Aborto: ni derecho ni prohibición
«Faltan a la verdad tanto quienes aplauden la abolición del aborto en EEUU como quienes ponen el grito en el cielo por su prohibición»
Los medios de comunicación se han convertido en colaboradores necesarios de la llamada polarización: desde hace mucho tiempo vienen haciendo dejación de su principal función, que es la de controlar al poder, para convertirse en mera correa de transmisión de gobiernos y partidos, aun a costa de pisotear la verdad y la honorabilidad de ciudadanos de a pie. La anulación por el Tribunal Supremo de EEUU de la doctrina sentada en 1973 en el caso Roe vs Wade es una buena muestra de cómo el periodismo ha degenerado en puro y simple activismo.
Este fin de semana hemos leído y oído no pocos titulares que se podrían tildar como desinformación, porque no es cierto que el Alto Tribunal estadounidense haya derogado el derecho al aborto o que lo haya declarado inconstitucional. La sentencia en concreto viene mayormente referida a una cuestión competencial, no a si el aborto ha de permitirse o prohibirse. Básicamente, el Supremo considera que el texto constitucional, que data de 1787, no limita los poderes de los distintos Estados de la Unión en lo tocante a la regulación del aborto, bien sea para prohibirlo, bien para permitirlo, pues se trata de un derecho no protegido expresamente por la Constitución.
Por lo tanto, faltan a la verdad tanto quienes aplauden la abolición del aborto en EEUU como quienes ponen el grito en el cielo por su prohibición: lo que suceda a partir de ahora dependerá de las leyes que aprueben los diferentes Estados en relación con esta cuestión, sin perder de vista que la composición de las cámaras legislativas son la expresión de la voluntad democrática de los ciudadanos que residen en cada uno de los respectivos territorios.
De todas formas, el tratamiento informativo que ha recibido esta sentencia no hace más que poner de relieve el proceso de banalización y reduccionismo simplista de temas complejos por parte de los políticos, al que se ha sumado gozosa una prensa más preocupada por coadyuvar a la causa que por responder ante los ciudadanos y poner en evidencia las contradicciones e inconsistencias de los políticos que agitan banderas en uno u otro sentido ante ellos.
Efectivamente, cuestiones como el aborto o la eutanasia plantean numerosas implicaciones no sólo jurídicas, sino también éticas y morales, que deberían hacerlas merecedoras de una exposición y debate serios, pormenorizados y sosegados que conduzcan a consensos construidos sobre las posiciones de todas las partes, que no es lo mismo que aceptar los postulados impuestos por quienes se han venido erigiendo en portavoces de colectivos, aunque nadie les haya conferido esa representación.
Para empezar, debemos partir de una cuestión nuclear: aunque el aborto no es un derecho fundamental, sí que se trata de una decisión que afecta a otros derechos fundamentales, como la vida, la libertad o la salud. Pero no sólo a los de la mujer embarazada, sino también a los del concebido no nacido y a los de su padre. Quienes defienden las posiciones más extremas -bien sean de total permisividad o bien que impliquen una absoluta prohibición-, suelen ser quienes acaban pisoteando más derechos, cuando no justificando auténticas aberraciones. Por ejemplo, me resulta inconcebible aceptar el aborto como un simple método anticonceptivo no sometido a plazos o condiciones, al igual que me genera repulsa que se prohíba a las mujeres abortar cuando su vida o salud corran peligro o cuando hayan sido agredidas sexualmente (entre otros).
Personalmente, comparto argumentos tanto con quienes defienden la ley de supuestos como con quienes apoyan la ley de plazos. Me resulta difícil juzgar a los que, en un tema en el que se hace necesaria la ponderación de los no pocos derechos fundamentales en juego, intentan alcanzar una solución de compromiso en lugar de recurrir a la descalificación o al etiquetado. Mi opinión particular es que la ley de supuestos no puede abarcarlos todos, mientras que la ley de plazos no evita excesos que deberían estar proscritos. Me viene a la memoria el caso de una escritora que, hace apenas un par de meses, confesaba haber abortado en 15 ocasiones, hasta el punto de considerarse «adicta a la interrupción del embarazo». Y mejor no hablamos de que se permita abortar a las menores sin ni tan siquiera informar a sus padres, al tiempo que la ley sí les prohíbe adquirir tabaco o alcohol. Es de una hipocresía tremenda.
En el fondo, no son más que algunas de las múltiples incongruencias en las que incurren quienes abogan por posturas radicales en asuntos como el aborto, que se hacen más palpables cuando se les interroga sobre otros temas en los que la afectación de derechos no es que sea la misma, sino que a veces es incluso menor. Miren si no lo que ocurre con la prostitución libre: que los mismos que replican el eslogan de «nosotras parimos, nosotras decidimos», no dudan en aplaudir entusiasmados la prohibición de ofrecer sexo a cambio de dinero. Es el empoderamiento femenino de Schrödinger: nuestro cuerpo nos pertenece y no nos pertenece al mismo tiempo.
Con la pena de muerte pasa algo similar, pues tanto sus defensores como sus detractores tienen que realizar acrobacias argumentales y morales para sostener el mismo argumento cuando se trata del aborto: algunos de quienes abominan de la posibilidad de condenar a morir a un inocente no dudan hasta en justificar la despenalización del llamado aborto prenatal, es decir, en fechas próximas al nacimiento. De igual forma que una parte de quienes rechazan que se aborte en cualquier circunstancia por vulnerar el derecho a la vida, son capaces de defender las bondades de la pena de muerte aun a riesgo de sentenciar a un inocente o incluso que se considere legítima defensa la ejecución de un agresor cuando ya no supone una amenaza por encontrarse herido o haberse rendido.
Zanjar debates complejos con soluciones simplistas está abocado al fracaso. El populismo activista aporta mucha más confrontación que soluciones. Y que nadie dude que los medios de comunicación que divulgan o tergiversan informaciones, confiriendo altavoz a radicales y exaltados a cambio de una décima más de audiencia, son cómplices.