THE OBJECTIVE
Juan Marqués

Sobre la brevedad en poesía (al hilo de Aram Saroyan y Manuel Mata)

«Ser breve en poesía implica un enorme riesgo, de modo que, cuando se hace tan bien, el aplauso, en correspondencia, ha de ser especialmente prolongado»

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Sobre la brevedad en poesía (al hilo de Aram Saroyan y Manuel Mata)

El poeta Manuel Mata. | Dennise Vaccarello

Hace unas semanas compartía con un amigo mi desconfianza creciente hacia los aforismos, y en general, aunque con todos los matices del mundo, hacia las formas literarias breves. Andaba yo también divagando sin ninguna seriedad sobre la «nueva poesía» en su variante de poesía hiperbreve, ya saben, esas sentencias generalmente superficiales, o cursis, o aparentemente paradójicas, o sonrojantemente obvias… que, dispuestas en dos o tres versos mínimos, justifican su presencia en un libro que quiere pasar por poesía. No supe reprimirme de citar, claro, aquella gloriosa cima de la lírica que afirmaba que «Desde que estás conmigo / te siento más cerca», y mi amigo, que es muy inteligente (y, por tanto, no se dedica a la literatura), me miraba con curiosidad. Él sabe que me gusta Idea Vilariño, y entonces me recordó insidiosamente aquel poema tan citado de la poeta uruguaya, que dice que «Uno siempre está solo / pero / a veces / está más solo» (pero podría haberme citado otros parecidos, como el titulado «Adiós», que dice, sin más: «Aquí / lejos / te borro. / Estás borrado»).

No es la primera vez que me encuentro con objeciones así, y nunca sé bien qué responder, aunque sé perfectamente que esa comparación está muy mal traída. Es algo que siento no sólo intelectualmente, sino sobre todo instintivamente, y el instinto es algo que cuenta muchísimo a la hora de valorar la poesía: sé que suena poco serio, pero ante la poesía, como ante el arte contemporáneo, la intuición es esencial para discernir.

Por las noches soy un hombre especialmente aturullado, confuso, balbuciente, pero las madrugadas son mi patria, y a las seis de la mañana del día siguiente di con lo que le debería haber respondido. Le hubiera contado una improvisada y edificante parábola: un gañán entra en una biblioteca por error, se queda mirando los pasillos llenos de libros y exclama un despectivo «Todo esto no vale nada»… En cuanto él sale, entra un niño de ocho años persiguiendo un balón, y se queda fascinado con lo que ve. Deja el balón a un lado y agarra el primer libro. Cuando acaba de leerlo, coge el segundo, y al terminar éste, el tercero, y luego el cuarto, y así. Al cumplir ochenta y dos años, y sin haber salido nunca de allí, termina la lectura de la última página del último volumen, y lo cierra. Se queda pensando, contempla los pasillos, y afirma, convencido: «Todo esto no vale nada». Ésa es también la diferencia entre los dos poemas de arriba.

Sé que filológicamente (y filosóficamente) puede sonar aberrante, pero palabras idénticas, dichas por personas distintas, forman poemas distintos. «El pájaro estaba en la rama», dicho por Eloy Sánchez Rosillo, no tiene nada que ver con un «El pájaro estaba en la rama» dicho por Bernardo Atxaga, el cual está bastante lejos del «El pájaro estaba en la rama» que pudiera decir Miguel Delibes o del «El pájaro estaba en la rama» que leyésemos en un poema de José Ángel Valente. Siendo frases iguales, dicen cosas distintas, y esto es así por aquello de la mirada, que es lo que más importa en la literatura, por no decir lo único que importa. Yo detesto que se sobrevalore a los autores, que se les tenga demasiado en cuenta al leerles, cayendo en lo que se ha llamado «la falacia biográfica» (¡la historia de la literatura es la historia de los textos, no la de los escritores!), pero el caso es que en ese ejemplo las palabras son las mismas, pero las miradas no, y por tanto el texto no es el mismo.

En una de las innumerables ocasiones en las que Juan Ramón Jiménez quiso ordenar su obra, pensó en dejar un último volumen, totalmente en blanco, con el título de Poesía no escrita. Cualquiera que de verdad sepa algo sobre el asunto sentirá que en absoluto hubiera sido un capricho, que no es absurdo, que es significativo, porque en el fondo el destino natural de toda poesía es el silencio, y no lo digo por el que es el destino natural o biológico de los poetas. Pero… ¿qué pensaríamos si un poeta de veinte años publicase un libro en blanco como ópera prima? Sería inadmisible. Para poder hacer esas cosas hay que haber demostrado que se saben hacer aquellas otras sobre las que éstas se justifican o se apoyan.

