialmente crecientes, etc. Por citar el ejemplo español, y hablando exclusivamente del precio de los carburantes, en los últimos 15 años se han introducido: la obligación de mezclarlos con biocombustibles (más caros que el propio carburante), el Fondo de Eficiencia Energética, derechos de emisión de CO2 que afectan a las actividades de refino, incrementos autonómicos en los impuestos especiales de hidrocarburos… todos ellos incrementados con el IVA correspondiente, que a su vez se ha incrementado más de un 30%, subiendo del 16% al 21% actual. Ah, y en breve debería introducirse en los precios del surtidor los costes derivados del «sostenimiento del sistema eléctrico» (aunque posiblemente se retrase un poco, ante la insostenible escalada actual del precio de la gasolina).
- Como apoyo, miles de estudios científicos centrados exclusivamente en los aspectos negativos futuros del cambio climático, obviando los positivos y renunciando a efectuar cualquier tipo de análisis coste/beneficio de las posibles alternativas y plazos de adaptación y mitigación de sus efectos, pese a que los impactos negativos previstos a más de medio siglo vista son un error de redondeo respecto a las previsiones de crecimiento, incluso bajo la absurda hipótesis de que el ser humano no será capaz de reaccionar adaptándose, contra todo lo que nos indican 100.000 años de historia humana y el sentido común.
Esas acciones, por sí solas, serían capaces de producir una ralentización del crecimiento económico, o en determinadas circunstancias una recesión. Y generar recesión o ralentizar el crecimiento económico hace que millones de seres humanos se hundan en la pobreza o no sean capaces de abandonarla. Y la pobreza (no el cambio climático, ni la contaminación) es la causa número 1 de muerte en la Tierra.
Pero es que además de esas medidas, las élites políticas, financieras, empresariales e intelectuales han dado una vuelta de tuerca adicional: no solamente les han dicho a las empresas y países productores de gas y petróleo que su negocio será «cero» en 2050, lo que en sí mismo resultaría un fuerte elemento desincentivador de inversiones gigantescas como las que precisa el sector, sino que está poniendo todo tipo de trabas a la financiación de proyectos de exploración y refino de petróleo y gas. El Banco Europeo de Inversiones, en teoría, se ha comprometido a dejar de financiar cualquier proyecto del sector desde finales de 2021. Las grandes empresas y los bancos, como parte de sus políticas de responsabilidad social corporativa, huyen de la energía fósil como de la peste, y encarecen en muchos puntos porcentuales respecto a las inversiones en otras áreas energéticas los escasos créditos concedidos. Por si fuera poco, las leyes nacionales de países como España directamente prohíben realizar exploraciones en el subsuelo no ya para explotarlos sino ni siquiera para conocer si hay yacimientos en el territorio nacional. No es sorprendente pues que las empresas hayan reducido su capacidad de refino (encareciendo el coste de los productos refinados aún más que lo que se encarece el propio crudo) y que las perspectivas de inversión sean, como he comentado más arriba, de muy prudente crecimiento durante los próximos años
Estamos empezando a vivir estos meses las inevitables consecuencias de los deseos de un grupo de líderes e intelectuales jugando al aprendiz de brujo. El cántaro de la lechera que ellos habían diseñado cuidadosamente mediante un suave encarecimiento de la energía fósil, del transporte y de la industria durante unas décadas, que nos conduciría teóricamente a un mundo más limpio y sostenible tras hacer competitivas a otras tecnologías como las energías renovables o el vehículo eléctrico, se ha caído y se está haciendo mil añicos. Porque el Excel y el Power Point lo aguantan todo, pero la realidad es tozuda y no basta desear algo muy fuertemente para que ese algo suceda.
Lamentablemente, en vez de reaccionar a la nueva situación recuperando el sentido común, muchos de esos líderes, empresas y élites, bien por no admitir sus errores, bien por intereses políticos o económicos, están redoblando su apuesta, y proponen acelerar aún más la «transición energética». Necesitamos un debate serio y riguroso sobre la idea de progreso, prosperidad, riqueza y desarrollo humano. Llevan demasiado tiempo en manos de activistas que jamás pagan los platos rotos. Por mucho que se esfuercen esos activistas, no podrán encontrar ni un solo ejemplo en la Historia donde la disminución del consumo de energía no se vea ligada a una reducción del nivel de vida y a un aumento de la pobreza de los hombres. La energía es la sangre del bienestar humano. La transición energética que necesita la humanidad es la que le lleve a disponer fácilmente de mucha más energía. Energía lo más barata, abundante, fiable y limpia posible… por este orden.