La realidad y las convicciones
«Los críticos con la meritocracia tienen a menudo un problema de credibilidad, pero eso no debería despistarnos del problema real»
Hay dos debates actuales en la conversación pública española que me resultan especialmente deprimentes. En ambos hay una confusión enervante entre la realidad y las convicciones, entre lo que uno considera que debería ser lo correcto y la realidad, lo que realmente existe.
El primero es el de la meritocracia. Un sector de la izquierda intenta demostrar que apenas existe o está muy dañada, que el ascensor social está escacharrado, que la movilidad social es mucho menor que hace décadas. Hay muchísimos datos al respecto. Según un estudio de Deloitte, en 2030 en Estados Unidos los millennials poseerán solo un 16% de la riqueza; los de la generación X, previa a los millennials, tendrán un 31%, y los boomers seguirán poseyendo el 45% de la riqueza. El ascensor social no es ascender en tu empresa, es alcanzar los niveles de riqueza de tus antepasados. Si el dato nos suena muy diferente podemos usar uno español: Según la OCDE, «cualquier español que nazca en una familia con bajos ingresos tarda cuatro generaciones (120 años) en conseguir un nivel de renta medio”. Podemos añadir variables, argumentar que la sociedad ha avanzado en muchas otras cosas, pero los datos están ahí.
Ante esto, un sector de la derecha se queda con el meme: la izquierda no cree en la meritocracia, ni en el esfuerzo o la excelencia. Es la crítica adolescente a la izquierda por vaga, frente a la España que madruga y levanta el país. Es una postura deshonesta. El debate no debería ser de convicciones, de si uno cree o no en la meritocracia; el debate debe ser sobre si existe o no la meritocracia, sobre si el capitalismo liberal meritocrático, como denomina Branko Milanovic al capitalismo occidental, está funcionando.
Es cierto que, como ha dicho Aloma Rodríguez, «resulta llamativo que digan que no hay movilidad social quienes se ven beneficiados por esa inmovilidad». Los críticos con la meritocracia tienen a menudo un problema de credibilidad. Pero eso no debería despistarnos del problema real, a no ser que no nos interese resolverlo.
El otro debate donde se mezclan la realidad y las convicciones es la prostitución. Es una cuestión aún más moralizante. El debate sobre perseguir el proxenetismo o el consumo se convierte en un debate sobre si estamos a favor o en contra de la prostitución. Normalmente quienes dicen estar a favor lo hacen con cautela: más que a favor de la práctica, están en contra del punitivismo y asumen que es algo casi imposible de abolir. Quienes están a favor, se basan en elucubraciones: el defensor del lector de El País admitió que el dato de que el 95% de las mujeres en España ejercen «de manera forzada», algo repetido en las páginas del periódico en varias ocasiones, no está sustentado en ningún estudio. Por eso el debate se desliza hacia lo moral, o mejor dicho lo superficialmente moral, casi como si estuviéramos en clase de Ética en el instituto: ¿está bien intercambiar sexo por dinero?