Creo que esto último es la clave: al escribir aquel poema del primer párrafo, Idea Vilariño había vivido un largo proceso de depuración literaria que iba en paralelo a su dramático proceso vital. Era la autora de poemas magníficos, de versos estremecedores, y su evolución poética natural apuntaba hacia la desnudez, el laconismo, el despojamiento. No estoy defendiendo que sea un gran poema, porque no lo es, pero, aunque también creo fanáticamente que todo poema ha de poder funcionar independientemente, en cualquier contexto…, sí digo que es necesario entender ese poema dentro de la obra total de la autora, y entonces adquiere una fuerza que no puede mantener si se lo aísla. E insisto: ese poema, tan simple y tan susceptible de ser ridiculizado (motivos por los que se ha hecho tan popular), es el testimonio sabio de una poeta extraordinaria. Si ese mismo poema, exacto, estuviese en el primer libro de un poeta de diecinueve años, sería cómico. Yo mismo me estoy riñendo íntimamente por escribir estas cosas, porque entiendo los problemas literarios que implican, pero estoy seguro de que es así. Se comprueba también al leer la poesía de Isabel Bono, una de mis poetas favoritas: si alguien, malintencionadamente, se siente tentado a parodiar algunos de sus poemas, yo sólo le rogaría que no lo haga hasta que haya leído todo el corpus de su obra en verso: nadie, salvo que quiera engañarse o engañar, podría negar que el significado cambia. 

La fiebre de los haikus de hace algunos años, que venturosamente ha ido remitiendo, dio también alas a quienes querían despreciar la literatura breve (que, por otra parte, lo hacen muchas veces con toda la razón). Muchos impostores encontraron en aquella moda un subterfugio estupendo para tener más suerte editorial con el mínimo esfuerzo, y suplantaron a autores excelentes. En su reciente Callan los grillos (ediciones de la Isla de Siltolá), Emilio Gavilanes publica un «Flores caídas. / El viento de la noche / las ha reunido». ¿Simplón, obvio, fácil…? Quien lo crea, que lo vuelva a leer. Y quien al hacerlo diga que sí, que bueno, que entiende la metáfora, pero que en fin, que no hay ninguna noticia nueva, ninguna sorpresa, una metáfora de primer grado de la muerte… que lo vuelva a leer una vez más, no lleva mucho tiempo, y que le dedique un minuto. Es un poema extraordinario, literalmente emocionante, como muchos de Gavilanes.

Sólo un ejemplo más, porque todo esto es sólo un preámbulo para lo que quiero decir en este artículo. Dos poemas-diálogo que sirven para subrayar las diferencias entre unos y otros. Ya lamento reproducir éste, porque literalmente deja mal cuerpo, pero, por un lado:

«-Ya te vas aclimatando

-Sí, pero sin ti me estoy aclimuriendo»

En fin… El otro es uno de mis poemas de amor favoritos, y lo publicó Guillermo Lago en Qué es lo que es (editorial El Gaviero). Lo cito de memoria, porque ando fuera de casa, pero se titulaba ‘Portero automático’ y creo que era exactamente así:

«-¿Sí?

-Yo.

-¿Ya?

-¡Sí!»

Creo que, como historia de amor mínimamente sugerida, sólo prefiero aquel haiku precioso de Susana Benet (que tiene incluso una plausible interpretación erótica): «Pasan los años. / La hiedra del vecino / ya en mi ventana» (en Lluvia menuda, editorial Comares).

Ya en los cancioneros había dísticos definitivos, como aquel tremendo «Porque duerme sola el agua / amanece congelada» (y sí, a veces es difícil distinguir el poema del refrán: ¿dónde acaba la paremiología y comienza lo estrictamente poético?)… Con él podría arrancar una especie de «antología de la poesía española hiperbreve» que recogería a cientos de poetas importantes y que podría aclarar o demostrar muchas cosas. Uno de los muchos problemas de la poesía es que en ocasiones es desesperantemente difícil distinguir la genialidad de la soplapollez, pero hay herramientas, y también habría que explicar bien la diferencia entre géneros: del mismo modo, por ejemplo, en que no es lo mismo la prosa poética que el poema en prosa, no es lo mismo un aforismo que un monóstico. Hay poemas de un solo verso que no son aforismos ni greguerías ni sentencias ni proverbios ni microcuentos… No: son poemas, y nada más. Por ejemplo, este de Pilar Adón: «Eso espiritual que ves en mí es miedo» (en Da dolor, La Bella Varsovia).

