El destino de España
«Una futurible victoria de la moderación, entendida solo como gestión, será un fugaz espejismo»
En febrero de 2008, al término de una entrevista en Cuatro con el periodista Iñaki Gabilondo, el entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, tuvo un desliz sin advertir que los micrófonos seguían abiertos: confesó a su entrevistador que «lo que pasa es que nos conviene que haya tensión». La confidencia apuntaba a la inminente celebración de elecciones generales, que tendrían lugar al mes siguiente, y rápidamente fue recogida por diferentes medios, generando bastante revuelo por dos motivos. El primero, porque ponía en evidencia la relación de camaradería entre el presidente y el conocido periodista. Y segundo, porque anticipaba una estrategia que pondría punto y final al llamado «espíritu de la transición».
A primera vista, la crispación podría parecer que funcionó. El Partido Socialista ganó aquellas elecciones. Pero lo que en realidad sedujo a muchos votantes fue la prodigalidad del gobierno de Zapatero, que aprovechó que la Gran recesión aún no había golpeado a España para gastar a manos llenas y erigirse como garante del bienestar. Esta prodigalidad, y la propaganda que la acompañó, trasladó la engañosa sensación de que la tormenta perfecta que despuntaba en el horizonte podía quedar en un simple chaparrón gracias a la intervención del gobierno socialista. Sin embargo, como todos sabemos, sucedió justo al revés: la prodigalidad de Zapatero dejó al Estado exhausto y a los españoles, a los pies de los caballos.
Con todo, lo relevante es que desde que Zapatero impuso la crispación, al Partido Socialista, y a la izquierda en general, ya no le ha bastado con la idea de que la política puede y debe solucionar todos los problemas, lo cual es un error de graves consecuencias: también ha señalado a los adversarios como problema, el obstáculo que impide consumar el milagro de multiplicar los panes y los peces. Y, si la política debe resolver todos los problemas y los adversarios son el problema, por fuerza la política deberá entenderse como la guerra por otros medios.
Desde la victoria de Zapatero en 2008 hasta hoy, la política española ha sufrido todo tipo de vaivenes, como la mayoría absoluta del Partido Popular en 2012 y su vertiginosa dilapidación, pasando por la crisis del bipartidismo y el auge y declive de partidos-movimiento de izquierda, como Podemos o «las mareas», y la malograda ‘operación Ciudadanos’, hasta llegar a la eclosión por la derecha de Vox. En paralelo a esta inestabilidad política, España ha vivido de continuo situaciones excepcionales, como la Gran recesión, la asonada independentista en Cataluña, la epidemia de la covid, la guerra en Europa, la inestabilidad geopolítica, la crisis energética y, por último, el estallido de la inflación, que amenaza con ser duradera.
En apenas 14 años, un margen de tiempo ridículo en términos históricos, han tenido lugar importantes sucesos, incluso shocks. Un remolino de acontecimientos sin margen para la asimilación. Según salimos de una crisis ya tenemos encima la siguiente. Con este estrés, hacerse una composición de lugar se vuelve extremadamente difícil. Esto ha permitido que la tensión política, esa crispación que Zapatero tuvo a bien desatar para mantenerse en el poder, igual que Aladino liberó al genio de la lámpara para conseguir lo que no merecía, ocultara los graves problemas de fondo, frente a los que la izquierda resultaba inoperante, con la cortina de humo de la «guerra cultural».
Así, mientras España perdía el paso ante un mundo en vertiginosa transformación, la acción legislativa ha consistido fundamentalmente en la redacción de leyes ideológicas. Leyes que acaparan la atención de los medios, generan agrias polémicas, dividen a la sociedad y mantienen la ilusión de que, en efecto, la política, para que los buenos triunfen sobre los malvados, debe consistir en la guerra por otros medios.
Aunque se trate de una guerra incruenta, en la guerra política, como en cualquier guerra, el fin justifica los medios. En consecuencia, los límites del Estado de derecho y las convenciones democráticas tienden a desaparecer y todo es susceptible de convertirse en un arma o en un objetivo a batir. Cuestiones trascendentes como la unidad territorial, el poder judicial, la política exterior, la sanidad, la educación, las cuentas públicas o el sistema de pensiones quedan reducidos a armas arrojadizas con las que golpear al adversario. Las instituciones se convierten en objetivos a tomar para, después, usarlas como plataformas de combate, desproveyéndolas de su imprescindible neutralidad. Y el parlamento, que debería ser el sagrado templo del debate, se transforma en un cuadrilátero, donde los líderes se agreden verbalmente, se descalifican e insultan jaleados por sus partidarios.
