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Velarde Daoiz

La capacocha climática

«Esperemos que la capacocha climática no termine con el empeoramiento de las vidas y el fallecimiento de millones de seres humanos a causa de una pobreza quizá evitable»

Opinión
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La capacocha climática

Manifestación ecologista. | Li-An Lim (Unsplash)

El 1 de febrero de 1954 se descubrió el llamado «Niño del Cerro el Plomo». El Cerro el Plomo es un pico de más de 5.000 metros de altura, en la cordillera de los Andes, cerca de la capital de Chile, Santiago. El Niño del Cerro el Plomo es el cuerpo liofilizado de un niño de unos ocho años que se calcula que vivió en el siglo XV, y fue sacrificado durante el ritual inca de la Capacocha. Durante ese ritual, que se realizaba habitualmente entre abril y julio bien en honor del Sol y la Luna, bien para la coronación del Inca, bien para propiciar buenas cosechas y ahuyentar sequías o erupciones volcánicas, se escogía a niños sin defectos, se les drogaba y emborrachaba para que no sufrieran durante su muerte, y se les dejaba morir por hipotermia. No es la excepción en la Historia de la Humanidad, por desgracia. Fenicios, griegos o aztecas son varios de los pueblos que se sabe o se cree que, fuera para «asegurarse» el favor de los dioses durante la guerra o para evitar los desastres meteorológicos, ofrecían sacrificios humanos a sus diversas deidades, a menudo con métodos mucho menos compasivos que la Capacocha.

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Desde hace ya cerca de 20 años, el cambio climático ocupa una parte central del discurso político, especialmente en Occidente. La «narrativa oficial» es clara: las emisiones de gases de efecto invernadero causadas por el ser humano son las responsables del calentamiento del planeta. A su vez, ese calentamiento global está generando o generará cambios locales y globales en el clima, y esos cambios están siendo y en el futuro serán aún más negativos para el ser humano y para toda la vida en la Tierra, hasta poner a millones de especies, entre ellas la nuestra, en peligro de extinción. Nos hallamos, según esa narrativa, ante una verdadera crisis existencial, una emergencia planetaria. Y como nos hallamos ante una emergencia planetaria, es necesario dejar de emitir gases de efecto invernadero con la máxima urgencia, para ahorrarnos los daños futuros, aunque una parte de esos daños está ya «garantizada» hagamos lo que hagamos. Los políticos de todo el mundo firman acuerdos multilaterales en el que se comprometen, en mayor o menor medida, a reducir a cero esas emisiones en 2-3 décadas, aprobando posteriormente leyes que obligan a los estados a actuar para cumplir con los compromisos adquiridos. 

En 1997 se firmó el Protocolo de Kyoto por parte de 84 países, 46 de los cuales lo ratificaron posteriormente. Su objetivo era reducir las emisiones de efecto invernadero, responsables del calentamiento global. Por aquel entonces, las emisiones globales anuales estaban en torno a 24.000 millones de toneladas de CO2. Tras múltiples «cumbres» del Clima en las que la narrativa oficial no hizo más que amplificarse (pese a que en paralelo el mundo disfrutó de las mejores dos décadas de su Historia en términos de desarrollo económico y humano), en 2015 casi 200 Estados del mundo fueron un paso más allá, y se comprometieron mediante la firma del Acuerdo de París a limitar a 2 grados, y si es posible a 1,5, la subida de la temperatura global tomando como origen la llamada temperatura de la era preindustrial, definida como la que existía durante la segunda mitad del siglo XIX. Actualmente el planeta se encuentra ya alrededor de 1,1-1,2 grados por encima de la referencia, por lo que el compromiso de París equivale a que la temperatura suba, como mucho, 0,8-0,9 grados centígrados desde la que disfrutamos en la actualidad, y si es posible una cantidad inferior a medio grado centígrado. 

El Acuerdo entró en vigor en 2020 (fecha en que finalizó la validez del Protocolo de Kioto, que logró un «indudable éxito» pues teniendo como objetivo disminuir las emisiones globales consiguió incrementarlas más de un 40% hasta las 35.000 millones de toneladas de CO2 de 2015). 

Tras un breve «éxito» en 2020, al reducirse alrededor de un 5% «gracias» a las políticas adoptadas en todo el mundo para contener la covid, las emisiones globales retornaron su senda alcista marcando un máximo histórico por encima de 36.000 millones de toneladas en 2021. 