Muy bien, al grano (siempre que se habla de la brevedad uno se extiende). Todo esto viene al caso porque esta semana los de la editorial Cántico, de Córdoba, me enviaron un flamante volumen, tipográficamente impecable, que trae por primera vez la Poesía mínima del neoyorquino de 1943 Aram Saroyan. ¿Qué decir de él? Mentiría si no dijese que un buen porcentaje de los textos recogidos allí ponen a prueba mi paciencia como crítico (o, peor, como lector, porque no me caen bien los textos que son sólo materia prima para los profesores, que apelan a los teóricos y no a la gente), y que me parecen, en fin, excesivamente lacónicos y medio tramposillos. Hay una serie de diez poemas en los que leemos, manuscritos, «one», «two», «three», etcétera, sin más, o por supuesto no falta la consabida y previsible página totalmente en blanco, perezosísima en todos los sentidos… Es difícil defender eso, pero lo cierto es que Saroyan, al llegar a esas alturas un tanto acomodadas o «sobradas» o ya sobreactuadas, ya había demostrado que era capaz de cosas medio geniales, poesía indiscutible, siempre mínima, brevísima, concrete. El dinero lo corrompe o lo confunde o lo altera todo y, una vez más, Saroyan se hizo conocido (y, claro, polémico) cuando logró vender por 750 dólares un poema que decía «lighght» (esto es, «luzuz»). Lo más raro es lo del precio. ¿Por qué 750 y no 75 o 7500 o 75.000…?

Casi tan difícil como traducir la poesía a dinero es traducir a Saroyan, y de eso se ha encargado el poeta gallego Manuel Mata, un chico con el que habrá que tener muchísimo cuidado: cuidado con él, porque éste va a ser el bueno. Entre un montón de poetas treintañeros o veinteañeros que han surgido últimamente, y que podrían parecer cortados por el mismo patrón (o que incluso están levantando una nueva ortodoxia), Mata destaca claramente por su talento, tan inmenso y tan diferente, y por su «filosofía poética«: lo suyo no es poesía lúdica, ante la que conviene siempre ponerse un poco en guardia (lo siento, pero en la poesía no estamos para pasarlo bien: podemos pasarlo bien, por descontado, y lo hacemos, pero no se trata de eso), sino una poesía realmente creativa, exploradora, experimental en el sentido más noble y fecundo de este adjetivo.

Descubrí a Mata porque leí hace poco más de un año un libro suyo, aún inédito, para un asunto en el que yo andaba implicado, y necesité ponerme en contacto con él para saber qué planes tenía, qué pensaba hacer con esos poemas magníficos, refrescantes, conscientes. Él me respondió que no tenía prisa (algo infrecuente entre los poetas jóvenes), que acababa de ganar el Premio Arcipreste de Hita con otro poemario y que andaba con muchos proyectos pero muy tranquilo. Pocas semanas después, en efecto, recibí Se rompe una rama (volvemos a las ramas…), su premiado libro, y en él muchas joyas, como la que dice que «Un detalle basta / para cambiarlo todo / igual que / una hormiga puede / detener un reloj», o la conmovedora obra maestra que dedica a su madre, o una pregunta importante, titulada expresivamente ‘El poema’: «Si mañana te despertaras / y volvieses a tener diez años / y de todo este tiempo / sólo pudieras recordar / una frase, / ¿cuál sería?».

Aquel libro suponía para mí la prueba definitiva de la descomunal fuerza literaria de Mata, que ahora publica también el bestial Los ciervos, una novela breve o un cuento largo que se lee en tensión, pero sonriendo. Tiene también algo de poema en cuanto a esas variantes con las que Mata ha trabajado tanto, comprendiendo que, como dice la poeta María Ángeles Pérez López, en la repetición pueda tal vez hallarse algún tipo de verdad. Lo que leemos aquí es varias mañanas diferentes que sin embargo también son la misma, con la misma fecha, un «día de la marmota» en la que el personaje que despierta va sufriendo una evolución o transformación de varios tipos, y que implica también una transexualidad muy locuaz. Cada día recuerda más del sueño que ha tenido (el mismo sueño siempre, pues se trata de la misma noche), y, aunque no avance el calendario, en cada madrugón se acerca más al final…

Lo publica también Cántico, editorial donde Mata dirige esa Colección Iridiscente que se inaugura con la Poesía mínima de Aroyan, meritoriamente traducida y maravillosamente prologada por el gallego. «Que la sencillez es peligrosa resulta innegable«, afirma en la primera frase. Y es así: ser breve implica un enorme riesgo, de modo que, cuando se hace tan bien, el aplauso, en correspondencia, ha de ser especialmente prolongado.

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