Frente a esta peligrosa dinámica, la derecha y el centro derecha han adoptado dos posturas distintas, ninguna de las cuales, a mi juicio, es satisfactoria. La primera consistiría en recoger el guante de la guerra cultural, aceptar el marco impuesto por la izquierda y combatirla en su propio terreno y con sus propias armas, lo que en buena medida no solo convierte esta alternativa en la imagen especular de la izquierda sino que, lejos de desactivar la tensión política, la retroalimenta. Además, en este terreno, que nadie se engañe, la izquierda es imbatible. La segunda alternativa propondría como solución el regreso a la moderación, pero eludiendo la confrontación de las políticas que han convertido a España en el enfermo de Europa, y comprometiéndose solo a una mejor gestión del statu quo existente.
Respecto a las alternativas que abundan en el enfrentamiento, sucede que la mayoría de la gente tiende a ser más pragmática que belicosa, sobre todo en sociedades que conocen cierto bienestar y aspiran a conservarlo. Algunos achacan este pragmatismo a que la sociedad actual es esencialmente materialista, poco o nada espiritual o, si se prefiere, refractaria a la metafísica. Pero este pragmatismo obedece también a razones relacionadas con los impulsos naturales y no solo con supuestas condiciones estructurales. Las personas siempre han buscado mejorar su situación, incluso en épocas donde la religión era dominante. El instinto inherente al ser humano es la supervivencia, pero también la búsqueda de una vida mejor.
Es muy posible, o al menos lo parece, que el peligroso error de que la política deba solucionar todos los problemas, incluso los más particulares, haya pasado desapercibido. Seguramente porque tal error se ha impuesto de forma gradual, y no solo desde la izquierda clásica sino también, y sobre todo, desde la socialdemocracia, lo que habría permitido politizar la existencia hasta niveles nunca vistos sin que nos percatáramos de ello. Pero la idea de que la política debe entenderse como división y enfrentamiento es harina de otro costal: no admite gradualismo, tiende a agotar a la opinión pública y solo genera verdadero entusiasmo en grupos muy activos, pero también minoritarios y muy ideologizados, dedicados a intercambiar realidades por visiones.
Así, tarde o temprano, el recurso a la moderación suele acabar ganando la partida, en especial cuando la mayoría toma conciencia de que su bienestar está seriamente amenazado y se impone el pragmatismo. Sin embargo, la moderación entendida simplemente como una mejor administración de lo existente no es suficiente. Tal vez podría serlo en un país que funcionara razonablemente bien, pero este no es el caso español. Al contrario, en España todo lo que es susceptible de funcionar mal, funciona mal.
Frente a esta objeción habrá quien contraponga la histórica mayoría absoluta obtenida por el Partido Popular en Andalucía para demostrar que no es necesario aventurarse en el terreno ideológico ni desafiar el statu quo para ganar unas elecciones, sino que basta con convencer a los votantes de que simplemente se gestionará mejor. Pero esta visión es engañosa. Sin negar que hasta cierto punto Andalucía se haya beneficiado de una mejor gestión, es importante recordar que a lo largo de estos años el Partido Popular ha contado con una liquidez presupuestaria que en breve va a desaparecer. Esta liquidez es lo que le ha permitido gobernar Andalucía sin meterse en camisa de once varas; es decir, y sin tocar el grueso de las subvenciones y del entramado asistencial andaluz, convenciendo así a los andaluces de que votar al PP no genera terremotos. Pero, ¿qué habría sucedido si la crisis de liquidez que está a punto de caer sobre nuestras cabezas se hubiera adelantado unos años?
Es evidentemente que plantear esta pregunta a toro pasado ya no tiene sentido. Los electores andaluces ya han elegido. Sin embargo, convendría responderla de cara a las próximas elecciones generales, porque mucho me temo que afrontar la crisis que se avecina va a necesitar bastante más que mera gestión. Guste o no, exigirá retratarse políticamente; esto es, decidir si se comete el mismo error que en 2012 o se asume que, para que España tenga alguna oportunidad de escapar a su destino, habrá que cuestionar el statu quo. Para hacernos una idea de la magnitud de la crisis que se avecina, se proyecta que el ritmo de crecimiento mundial se desacelere en 2,7 puntos porcentuales hasta 2024, más del doble de la desaceleración observada entre 1976 y 1979. Ante este panorama, personalmente soy de la opinión de que una futurible victoria de la moderación, entendida solo como gestión, será un fugaz espejismo. Y que la política entendida como la guerra por otros medios regresará con fuerzas renovadas a lomos de la crispación. Lo que sucederá después prefiero no imaginarlo.