Dejando al margen la arrogancia que supone cambiar un objetivo que, al menos en teoría y como en el protocolo de Kioto, depende de los seres humanos como es el de emitir menos CO2, por otro como es la temperatura que potencialmente puede depararnos sorpresas si nuestro conocimiento del clima no es perfecto (y todo apunta a que no lo es), me interesa detenerme en este artículo en el análisis de la narrativa oficial, en la lógica de las acciones comprometidas, en su potencial eficacia y en sus posibles efectos secundarios.

Comentaba hace unas semanas en este mismo medio que, en efecto, existe un amplio consenso científico en que las emisiones de gases de efecto invernadero causadas por el ser humano son causantes, en gran parte o incluso totalmente, de la subida de temperaturas habida desde la era preindustrial. Comentaba también que existe mucho menos consenso (de hecho, no existe ninguno) sobre cuánto se incrementará la temperatura durante las próximas décadas. No solo porque, como explicaba, hay modelos que predicen incrementos de temperatura cercanos a seis grados por doblarse la concentración de CO2 en la atmósfera mientras otros modelos predicen menos de dos grados, sino porque tampoco sabemos realmente cómo evolucionarán nuestras emisiones de gases de efecto invernadero en el futuro. Es decir, los científicos no tienen del todo claro cuánto subirá la temperatura en la Tierra durante los próximos 60-80 años, aunque asumiendo valores medios de los modelos climáticos y los escenarios de emisiones más «verosímiles», estiman que la temperatura global en 2100 puede estar alrededor de 1.5-1,7 grados por encima de la actual.

Es evidente que un cambio en la temperatura global del planeta debería producir alteraciones en el clima global, regional y local. Existe la total certeza, por ejemplo, de que el nivel del mar continuará subiendo (ya subió 20 cm durante el siglo XX, sin que supusiera ningún aparente drama para nuestros padres y abuelos, que disponían de una tecnología inferior a la nuestra, por cierto). Según el último informe del IPCC, existen ya evidencias de un incremento global en temperaturas máximas, en olas de calor y en precipitaciones extremas. Por el contrario, no hay evidencias claramente detectables o las hay con un bajo nivel de confianza en cuanto a un incremento de sequías, huracanes y ciclones, tornados o fuertes vientos. En paralelo a estas tendencias climáticas, otras evidencias aún más claras y fácilmente comprobables muestran que el ser humano ha experimentado el mejor siglo de su historia, incrementando en varias décadas su esperanza de vida, reduciendo espectacularmente la mortalidad infantil, aumentando la renta per cápita exponencialmente y reduciendo en cerca de un 99% la probabilidad de fallecer como consecuencia de un suceso climático extremo (en la mayoría de los casos debido a la mejora de las infraestructuras y sistemas de prevención, pero en otros incluso debido al propio incremento de las temperaturas: como el frío mata mucho más que el calor, la reducción de las muertes por frío ha sido hasta la fecha muy superior al incremento de los fallecimientos por altas temperaturas). Resulta por tanto difícil argumentar que, hasta la fecha, el impacto económico o humano del cambio climático, en términos netos, haya sido negativo para el ser humano (de hecho, la mayor parte de los estudios económicos sobre le tema afirman que el impacto neto ha sido levemente positivo hasta la fecha).

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El IPCC y gran parte de la comunidad científica advierten de los posibles riesgos de continuar incrementando la concentración de CO2 en la atmósfera. Pese a no ser algunas tendencias detectables aún, según los modelos climáticos lo probable es que durante las próximas décadas continúen aumentando temperaturas, olas de calor, sequías en determinadas zonas, inundaciones en otras, huracanes, etc.

Lo que haría un gestor racional en estas circunstancias (la existencia de una teoría razonablemente sólida acerca de un clima previsiblemente más extremo en el futuro si aumenta la concentración de gases de efecto invernadero, y la evidencia aún más sólida de que un ser humano con unos medios tecnológicos inferiores ha manejado ya con éxito un incremento de temperatura superior a un grado logrando un desarrollo sin precedentes) sería lo siguiente:

  1. Estimar el impacto económico y ecológico de los cambios inducidos por el incremento de temperatura estimado más probable, con un rango superior e inferior con menor grado de probabilidad. Pero predecir el futuro es un ejercicio difícil: si asumimos que en ciertas zonas de Asia subirá la temperatura «x» grados y ello supondrá el fallecimiento adicional de «y» centenares de miles de personas anualmente, y una pérdida de productividad «z» debido a la imposibilidad de realizar ciertos trabajos al aire libre, y para ello estamos considerando la situación de desarrollo actual del ser humano en esas zonas, estaremos cometiendo un grave error de cálculo con absoluta seguridad. No hace falta pensar mucho para imaginar un futuro cercano donde el incremento de viviendas con aire acondicionado en esas zonas sea una realidad, o en el que existan mejores medios de alerta a la población sobre periodos de fenómenos climáticos extremos. De hecho, hace falta pensar poco para no imaginar esos hipotéticos futuros. Del mismo modo, y aunque quizá menos intuitivo de manera inmediata, parece probable que si determinados trabajos manuales no pueden ser realizados por hombres a ciertas temperaturas, robots diseñados a tal efecto nos sustituyan total o parcialmente en esas tareas. La capacidad de adaptación del ser humano es prodigiosa, y se subestima sistemáticamente en todos los estudios de futuros impactos del cambio climático.
  2. A continuación, se analizarían las posibles alternativas para minimizar los impactos negativos del cambio climático, y se cuantificarían rigurosamente en términos de costes, para elegir la óptima desde un punto de vista coste/beneficio. Es decir, se definiría a qué ritmo se deben reducir las emisiones y mediante qué tecnologías para lograr el mejor resultado con el menor coste. Por supuesto, de nuevo este es un ejercicio delicadísimo, ya que la tecnología puede evolucionar, con ella modificarse sus costes, y lo que hoy es ciencia ficción podría transformarse en realidad en pocos años/décadas (fusión nuclear, almacenamiento energético mucho mejor que el actual, eliminación «barata» mediante captura del CO2 atmosférico, etc).
  3. Solo entonces se procederían a definir objetivos claros de reducción de emisiones, por países y preferentemente sin Leyes vinculantes, por lo que pudiera pasar

Sin embargo, y lamentablemente, la mayor parte de los mandatarios mundiales (y aquí tengo que hacer una excepción atípicamente elogiosa en mí a los dictadores del Partido Comunista Chino), se ha lanzado a una absurda carrera de prometer reducciones de emisiones a cualquier coste y a cortísimo plazo. Alemania lleva invertidos casi 500.000 millones de euros del bolsillo de sus ciudadanos pagados a través del recibo eléctrico para una ínfima reducción de sus emisiones totales. Europa ha puesto en marcha un «mercado de derechos de emisiones de CO2» que, tratando a la energía como si fuera tabaco, intenta reconducir las fuentes de su generación mediante un sistema pigouviano cuyo resultado es su encarecimiento en muchas decenas de miles de millones de euros anuales. Encarecimiento energético que, como estamos viendo, genera disminución del crecimiento económico cuando no recesión, acompañada de inflación generalizada. Al ser la energía la sangre del bienestar humano y un componente clave en todos los procesos de producción, encarecerla produce pobreza; y la pobreza mata, y mata mucho. Mata tanto que, tras décadas de subidas de temperaturas, olas de calor y precipitaciones extremas, la Humanidad había reducido espectacularmente el hambre y la malnutrición en el mundo. Ha bastado un año de crisis económica, que apenas ha reducido las emisiones globales de CO2 temporalmente, para que retrocedamos cerca de una década, y 120 millones de seres humanos incrementen las estadísticas oficiales de hambrientos. La capacocha de los incas acabó con la vida de cientos o miles de niños en un estéril intento de mejorar las cosechas o evitar las erupciones volcánicas. Esperemos que la capacocha climática no termine con el empeoramiento de las vidas y el fallecimiento de millones de seres humanos a causa de una pobreza quizá evitable. De momento, con lo que no parece terminar es con el incremento de emisiones. Y es que no basta con firmar acuerdos o declaraciones pomposas y desear algo muy fuertemente para que ese algo suceda. Y, como comentaré otro día, con las recetas actuales y con enorme probabilidad, no se van a reducir las emisiones a un ritmo mínimamente cercano a lo deseado y comprometido.

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